Una de las interpretaciones consagradas sobre los factores desencadenantes de la ciencia moderna traduce el enfrentamiento entre los seguidores de Aristóteles, y la obra de Galileo, en un enconado debate entre dos modos de concebir la racionalidad: una, basada en el mundo organizado de los seres vivos; la otra, fiel reflejo del comportamiento matematizable de los astros y las máquinas[1]. Filósofos e historiadores de la ciencia como S. Toulmin, N.R. Hanson o T.S. Kuhn se atrevieron a proclamar, frente a los ortodoxos del momento y en la década de los sesenta del siglo pasado, que la ciencia no brota espontáneamente de la nada conceptual, sino que se lleva a cabo desde una cosmovisión[2], desde un concepción de la realidad que despierta en nuestro paladar sabores con tonos perspectivistas orteguianos y hasta nietzscheanos. La cosmovisión en cuestión determina cabalmente los intereses mismos de la investigación y plasma su influencia en los modos de considerar los fenómenos, los requisitos de la propia teoría y los criterios de aceptabilidad de las afirmaciones científicas. Un ejemplo ciertamente exagerado de todo esto es el “pansexualismo” de Freud, quien se empeñó en teñir los conceptos de su teoría psicoanalítica de connotaciones sexuales insalvables. Sea como fuere, el poder seductor de Freud es tal, que cada vez que introduzco la llave en una cerradura no puedo dejar de tener pensamientos impuros. No es mala idea, al fin y al cabo, revisar los sistemas lingüístico-conceptuales desde los que se hace la ciencia, un producto cultural que no es neutral ni objetivo ni omnipotente, como se pensó en otro tiempo.
¿Es la física de Aristóteles la obra paciente, tenaz y meticulosa de un biólogo, de un naturalista o un físico intuitivo? ¿Es la física de Descartes, por su parte, el genuino producto de un matemático consecuente y optimista? ¿Y qué es mejor a la hora de desentrañar los misterios de la physis en el siglo XXI: la perspectiva que nos abre los ojos del biólogo, o la que nos brinda la mirada del matemático? En el caso de Aristóteles, la naturaleza tiene los atributos de un organismo vivo. Para René Descartes, se asemeja a una máquina. De otro lado, mientras que es imposible matematizar la física aristotélica sin traicionar su espíritu organicista, en el universo que contempla Descartes la geometría se hace carne[3]. No es muy complicado reconstruir la historia del pensamiento occidental siguiendo el rastro de estas dos miradas antagónicas. Por otra parte, les confieso que esta dualidad problemática me acompaña desde la adolescencia –aunque no fuera consciente en ese momento-, cuando mis gustos especulativos oscilaban siguiendo un movimiento pendular de las matemáticas a la biología, para seguir, a continuación, el camino inverso. Seguramente me dejé seducir por la filosofía, años más tarde, creyendo inconscientemente que, con ello, resolvía la indecisión. Muy al contrario, con el paso del tiempo descubrí la impronta de estos dos discursos en el pensamiento filosófico que había abrazado como tabla de salvación. Finalmente, he optado por la aceptación estoica –y a veces cínica- en éste y en otras importantes facetas de nuestra mortal existencia.
Como señalé al principio, en el nacimiento de la ciencia moderna asistimos a una agria disputa entre los seguidores del viejo Aristóteles y los partidarios de Galileo Galilei, así como de las imágenes del mundo que se derivan de las dos racionalidades asociadas: una, la de Aristóteles, basada en el mundo sublunar, esto es, en el mundo organizado de los seres vivos; la otra, la galileana, asentada en el mundo matematizable de los astros y de las frías máquinas y el saber empírico de los ingenieros. Esta última alumbró la ciencia clásica, la mecánica clásica de partículas y la dinámica de la misma estirpe, que es blasón del mito newtoniano, todopoderoso hasta la aparición de la Teoría de la Relatividad de Einstein, a principios del siglo XX. La ciencia clásica nos fascina con sus leyes universales, principios que gobiernan y describen totalmente un mundo simple y pasivo, un cosmos mecanicista, en el que el tiempo es reversible y la diversidad cualitativa, algo meramente aparente.
Sin renunciar al noble propósito de lograr una comprensión ajustada de la naturaleza, gran parte de los científicos actuales apuestan, por el contrario, por la irreversibilidad del tiempo, y subrayan la actividad innovadora como santo y seña de los fenómenos físicos, y el carácter real de la diversidad cualitativa. Se ha recuperado, finalmente, el “discurso de lo viviente”, y en gran medida, la mirada aristotélica, como afirmaron brillantemente Ilya Prigogine e Isabelle Stengers en su libro La nueva alianza[4]. Resucita así el sueño de ilustrados como el barón D´Holbach o Diderot (el primero, fijó sus ojos científicos en la química; el segundo, en la medicina), dispuestos a batirse en duelo intelectual con los newtonianos, cuya masa inerte y sus leyes universales de la mecánica eran incapaces, a todas luces, de dar cuenta de los procesos propios del desarrollo de cualquier ser vivo –por cierto, el desarrollo embrionario era una de las pasiones de Aristóteles. La protesta vitalista encabezada por la química, la biología y la medicina en el siglo XVIII encontró en la eclosión de la termodinámica, un siglo después, en la nueva sociedad industrial su motor más eficaz. Se trata de la ciencia de la complejidad y la irreversibilidad, que lograría unificar la ciencia física gracias a las virtudes epistemológicas del principio de conservación de la energía. La naturaleza deja de ser un sistema ordenado, con el ruido de las máquinas como trasfondo, para constatar el despliegue de un poder capaz de producir efectos contrapuestos, algo que nos recuerda vivamente la incesante lucha de contrarios de los presocráticos.
Para Prigogine y Stengers, hay dos modelos de ciencia “para un solo mundo”, por mucho que intenten convencernos del enfrentamiento insuperable entre el mundo de las “trayectorias” de la dinámica clásica, y el mundo de los “procesos” de la termodinámica, como ciencia de la complejidad y el devenir irreversible, característicos de los procesos que afectan a los seres vivos y del orden por fluctuaciones. Es posible, por tanto, una “nueva alianza” entre el ser humano y la naturaleza, dado que “el azar y la irreversibilidad pueden conducir al orden y a la organización”. Hay buenos precedentes, en este sentido, en las propuestas de Maxwell, Boltzmann, Gibbs y Einstein. Al alejarnos de lo universal, de lo que se repite incesantemente, podemos adentrarnos en lo específico, en lo único e irrepetible, y desentrañar su complejidad. Tal vez, por ello, no tengamos que elegir entre matemáticas y biología, entre máquinas y organismos vivos.[5]
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Imagen| Rafael Guardiola Iranzo
[1]Esta es la tesis que defiende, entre otros, Alexandre Koyré, sobre el significado de la revolución científica del siglo XVII, en sus Estudios Galileanos, Madrid, Siglo XXI, 1980.
[2] Los especialistas prefieren emplear los términos alemanes Weltanschauung y Lebenswelt de larga tradición centroeuropea.
[3] Afirma Descartes: “Que no admito en Física principios no admitidos también en Matemática, para poder probar por demostración todo lo que de ellos deduzca, y que estos principios bastan para, puesto que por ellos pueden ser explicados todos los fenómenos de la Naturaleza”, Descartes, R, Los principios de filosofía, Madrid, Reus, 1925, p.109.
[4] Prigogine,I y Stengers,I, La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Madrid, Alianza Universidad, 1983.
[5] En su libro El hombre tecnológico y el síndrome Blade Runner (Córdoba, Berenice, 2016), el filósofo andaluz Santiago Navajas, por ejemplo, vislumbra una auténtica transformación de la especie humana “en la triple vía del capitalismo económico, el liberalismo político y la ciencia tecnológica”, a mi entender, en sintonía con la “nueva alianza” a la que aludo en este artículo.