Imagen | AMD,120,178.Miguel Delibes Setién en su casa de Valladolid, 1998. Fundación Miguel Delibes
“No ignoro que el recurso de beber para huir es un viejo truco pero ¿conoces tú alguno más eficaz para escapar de ti mismo?”. Con estas palabras y una reflexión acerca de la necesidad de olvidar para sobrevivir se abre esta breve novela de Miguel Delibes, publicada en 1991. Como en cierto modo hiciera con una de sus obras maestras, Cinco horas con Mario (1966), se trata de un monólogo a través del cual el padre de una familia le cuenta a sus hijos cómo era su madre, Ana, que ha muerto debido a un neurinoma, un tumor en la cabeza.
¿Se lo cuenta a los hijos y, en especial a una de las hijas, o se lo cuenta a sí mismo? Me atrevería a decir que a ambos. Se diría que mientras el narrador habla de ella, su mujer, su amor, sostiene su presencia, y esto le mantiene con vida. Pedro Salinas, uno de los poetas del siglo XX que más hondamente ha penetrado en los misterios de este sentimiento, escribió: “Pensar en ti es tenerte”. Esto se presiente a lo largo de la narración, la necesidad de contar y constatar cómo era ese ser. Y es que las palabras no sólo nos permiten comprendernos y comunicarnos, sino que además nos acompañan, nos abrigan, nos alientan.
Si bien el título alude al retrato de Ana que hizo el pintor García Elvira, un amigo de ambos, y que es el retrato que nunca supo hacer su marido, esta novela es el retrato literario de ella que en cierta forma contiene su identidad personal. Si alguien quiere saber cómo era, y nadie en principio con mayor interés que su marido y sus hijos para conocerla, tendrá que recurrir a este testimonio.
Se trata de un personaje ausente que, sin embargo, está omnipresente, como sucede con los muertos. Ella llena el espacio de la novela. Es un personaje encantador, y no sólo por lo que relata su marido. Al principio es definida por otro amigo común, Evelio Estefanía, como “una mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”, juicio que sintetiza la forma de estar Ana en la vida, y que se repite más adelante.
Pero, al igual que las personas, los personajes no se definen sólo por lo que otros cuentan de ellos, también, y principalmente, por cómo actúan. Basta escuchar la respuesta de Ana tras comunicarle su marido que tiene un tumor para hacernos una idea de la voluntad y la gratitud con la que encaraba la vida: “Hoy estas cosas tienen arreglo, dijo. En el peor de los casos, yo he sido feliz 48 años; hay quien no logra serlo cuarenta y ocho horas en toda una vida”.
Las evocaciones, muchas de ellas estremecedoras, se suceden a lo largo de la novela. Válganme un par de muestras: “Algunas mañanas no la veo, únicamente la oigo, la siento acercarse por detrás, haciendo crujir las tablas de roble como sólo su peso podría hacerlas crujir. Entonces intuyo que me acompaña aunque no la vea. Es claro que son visiones producidas por el alcohol, pero me valen: ya no puedo vivir sin esas visiones”. O bien cuando ya saben el inminente final: “Nos bastaba mirarnos y sabernos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde. Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad”.
Cuántas veces no percibimos la felicidad que nos rodea hasta que la perdemos. A medida que avanza el relato la enfermedad va ocupando más espacio hasta inundarlo casi todo. En este sentido Señora de rojo sobre fondo gris, como nos habla del amor desde el horizonte de la muerte, nos ayuda a descubrir la perspectiva que valora adecuadamente los milagros de la vida cotidiana, no por repetidos exentos de placer y gracia.
No es difícil establecer paralelismos entre el narrador y el autor, Miguel Delibes, hasta el punto de que cabe sospechar que el primero es un alter ego del segundo. Y no sólo porque tal como reconocía Delibes en su discurso de aceptación del Premio Cervantes en 1994: “Yo no he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, mi biografía”. Los personajes de su obra serán su biografía, pero nacieron antes de sus vivencias.
Como el narrador de esta novela, Delibes perdió a su mujer relativamente pronto, a los 50 años. Ana muere aquí a los 48. Si Delibes indicó a propósito de Ángeles en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua: “Se ha ido la mejor parte de mí mismo”; el narrador de Señora de rojo sobre fondo gris se cree incapaz de seguir pintando al perder la fuente de la que emanaba su inspiración: “Súbitamente le confesé que no eran los ángeles, sino ella la que pintaba por mí, que yo me limitaba a ser un médium, un eco de su sensibilidad. Aproximó la cabeza para mirarme fijamente a los ojos: eres tú quien pinta; métetelo en la cabeza”.
Quizá uno de los aspectos más maravillosos de esta novela es que a medida que transcurre la narración se nos hace más difícil no querer a Ana, personaje con un enorme poder de seducción, una gracia y una alegría irresistibles. Hasta donde conozco, uno de los personajes femeninos más memorables y adorables de la obra de Miguel Delibes (1920-2010), que es sin duda uno de los renovadores y a la vez una de las cumbres de la narrativa hispánica de la segunda mitad del siglo XX. Precisamente en 2020 se conmemora el centenario de su nacimiento. Pudiendo ser Ana un alter ego de Ángeles, me pregunto si con esta novela no ha procurado, por medio de los recursos y velos de la ficción, que todas la conozcamos mejor y, en consecuencia, la queramos.
Ambientada en 1975, como confirmamos hacia el final del relato tras la noticia de que Franco se está muriendo, con la difícil sencillez de su estilo, Delibes no sólo nos muestra una historia sobre el amor y la muerte –acaso dos caras de una misma moneda–, la familia, el trabajo, la inspiración, sino que, como es característico de su obra, nos ofrece retazos de la vida social y de la época. Sin ir más lejos, su hija Alicia y su marido Leo van a la cárcel, lo que nos permite entrever que se vive bajo un estado de opresión y escasas libertades. El amigo García Elvira, con 86 años y sin familia, ante la recomendación de Ana de que se vaya a una residencia, le responde que no quiere irse a un “moridero”. Es la soledad que nos constituye, y que la sociedad no sabe cómo combatir.
Más profundas son sus reflexiones acerca del amor y la muerte, que son los polos sobre los que oscila la novela, y que se iluminan recíprocamente: ¿cómo sería el amor si no muriéramos? ¿Hasta qué punto el horizonte de la muerte enciende el fuego del amor y de la vida? Respecto al primero, se pregunta el narrador hacia el final: “¿De quién me compadecía, de ella o de mí?” En el amor somos “nosotros”, y no es posible disociar los pronombres. Lo queramos o no, en todo amor hay un fondo de narcisismo.
Por lo que se refiere a la muerte, o sea, a la pérdida de seres queridos, describe experiencias que me atrevería a calificar de universales: “Es ahora, a cosa pasada, cuando deploro mi mezquindad. Es algo que suele suceder con los muertos: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto los amabas, los necesarios que te eran. Cuando alguien imprescindible se va de tu lado, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales”.
No me sorprende que hayan adaptado esta novela de Miguel Delibes al teatro. Al fin y al cabo es un monólogo dramático que indaga en el amor perdido y en cierto modo recobrado por medio de la evocación de la palabra. Los responsables de esta última versión, al menos de momento, son José Sámano, Inés Carmiña y José Sacristán. Ojalá aprendamos a valorar el amor antes de que lo perdamos definitivamente. Desde el horizonte de la muerte, de la que ninguno nos libraremos, podemos descubrir la perspectiva adecuada para ello.
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