Estamos ante una obra de gusto exquisito y ante un decidido empeño didáctico y divulgativo de su autor, que nos sorprende ahora con un libro sobre arte. Exquisito por la riqueza y calidad de las ilustraciones, algunas a doble página, que destacan sobre un fondo de papel satinado o cuché de calidad y gramaje aceptable, así como por el gran formato elegido, calidades ambas muy de agradecer en libros de arte. El didactismo va de la mano de su vocación docente y se evidencia, por ejemplo, en el frecuente despiece de las ilustraciones en detalles y fragmentos, cuyas notas a pie de imagen, además de seguir las convenciones al uso (título, autor, cronología, museo de procedencia), añaden un breve texto explicativo, a modo de sucintas acotaciones o didascalias que quintaesencian ideas básicas que interesa destacar al lector.
Este deliberado didactismo se manifiesta igualmente en los textos que a modo de sumario encabeza cada uno de los 12 capítulos, que ofrecen «una visión panorámica de los contenidos que se abordan”. Baste una sucinta observación sobre el paratexto a cargo del autor, que engloba básicamente índice, prólogo y despedida. El título se encuentra modulado con una vaga similicadencia: Conocerte a través del arte (Madrid, Ilusbooks, 2018).
La obra debe encuadrase en la categoría del ensayo, un género que el autor sabe moldear con maestría, gracias a una prosa envolvente y erudita por su esmerada documentación, perspicaz y sutil, con numerosos guiños al lector, prosa por la que Sebastián camina con pasos cada vez más firmes. El elenco de artistas que saca a la palestra es ahora considerablemente menor que el de los 100 personajes del libro anterior, número tan rotundo que debió quitarte el sueño tal vez alguna noche entre descartes y añadidos. Ahora son doce capítulos, número también redondo y con un simbolismo diríamos pitagórico.
El contenido se circunscribe al estudio y análisis de unas cuantas obras de un puñado de artistas geniales, casi todos pintores, desde el Perro semihundido de Goya a los Esclavos de Miguel Ángel, pasando por Pieter Brueghel, Leonardo da Vinci, el tenebrismo de Caravaggio, la pintura flamenca (en especial la obra de Van der Weyden), el trío romántico Géricault-Delacroix-Turner, Las lanzas de Velázquez, hasta llegar al duodécimo capítulo, el más filosófico sin duda, titulado significativamente “Vernos a nosotros mismos mientras la miramos”, concebido a modo de conclusión.
Aparece el libro perfectamente cohesionado a partir de una idea matriz: “el arte como forma de conocimiento simbólico de la condición humana”. Este enfoque tan peculiar ha sido sin duda determinante a la hora de elegir los autores y obras que habían de estar representados. Así, el Perro semihundido de Goya que inicia la serie es susceptible de diversas interpretaciones con un denominador común: la inexorabilidad del destino; los ciegos de la parábola de Brueghel no son sino símbolo de nuestro caminar errático, a trompicones, como seres ignaros y petulantes. En Paisaje con caída de Ícaro aflora la fuerza inagotable de la naturaleza frente a nuestros locos desvaríos; La balsa de la Medusa de Géricault, aparte de plantear una feroz diatriba contra el Estado, es un emblema de nuestro desvalimiento existencial: “en esa barca, dice Sebastián, también vamos nosotros”.
El maravilloso Descendimiento de Van de Weyden nos hace reflexionar sobre el excelso valor de la compasión o empatía y sobre la solidaridad en el dolor ajeno. Y así, gracias a una selectísima y cuidada elección de temas y autores, Sebastián nos va colocando, como él mismo dice, “ante el espejo de la mirada de los otros, sin los cuales no nos veríamos como nos vemos, lo que nos permite observarnos, comprendernos, cuestionarnos”, y, por supuesto, yo añadiría, corregirnos.
Un acierto no menor radica, a nuestro juicio, en el empleo de una vastísima y selecta bibliografía a través de la cual todo un poderoso caudal de citas de autoridades en cada materia actúa como soporte de los sucesivos análisis, comentarios y conclusiones. El análisis de las obras gana así en profundidad, orquestado por la presencia de voces procedentes de los más variados ámbitos de la cultura, de la filosofía, de la antropología, por supuesto de la historia del arte y de la crítica, de la literatura en sus distintos géneros, y hasta de la neurología y neurociencia. En medio de esta polifonía de voces el lector se siente involucrado en el meollo de la disertación, gracias a una ágil y amena metodología que propone atrevidas hipótesis, agudas sugerencias, precisas matizaciones, en suma, concienzudos análisis que tratan de situarnos ante la obra como ante un espejo haciéndonos observarla desde una perspectiva cognitiva, es decir que, a la vez que la observamos, nos adentramos en los entresijos del ser humano, de nuestra propia condición humana. Así, el lenguaje verbal se complementa admirablemente con la dialéctica muda que plantea la misma pintura que, sin embargo, “nos hace hablar, nos interpela, llega a hablar con nosotros y de nosotros”.
Así ocurre, por ejemplo, con Paisaje con la caída de Ícaro, de Brueghel. Una cita de Mario Praz (autor citado en la bibliografía) nos revela la fuente de inspiración del cuadro, que no es otra que las Metamorfosis de Ovidio (libro octavo). Sin duda, todos habréis oído hablar de Dédalo y el laberinto de Creta y de Ícaro, su hijo. Todos recordaréis también la juiciosa advertencia paterna y el infausto final de Ícaro al derretirse sus alas al acercarse temerariamente al sol. Menos conocida quizás, a menos que hayamos leído a Ovidio, es la escena en que mientras Dédalo depone en el túmulo el cuerpo de su difunto hijo, una gárrula perdiz, le observa y le remueve con su presencia hondas heridas.
La perdiz (perdrix, en griego, también en francés) evoca tanto a la hermana de Dédalo como a su sobrino, confiado por la madre a su tío para que aprendiera de éste su oficio en una época muy anterior al suceso que contemplamos en el cuadro. Por Ovidio sabemos también que el maestro Dédalo, envidioso de las altas capacidades para el aprendizaje del alumno, lo empuja desde la Acrópolis, y luego miente como un bellaco alegando una caída fortuita. Afortunadamente Atenea, protectora del talento, lo transforma en pájaro y, mientras aún estaba en el aire, lo recubre de plumas.
Si reparamos en el cuadro, observaremos, cito a Sebastián, “unas piernas que se debaten ridículamente en el agua” frente a la perdiz posada en un arbusto junto al acantilado. No deja de ser curiosa esta proximidad en el cuadro, sobre todo si recordamos, como observa Ovidio, que esta ave “revolotea cerca del suelo y pone sus huevos en los arbustos y recordando la antigua caída teme las alturas”.
Sebastián se pregunta por qué la mitología ha sido una temática tan arraigada en la historia de la pintura. Y nos recuerda que “los mitos contienen enseñanzas perdurables sobre la condición humana”, y que “el poder simbólico de los mitos les permite adaptarse al cambiante decurso histórico”. Así, la pareja de Ícaro y de la perdiz enfrentados personifica a nuestro entender dos conceptos opuestos que los griegos denominaron hybris y sofrosine.
El primero, la hybris, suele significar la desmesura que conlleva el desenfreno (pensemos en las ménades del cortejo de Dyonisos), el arrebato, la altanería, la soberbia. La hybris se opone a la sofrosine, que es como los griegos llamaban a la mesura, al equilibrio, la moderación y especialmente, y subrayo, al dominio del espíritu sobre el cuerpo y sobre las pasiones. No sería descabellado pensar, siguiendo la fuente latina, que la perdiz, posada en el arbusto al borde del acantilado, hace un ejercicio de sofrosine, reflexionando sobre las limitaciones que le impone naturaleza, con su vuelo rasante y comedido, ajena a la caída de su osado primo. Esta y no otra es la lectura que hace Sebastián de la obra cuando dice: “El mensaje, la moralidad parece evidente: hay que actuar acorde con las leyes de la naturaleza, que rigen el planeta que habitamos, puesto que quien pretende ir más allá, lo más probable es que acabe como Ícaro: hundido en el mar”.
En arte, como en la música, es tan importante lo que se dice como lo que no se dice. Sebastián nos hace observar cómo Brueghel en esta pintura ha buscado un sabio equilibrio entre énfasis y omisiones: “las omisiones están en la representación de Ícaro, casi invisible. Por el contrario, “el énfasis recae sobre tres sencillas figuras: un labrador, un pastor y un pescador” que, por cierto, también menciona Ovidio. A la pregunta sobre qué tienen en común, la respuesta de Sebastián es que “cada uno de ellos realiza con aplicación la tarea que le es propia”. Actúan según naturaleza, todo lo contrario de lo que pretende el insensato Ícaro.
En definitiva, se trata de una obra accesible, pero densa a la vez, susceptible de variadas y escalonadas lecturas. Esta es la razón por la que creo que las citas hubieran debido estar no solo entrecomillas, sino más contextualizadas, indicándose, además de la procedencia de la fuente, el número de la página en que aparece, situando estas referencias en pie de página o al final de cada capítulo. Una obra ambiciosa, con numerosos destellos de erudición, y gran amplitud de miras. Espero que Sebastián algún día decida volver sobre sus pasos para imprimir una sólida factura a lo mucho que todavía aparece en estado seminal. La sementera ya está prácticamente binada. Aguardamos en un futuro no lejano una nueva recolección.
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