Anoche me senté a ojear Homonosapiens y fui a parar con «De muros y paradojas«, de mi buen amigo y filólogo José Corrales. Hablaba de la sinrazón de la construcción de muros donde nunca han sido necesarios como reflejo de una caricatura de la xenofobia. Quizá era mero pretexto para disertar acerca de las políticas económicas del resto del planeta, cuya situación obliga a sus nativos a emigrar.
Apenas hace una semana que he vuelto de un viaje de ocio a Nueva York. Cuando facturé y embarqué mi maleta pensé que estaba yendo al corazón de Norteamérica. De hecho, las amables azafatas de la compañía aérea me acribillaron a mí y mis compañeros de viaje a un sinfín de preguntas que tenían por objetivo dilucidar el motivo de nuestro viaje. Comenzamos a sentir en nuestra piel el reflejo de las políticas exteriores de Trump.
Nada más lejos. Ante la cantidad de avisos que habíamos recibido por familiares, amigos y profesionales de agencias de viajes, pasamos las fronteras asustados por el temido interrogatorio. Pero todo quedó en agua de borrajas: en dos minutos salimos dirección al hotel. Ciertamente volvieron a preguntarnos el motivo del viaje e incluso la cantidad de dinero que portaban los que viajaban a Nueva York por segunda vez.
Cuando comenzamos nuestro itinerario cultural (museos, monumentos, miradores…) olvidamos aquel sentimiento de la América profunda (salvo al dar el primer bocado a la típica hamburguesa norteamericana). Nada allí nos hacía sentir fuera de lugar, ni diferentes, ni siquiera pequeños ante tales moles edilicias. Nuestro taxista era jamaicano, nuestra guía colombiana, nuestro metre en el hotel norteafricano y el amable dependiente de la hamburguesería mexicano. Los neoyorquinos son los menos.
Escuchamos muchos comentarios irónicos acerca del recién electo presidente de los Estados Unidos. Vivimos en primera persona algunas organizaciones de protesta frente a la Torre Trump, en plena Quinta Avenida. Disfrutamos de un alegato de rebelión y búsqueda de libertad en la exposición permanente del Museo de la Ciudad de Nueva York. De un tiempo a esta parte la ciudad que nunca duerme se ha convertido en el último resquicio de tolerancia de un sucio panorama nacional lleno de fobia. Concretamente Manhattan ha querido edificarse como la pequeña ciudadela que aún permanece en pie a pesar de los ataques.
¿Y es así? He pasado seis días recorriéndome la cuadrícula de Manhattan y puedo decir que he visto de todo. Gente por la calle que lleva su café abrasador en la mano y los auriculares puestos, que va a cruzar el paso de cebra y que sin querer choca con el que viene de frente y sin siquiera mirarlo sigue su camino. Ella era blanca, él era negro. He visto a un músico tocar la guitarra por la mañana y al caer la noche dormir en el frío suelo, en ese mismo lugar. Nadie corrió tras su manta cuando salió volando, ni yo misma. He visto a dos hombres besarse en una esquina del barrio gay, pero no vi a nadie que los mirara con dulzura. He caminado frente a la Torre Trump y he oteado las pancartas de los que se reúnen bajo el rascacielos. Ni yo, ni los que venían conmigo, ni la masa que nos empujaba nos paramos a leer.
Y yo me pregunto. Realmente, en Nueva York, ¿dónde acaba la tolerancia y empieza la indiferencia?
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Imagen| Victor Iniesta Sepúlveda