12-04-83. Ayer por la tarde, cansado de estudiar y sin sacar provecho de ese estudio, salí a dar una vuelta. Acostumbro a pasear ahora por los alrededores del campus. Hay muchos árboles allí, y bancos, y césped, y trae a mi memoria ecos de aquella zona de Córdoba, frente a la estación de bomberos, donde tantas tardes he paseado con Joaquín o con Adela. Me hallaba justamente en medio de un recuerdo cuando vi a lo lejos a una muchacha que se acercaba portando una maleta en cada una de sus manos. Eran dos maletas muy voluminosas, casi unos baúles, y estaban tan cargadas que parecían a punto de reventar. De vez en cuando se detenía y las dejaba caer sobre el suelo, aunque sin soltar las asas en ningún momento. “Muy joven para ser tan desconfiada”, me dije. Y por un momento detuve mi mirada sobre aquel grupo con auténtica ternura.
Como la muchacha parecía venir de la estación y marchar camino de su casa, y como no tenía en ese momento cosa mejor que hacer, la detuve y me brindé a llevarle uno de esos bultos tan pesados. Pero ante mi gentil ofrecimiento ella se negó calurosamente. Había cierta angustia en su negativa, una gótica ansiedad que envolvía sus palabras en un halo misterioso. No obstante, reiteré mi ruego, y –tomando una de las maletas– se la arranqué de la mano. Cuando me percaté de la situación era ya tarde: la muchacha había salido disparada hacia arriba, lo único que la mantenía atada a tierra era la otra maleta a la que aún se aferraba –cada vez más débilmente– con una de sus manos.
El terror me paralizó durante unos segundos, tiempo suficiente como para que la joven se elevara a unos dos metros del suelo. Fue entonces cuando con voz temblorosa pidió auxilio y cuando, sobreponiéndome al miedo que sentía, pude reaccionar de un modo razonable. Agarré la maleta que colgaba aún de su mano izquierda y tiré de ella hacia abajo con todas mis fuerzas. El corazón me bombeaba a toda prisa. Con un esfuerzo colosal atrapé su otra mano, luego la cabeza y, por último, la aferré firmemente por los hombros. En ese momento las cosas se pusieron algo más fáciles. Logré situarla en posición horizontal a un metro escaso del suelo y, a continuación, me senté sobre sus espaldas hasta dejarla tendida por fin sobre la grava del parque.
Estuvimos así unos segundos, jadeando de miedo y de cansancio. Ella se limitó a murmurar: “Mis maletas”. Se las acerqué como pude y las tomó entre sus manos, apretándolas con fuerza. Yo me sentía tan aturdido que no sabía qué decir. Estaba dispuesto a sufrir el castigo más severo, nunca en mi vida me había conducido de un modo tan imprudente. Pero la muchacha, además de bella, parecía tener un corazón de oro. De modo que, sin hacerme ningún reproche y como avergonzada por haber descubierto –yo, un desconocido– su más recóndito secreto, se levantó del suelo y se alejó lentamente, una maleta en cada mano, por los caminos sombríos de la ciudad.