Banderas de nuestros hermanos

Banderas de nuestros hermanos

La noche del atentado del 13 de noviembre en París la red social Facebook me notificó que mis ‘amigos’ que estaban en la capital gala o sus alrededores se encontraban a salvo, conforme estos iban confirmándole a la red su estado. Simultáneamente, o poco tiempo después, los responsables de esta red social dieron la opción a los usuarios de la misma de teñir su foto de perfil con la bandera de Francia, con la consiguiente proliferación de les couleurs en apoyo a la sociedad francesa. Nada de esto ocurrió el día anterior, ante los atentados en Beirut, ni días después, ante el secuestro de un hotel en la capital de Malí, lo que, sumado al ‘silencio’ mediático que, comparativamente, estos sucesos suscitaron, ha sido interpretado como un síntoma más de la diferencia de trato que sucesos de la misma magnitud reciben según se produzcan en un lugar u otro.

Conforme la marea azul-blanca-roja se apoderaba de las fotos de perfil, algunos disidentes publicaban estados en los que justificaban su negativa a incluirla en las suyas: no se debía a indiferencia ante la tragedia del Bataclan, Le petit Cambodge y Le Carillon, sino a la imposibilidad de hacer lo mismo con las banderas de El Líbano y Malí y así solidarizarse con todas las víctimas, no solo la europeas. Se trata de una actitud encomiable y justa, sí, pero emanada de una reflexión intelectual más que de una  reacción anímica.

La concepción de la humanidad como un conjunto cuyos individuos merecen ser tratados con equidad, por el simple hecho de pertenecer a ella, es una idea abstracta cuyo correlato sentimental es difícil de generar. Tendemos a graduar nuestros afectos, de modo que hay una relación proporcional entre la intensidad de nuestras emociones y la cercanía de nuestra relación con el objeto de nuestro sentimiento. Y aunque una entelequia como ‘los franceses’ tenga el mismo grado de abstracción que ‘los libaneses’, desde el punto de vista de un español el sentimiento de cercanía, de comunidad, de reconocimiento en el otro, es mayor para los primeros que para los segundos. Extraordinarias son las personas capaces de sentir (y digo sentir, no impostar un sentimiento) la misma empatía hacia un conciudadano que hacia alguien a medio mundo de distancia. Aquellos de nosotros que no poseemos esta sensibilidad universalista tendremos que aceptar que nos dolemos más por unas personas que por otras, aunque en el plano teórico seamos unos apasionados defensores del principio según el cual todas las personas poseen los mismos derechos y deberes sin importar su lugar de nacimiento.

Para analizar la diferencia de trato que reciben las víctimas de atentados según el lugar donde estos se produzcan convendría, pues, analizar nuestras expectativas con respecto a estos, las fallas que los separan: Francia es uno de los pilares de la pacífica Europa, país hermano, democrático y vigilado por un ejército y unas fuerzas armadas modernas y eficientes. El Líbano es un país de Oriente Próximo, aledaño a Siria, varias veces en guerra e invadido por Israel y con unas milicias chiíes, Hezbolá, interviniendo en la guerra siria en apoyo a Al Asad. Un atentado allí se encuadra dentro de los esquemas que hemos aprendido a asumir, de modo que es tristemente integrado dentro de los límites de la normalidad. Un atentado en el centro de París rompe radicalmente con nuestra lógica y nos conmociona vivamente debido a un único pensamiento: si ha pasado en París, puede ocurrir en Madrid. Cualquier atentado activa nuestra compasión hacia las víctimas e indignación hacia los verdugos, pero cuando se produce dentro de las fronteras de Occidente entra en juego nuestro miedo, porque podríamos haber sido alguno de nosotros.

No se agotan aquí las explicaciones a las que podemos atenernos para explicar la diferente reacción popular ante los atentados de París y los de allende las fronteras europeas. Por ejemplo, podríamos añadir la divergencia en la cobertura por parte de los  medios de comunicación. La lejanía geográfica, la inseguridad asociada a Oriente Medio y el gran coste que supone mantener un aparato de corresponsales que garanticen un reflejo riguroso de los hechos que corresponden a la sección de Internacional explican (que no justifican) que el tratamiento que recibieron los atentados de Beirut fuera breve, ascético, un refrito de los datos que ofrecían las agencias de comunicación. Todos esos impedimentos no se daban en el caso parisino, donde llegamos al extremo de tener varios corresponsales en distintos puntos de la ciudad, entrevistar a españoles presentes en la capital francesa para conocer cómo se sentían a pesar de no haberse visto involucrados de ninguna manera en el atentado o a repetir hasta la náusea el audio con los disparos producidos en la sala Bataclan, algo que no proporcionaba valor informativo alguno, pero cuyo fin era extender en el tiempo la conmoción que todos sufríamos y así mantenernos pegados a las pantallas[1].

Volvamos ahora al motivo inicial que justifica esta reflexión, la polémica desatada por la inclusión en las fotos de perfil de Facebook de la bandera francesa pero no la libanesa o la maliense. Todos aquellos que justificaron su negativa a hacer uso de la posibilidad de teñir a franjas azul, blanco y rojo su foto en base a la injusticia que suponía que se les negara la posibilidad de hacer lo mismo con las banderas de países que han tenido víctimas provocadas por atentados terroristas tienen toda la razón desde el punto de vista de la razón descarnada, la pura y fría lógica. Una víctima es una víctima en París o en Beirut, y la muerte de inocentes a manos de fanáticos es una derrota para la humanidad tanto en Europa como en Oriente Medio. Sin embargo, manifestarlo públicamente solo demuestra su intento de situarse por encima, de señalar la pureza de sus razones al señalar implícitamente la hipocresía de los que sí hicieron suya la tricolor gala. Minusvaloran la corriente de fraternidad (la palabra no es casual) hacia la sociedad francesa que recorrió Occidente tras los atentados por el simple motivo de tener un origen anímico, no lógico. Echan en cara algo tan humano como que los sentimientos contradigan la razón, y no se dan cuenta de que si ante cada atentado que acaece en el mundo reaccionáramos con la misma intensidad que con el 13N acabaríamos total y completamente insensibilizados.

Pudiera parecer, pues, que defiendo a aquellos que sí utilizaron la bandera francesa. Aquellos que lo hicieron movidos por un verdadero sentimiento de solidaridad hacia los franceses, y no por la inevitable presión social que la proliferación de banderas en Facebook provocó, tienen todo mi reconocimiento, como también lo tienen aquellos que pensaron en la injusticia que suponía no poder hacer lo mismo con todas las demás pero tuvieron la delicadeza de no señalarlo públicamente. Yo no lo hice, y ahora voy a justificar mi acto simplemente con el afán de mostrar que las motivaciones humanas pueden tener tantas explicaciones que erigirnos en juez supremo de todos es absurdo y profundamente hipócrita [2]. Decidí no completar mi foto de perfil con la bandera de Francia por el mismo motivo por el que no lo hice cuando el Tribunal supremo de EE.UU. legalizó el matrimonio igualitario en todo su territorio (suceso que también incitó a Facebook a permitir la inclusión de banderas arco iris en las fotos de perfil). Y es que me niego a que ninguna instancia imponga o regule cuándo o qué sentimientos debo expresar en público. Por su mismo instinto de supervivencia las redes sociales exigen un constante alimento consistente en las emociones de sus usuarios, ya sea la solidaridad con Francia, la indignación contra el propio Facebook por su eurocentrismo en el tema de las banderas o la alegría que supone la igualación de derechos en EE.UU. Hemos creado una dinámica según la cual todo lo que no se expresa en Facebook, Twitter, Instragram o demás manifestaciones de la red no existe, de modo que debe ser expresado con toda su intensidad e inmediatez. Así, intento restituir cierto sentido de la contención, de la sobriedad emocional como medio para mantener mi independencia, mi individualidad[3].

[1] Sobre este punto habría mucho que decir. Yo me limito a señalar que los directos desde París de Antonio García Ferreras en La Sexta violaron varios preceptos básicos de la deontología periodística

[2] Me gusta parafraserar a Orwell a este respecto y decir que todos somos hipócritas, pero algunos más hipócritas que otros

[3]  Remito a la nota inmediatamente anterior a esta a aquellos que detecten la contradicción que supone esta frase en un artículo de 1400 palabras acerca de mi visión sobre un tema

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José Corrales Díaz-Pavón

José Corrales Díaz-Pavón es coordinador editorial de HomoNoSapiens. Filólogo Hispánico, cree, con Eco, que la lectura es una inmortalidad hacia atrás, y ,con Kafka, que un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.

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