Imagen | Venus del espejo (1647-1651), Velázquez, National Gallery, Londres.
Hasta hace unos días era junto con Francisco Brines el único representante vivo de la llamada Generación del 50. La obra de José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 11 de noviembre de 1926-Madrid, 9 de mayo de 2021) destaca por el rigor en el empleo de un lenguaje barroco, entendiendo por ello, en declaraciones suyas, “una aproximación a través de palabras nunca usadas para definir esa realidad”[1]. Por esta constante búsqueda y exploración del lenguaje es un poeta por encima de cualquier otro quehacer, si bien, a excepción del teatro, ha cultivado casi todos los géneros literarios con notable maestría: poesía, novela, ensayo, crítica, artículos, memorias…
“Mimetismo de la experiencia”, el poema que he elegido para conmemorar su despedida, pertenece Descrédito del héroe (1977), con el que alcanzó el Premio de la Crítica, que lo ha obtenido además en la modalidad de narrativa (1975) con Ágata ojo de gato. Entre otros reconocimientos, ha recibido el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2004), el Nacional de las Letras Españolas (2005), el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca (2009) y el Premio Cervantes (2012).
MIMETISMO DE LA EXPERIENCIA
Cuando leía desganadamente y no
sin desazón a Henry Miller, iba
acordándome a trechos
de muchas horas canceladas, rostros
desdibujados en algún rincón, lugares
de inquietante vivir. Era penosa
la experiencia y más
que nada turbadora
por simple: asistía
como mi propio espectador
al paso de emociones, cuerpos, actos
sexuales que yo mismo veía ejecutados
por otro en mi memoria y que se restauraban
con un nuevo contexto
en el presente.
La práctica
de ciertos mimetismos del recuerdo
puede llegar a subvertir el orden
de esa usura de amor que el tiempo
salda. Y Henry Miller, transgresor
de leyes, irritante
por próximo, furiosamente
obseso de su intimidad,
no suponía para mí
más que un tenaz motivo de recuento
de situaciones olvidadas: cuartos
de hotel, burdeles, laberintos
de citas donde un cuerpo
siempre se hacía vagamente
clandestino, imágenes
ajadas como evanescentes
fotografías, hábitos
de una noche. Pero un hostil
y subrepticiamente enajenado
reencuentro conmigo, sostenía
el agobiante afán de cotejar
datos que sólo en parte me importaban.
Equívoca constancia de unos hechos
reconstruidos con retazos
de otros: no en el amor
sino en su deterioro se reagrupan
los fragmentos vividos.
Como ciertas
alucinantes fábulas de Lawrence Durrel
o de Sade (las que coinciden tal vez
en descifrar los infortunios de Justine),
la intervención de Miller agotaba
en mi memoria toda posibilidad
de ir acotando la experiencia
sin conjurar su lastre: nombres
aletargados, episodios
de efímero futuro, leves
fraudes de amor
que el aluvión del tiempo confundía
con las suplantaciones del orgasmo.
Espejo de violencia
de tanto azar de juventud, híbrida
educación, solitario o múltiple
terraplén de erotismo, no podía
atestiguarme sino con mi propia
represión inicial, abierta luego
a otras coherentes formas del amor[2].
Este poema nos ofrece una particular perspectiva del erotismo: cobramos una conciencia de la que hasta entonces carecíamos a la luz de las páginas de otros autores. A decir verdad, es una experiencia bastante común. En el oficio de vivir acostumbramos a actuar sin apenas tomar conciencia de cómo o por qué lo hacemos. Es la literatura, la pintura, la escultura, el cine… Lo que nos ofrece un espejo que refleja en mayor o menor medida nuestras experiencias.
Precisamente el título, “Mimetismo de la experiencia”, apunta a ello. Y a otras cuestiones que conviene dilucidar: “mímesis” significa tanto “imitar” como “representar”, y es un concepto que ha desempeñado un papel esencial en la historia del arte[3]. A mi parecer, lo sigue haciendo, pues no cabe comprender adecuadamente ni el arte ni la acción humana sin él. Básteme recordar que ya Aristóteles en la Poética (1448b)[4] dice que una parte esencial del aprendizaje humano reside en la imitación, término que no se debe entender simplemente como “copia”, sino más bien como ejemplo o modelo de conducta.
Sin embargo, no conozco a muchos escritores que se hayan atrevido a formular esta experiencia mediante un poema y, menos aún, como aquí Caballero Bonald: con un insobornable grado de introspección, sinceridad y una capacidad crítica que, lejos de idealizar, trata con desdén la condescendencia. Es la lectura de Henry Miller, tal vez Trópico de Cáncer (1934) o Trópico Capricornio (1939), no lo especifica, la que le lleva a rememorar los pasos andados: “asistía como mi propio espectador / al paso de emociones, cuerpos, actos / sexuales que yo mismo veía consumados / por otro en mi memoria y que se iban / como reproduciendo con un ritual distinto / en el presente”.
La lectura es con frecuencia un ejercicio de desdoblamiento de uno mismo y autoconciencia que nos permite reconocer y evaluar lo vivido. Hay veces en los que uno no lee bien si no se lee a sí mismo mientras está leyendo. Repárese en cómo califica la experiencia antes: “turbadora por lúcida”. Asociada a menudo a la claridad y al conocimiento, la lucidez también puede y suele ser inquietante, pues no se elige, nos sobreviene y no es fácil en todo tiempo adaptarnos a lo que llegamos a ver y comprender.
Como es sabido, Henry Miller fue alguien que procuró vivir abundantes experiencias límites con el fin no sólo de apurar la vida, sino de transformarla en literatura perdurable. Como Freud, como Proust, Miller fue uno de esos pocos escritores de su época que consideraban el sexo y el amor –a veces tan difícil discernir la frontera de uno y otro, quizá más aún para las mujeres– como una forma de autoconocimiento. La primera novela antes mencionada fue censurada durante más de sesenta juicios donde la calificaron de pornográfica e inmoral. Se publicó por fin en 1961. La obra de Miller ejerció una notable influencia en escritores como Kerouac, Allen Ginsberg, Charles Bukowski o William Burroughs.
Así que no es fortuito que este ejemplo de “mala vida” de excesos ilumine por mímesis la experiencia a Caballero Bonald, que en menor grado, pero en no pocas ocasiones ha cultivado ese estilo de vida noctámbulo, quizá por idénticas motivaciones, apurar la vida y sellarla sobre la página, mas sin convertirla en un mito tan sonoro. En cualquier caso, y como deja bien claro, la literatura de Miller no es equiparable para Caballero Bonald, seguramente por la temperatura a la que elevan el lenguaje, a autores como Góngora, Juan Ramón Jiménez, César Vallejo o Juan Carlos Onetti, a los que sin duda se siente más próximo como creador.
De hecho, en la segunda estrofa se advierte que no lo lee como búsqueda de conocimiento o modelo de literatura, sino más bien por bucear en sus recuerdos: “La práctica / de ciertos mimetismos del recuerdo / puede llegar a subvertir el orden / de esa usura del amor que el tiempo / salda. Y Henry Miller, irritante / consumidor de mitos, cómplice / de los tabúes de la intimidad, / no suponía para mí / más que un tenaz motivo de recuento / de situaciones olvidadas: cuartos / de hotel, burdeles, laberintos / de citas con un vago perfume de clandestinidad, imágenes / ajadas como evanescentes / fotografías, hábitos / de una noche”.
Interesante esa metáfora preposicional: “esa usura de amor que el tiempo / salda”. ¿Qué relación existe entre el tiempo y el sentimiento de amor?[5] Con machadianas resonancias, José Hierro se preguntaba en un poema titulado “Interior”: “¿Amor es eso que devuelve el tiempo huido?”[6] ¿No se transforma el tiempo en amor, especialmente en amor por lo perdido? Por la forma en que describe estos ambientes, Caballero Bonald no parece aquí idealizar y magnificar el pasado tal como se acostumbra.
No obstante, el autor señala en la tercera estrofa que “no en el amor / sino en su detrimento se reagrupan / las porciones vividas”, como si estos balances vitales fueran más propicios en los momentos de infelicidad, tristeza o melancolía. Además de Miller, en la cuarta estrofa menciona a otros autores asociados a la literatura erótica: Lawrence Durrel y Sade[7]. Sería interesante rastrear las fecundas relaciones que mantiene la literatura con el mal, y cómo a partir de esas transgresiones se puede a veces ampliar los márgenes de libertad arremetiendo contra la moral convencional.
Concluye el poema con la quinta estrofa: “Espejo de violencia / de tanto azar de juventud, híbrida / educación entre obstinadas / máscaras de erotismo, no podía / atestiguarme sino con mi propia / represión inicial, abierta luego / a otras coherentes fosas del amor”. Esa violencia y represión apunta al contexto histórico del franquismo, contra el que luchó el autor. Como otros integrantes de la generación del 50, Caballero Bonald ha escrito “poesía social”, incluso hasta hace relativamente poco –piénsese en Manual de infractores (2005)–, pero sin descuidar nunca el empleo del lenguaje, que es lo que mantiene en pie a la palabra escrita.
Por lo demás, esa “híbrida educación” –se habrá percibido que adjetiva como muy autores de nuestra lengua– supongo que se refiere a sus estudios entre 1949 y 1952 de Filosofía y Letras en la Universidad de Sevilla, y, por otro lado, ese aprendizaje no menos esencial en la escuela de la calle, tal como deja entrever este poema. De la vida al libro y del libro a la vida en un camino sin fin.
El final es algo ambiguo, pero quizá por lo misma razón desde un punto de vista interpretativo más rico. De la represión inicial pasa a una abierta “coherentes fosas del amor”. El adjetivo, con la metáfora preposicional, teje un contrapunto que parece sugerir como si el amor no fuera nunca completamente libre, ya sea porque las mujeres pasajeras son hasta cierto punto incompatible con la disciplina que requiere la vocación literaria, así como con ciertos deberes sociales, ya sea porque los corsés sociales del amor pueden ahogar el deseo. ¿O acaso es el deseo, que nos encarcela y nos libera, que nos ata y nos desata?
[1] El País, Babelia, 7/1/2012, p. 4.
[2] Caballero Bonald, José Manuel, Somos el tiempo que nos queda. Obra poética completa (1952-2009), Madrid, Austral, 2011, pp. 307-309.
[3] Tatarkiewicz, Wladislaw, “Mímesis: historia de la relación del arte con la realidad” y Mímesis: historia de la relación del arte con la naturaleza y la verdad”, ambos capítulos en Historia de seis ideas, trad. Francisco Rodríguez Martín, Madrid, Tecnos, 2016, pp. 307-352. Y Bozal, Valeriano, Historia de las ideas estéticas I, Madrid, Historia 16, 1997, pp. 39-102.
[4] Aristóteles, Poética, trad. Alicia Villar Lecumberri, 2004, p. 41.
[5] Otro autor que se ha ocupado de reflexionar sobre las relaciones del tiempo y el amor, a veces en la estela de Antonio Machado, es Agustín García Calvo, El amor y los 2 sexos y Del tiempo de amor y olvido, Madrid, Lucina, 1984, pp. 65-91.
[6] Hierro, José, Cuanto sé de mí, reunido en Antología poética (1936-1998), Madrid, Austral, 1999, pp. 215-216.
[7] La obra del Marqués de Sade fue recuperada y reivindicada a lo largo del siglo XX por diferentes pensadores, sobre todo franceses: Georges Bataille, Pierre Klossowski, Jacques Lacan, Roland Barthes… Más recientemente nos ha ofrecido su visión, no exenta de críticas, Camille Paglia, Sexual Personae. Arte y decadencia de Nefertiti a Emily Dickinson, trad. Pilar Vázquez, Barcelona, Planeta, 2020, pp. 300-315. Otra postura crítica contra la filosofía de Sade, y anterior a ella, es la de Fernando Savater, “Respuesta a Sade”, recogido en Invitación a la ética, Barcelona, Anagrama, 2002, pp. 153-173.
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