¿Queremos vivir bien?

¿Queremos vivir bien?

Imagen| Rafael Guardiola

Hago méritos diariamente para dar el perfil del genuino escéptico moderado y apasionado en busca del máximo de libertad y de justicia, al modo de mi amigo Javier Sádaba (Una ética para el siglo XXI, Madrid: Tecnos, 2020). No es mala idea perseguir el mejor modo de vida para nosotros mismos y los demás –los objetivos aristotélicos de la ética y la política, por cierto, como señala, entre otros, E. Tugendhat, cuando apela al ideal de la “Vida Buena”. Salvo los seguidores de La Venus de las pieles del barón Leopold von Sacher-Masoch, ensimismados y retorcidos en su propio sufrimiento no es un disparate pensar que queremos vivir bien, darnos una buena vida a nivel individual y colectivo, exprimiendo las posibilidades que nos ofrece el libre albedrío en medio de ese marasmo impenitente que es el tiempo.  Mas, como ustedes saben, Cronos no nos da tregua y nos obliga constantemente a elegir el curso de nuestra existencia tomando decisiones y, con ello, replanteándonos nuestras creencias habituales así como nuestra manera de sentir y actuar.

Y la vida se asoma numerosas veces a nuestra mortal existencia sembrando el desasosiego, planteándonos conflictos que nos calan hasta los huesos. Los momentos dulces, “centrados” –como le gusta pensar a mi amigo, el filósofo sevillano Manuel Calvo– no suelen ser abundantes. Vivimos en medio de la apelación constante a las emociones en una vorágine de conflictos multiformes y nos cuesta mucho trabajo asentarnos pacíficamente en un escenario donde imperen políticamente la racionalidad, la tolerancia y la moderación, como sugiere Manuel Calvo en su último libro (Diez razones para ser de centro, Córdoba, Almuzara, 2020). También echamos de menos el calor de la justicia platónica, de una personalidad armónica, en el individuo que rebosa templanza, fortaleza de ánimo y prudencia. Puede ser que los conflictos no sean tan malos, como afirman los profesionales de la mediación, sino una oportunidad singular para ejercitarnos en el diálogo racional y la sana introspección, lejos, muy lejos, de las páginas de los libros de autoayuda.

En definitiva, aunque nos gustaría permanecer en la hamaca saboreando los cotizados instantes de paz, nos enfrentamos con relativa frecuencia a conflictos morales que ponen de manifiesto tanto la condena como el miedo a la libertad, utilizando los conceptos acuñados por Jean-Paul Sartre y Erich Fromm en el siglo pasado. La pandemia generada por la COVID 19 ha dejado al descubierto abiertamente la actualidad y la urgencia de analizar e intentar resolver dilemas morales como expresión de los problemas que entraña nuestra humana moralidad.  Nos topamos con conflictos en los que se enfrentan valores, y para ser más exactos, “valores positivos”. Porque es muy fácil elegir entre un bien y un mal manifiestos (por ejemplo, entre que nos toque el primer premio de la lotería nacional y que nos muerda una serpiente de cascabel). Pero, ¿y si aquello sobre lo que tenemos que elegir son cosas buenas para uno mismo o para los demás? Entonces surge el dilema y nos tenemos que molestar en elegir, puesto que eligiendo el curso de la acción es como somos libres. Quien se niega a elegir ha decidido no ser libre, tal vez ha optado por perder su dignidad y mimetizarse con los artefactos. Por otra parte, la solución –provisional- del dilema vendrá de la mano de la jerarquización de los valores positivos. Uno de ellos prevalecerá sobre el otro en cada situación y tiempo concretos.

              Imagínense por un momento que son profesores de un centro público de secundaria español, que llevan, como yo,  más de treinta y cinco años ejerciendo esta magnífica profesión, y son convocados a una reunión extraordinaria para dirimir, con “buena voluntad” kantiana, la conveniencia o inconveniencia de volver a la enseñanza presencial en el nivel del último curso de Bachillerato y en el último trimestre, después de que el Claustro de Profesorado hubiera optado por la semipresencialidad al principio del curso (lo que implica que el alumnado asista al centro en días alternos y en grupos reducidos a la mitad, con el fin de que se cumpla la “distancia social” y minimizar el riesgo de contagio). Imagínense que, como yo, no tienen vocación de héroe y, encima, no han sido todavía vacunados –como parte de un colectivo de riesgo- por tener más de cincuenta y cinco años y menos de sesenta, quedando por ello fuera de las preferencias de las autoridades sanitarias y educativas. Puede que las autoridades piensen que los profesores veteranos tenemos un pellejo especial que nos hace inmunes ante el virus: nada más vernos, se da la vuelta y respeta nuestras canas. O tal vez sea cosa del vil metal y no quieran ponernos vacunas “caras” en beneficio del ahorro del gasto y la bonanza de las cuentas autonómicas.

E imagínense, finalmente, que dudan, con tanta pulcritud como Descartes, entre defender el valor de la seguridad individual y colectiva de alumnado y profesorado del centro (dado que no hay garantías de que se pueda respetar la distancia social aconsejada por las autoridades sanitarias), y el valor asociado al poder salvífico de la docencia presencial para solventar in extremis los malos resultados académicos del alumnado a estas alturas de curso (al parecer, muy deteriorados por la enseñanza semipresencial y el uso que muchos alumnos hacen de su “libertad” en los días que no asisten a clase). Yo no tengo que imaginarme la situación, porque convivo con ella. Las autoridades sanitarias han prescrito una serie de prohibiciones a la ciudadanía que, curiosamente, acatamos casi sin rechistar, en aras de la salud pública, del bien común, entre las que se encuentra el uso de mascarilla –aunque estemos en medio del campo, el uso de geles hidroalcohólicos, el imperio de la lejía, el confinamiento perimetral, el toque de queda, la limitación del número de personas que puedan asistir a las reuniones y actos públicos, y la distancia social (superior a 1 “Kant”, es decir, a 1,5 metros). Esto último no se puede cumplir en mi centro de trabajo, si los que ocupan el aula son treinta o más alumnos, como a mí me sucede.

¿Qué hacer, como diría Lenin? ¿Cómo ordenaremos los valores dando prioridad a uno frente al otro para resolver el dilema? Les repito que no tengo vocación de héroe ni me considero un iluminado pedagógico, dotado de una capacidad sobrehumana para rellenar en un trimestre las lagunas y deficiencias de aprendizaje graves del alumnado. Mucho menos, un apasionado de la burocracia y de los exabruptos conceptuales de esos psicopedagogos que con tanta facilidad desprecian la inteligencia. Solo se que, si las autoridades sanitarias están en lo cierto –tal vez por ello las respetamos como autoridades- la vuelta a la enseñanza presencial implique que tanto el profesorado como el alumnado –que no ha sido vacunado- podamos correr un riesgo innecesario. ¿De qué le puede servir a un alumno mejorar su resultado en la Selectividad, al parecer, gracias a la labor pigmaliónica de unos osados docentes abandonados en el proceso por la Administración, si ello le lleva a padecer en sus carnes y en su entorno la enfermedad? ¿Los docentes seremos condecorados a título póstumo por morir o quedar tullidos en acto de servicio, como en la escena cumbre de una película norteamericana de militares o policías? ¿Por qué no se rebelan los docentes más aguerridos frente al resto de las medidas de la autoridad –si tan seguros están de que no corren peligro y encima son héroes? Estoy empezando a sospechar, al escuchar a algunos de mis compañeros, en las virtudes innatas de los edificios escolares a la hora de hacer disminuir las cifras de los contagios (propongo, en este caso, que trasladen a los contagiados a ellos, para conseguir la curación).

Soy de esas personas raras que piensan que la mejora de la enseñanza pública española pasa por el incremento sensible de los gastos en Educación, y por la disminución de la ratio, del número de alumnos y alumnas que conviven diariamente en el aula. El principal atractivo de la enseñanza privada radica, precisamente, en la notable reducción de esta sencilla proporción que en la enseñanza pública solo hemos probado en tiempos de pandemia. Doy fe de que así es mucho más fácil enseñar. Bajar la ratio es una medida magnífica por criterios sanitarios y, en general, por razones pedagógicas. Y añado otra propuesta –que no es mía, sino de pensadores como el mentado Kant, que nos anima a salir de nuestro estado de minoría de edad-. Se trata de fomentar con uñas y dientes la autonomía y el espíritu crítico del alumnado en general y del preuniversitario en particular, así como la creatividad de los docentes evitando el paternalismo protector. La enseñanza pública no mejora por la aplicación de recetas pedagógicas gestadas por mentes que nunca han dado clase, ni tampoco por la obediencia ciega por parte del profesorado de las órdenes de políticos poco ejemplares.

Los humanos construimos nuestra vida dentro de una cultura determinada gracias a la vida moral, como si fuese una “obra de arte” dice Javier Sádaba. Con este fin nos movemos ordinariamente entre dos polos: por un lado, viviendo para nosotros mismos, como si no existieran los demás (adoptando una moral mínima de sesgo utilitarista para salvaguardar la integridad de nuestros intereses), y por otro, dando satisfacción a una tendencia altruista que nos impulsa a hacer lo necesario para que todos vivamos mejor y que hace que nos sintamos a gusto con nosotros mismos y con el resto de los humanos. Este último, el de la “alta moralidad”, al menos como ideal –el de la Vida Buena-, conviene tenerlo siempre en nuestro horizonte, afirma el pensador vasco. Así podremos “divinizarnos”, como diría Aristóteles, desarrollando sin vacilaciones el sentimiento de participar de una comunidad moral, esa moral que nos convierte en diestros artistas de nosotros mismos.

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Categories: Pensar

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Rafael Guardiola Iranzo

Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, ha tratado de conciliar, desde entonces, sus dos hemisferios cerebrales, de acuerdo con sus intereses: de un lado, la Lógica, y de otro, la Estética y la reflexión sobre las artes. Profesor de Filosofía desde 1985, en Centros de Bachillerato y Secundaria de Madrid, Palma de Mallorca y Málaga, es el actual Presidente de la Asociación Andaluza de Filosofía, y tiene a gala ser miembro de la Sociedad Española de Filosofía Analítica y coordinar la Plataforma Malagueña en Defensa de la Filosofía. Ha organizado las siete ediciones de la Olimpiada Filosófica de Andalucía en colaboración con Antonio Sánchez Millán y la Final de la VI Olimpiada Filosófica de España en la ciudad de Málaga, una clara muestra, a su juicio, del papel social de la Filosofía y una valiosa cantera de pensadores críticos. Empeñado en que la Filosofía esté en el tejido de la vida cotidiana, colabora habitualmente en la sección de Opinión de “El Mirador de Churriana”, Diario Local del Distrito nº8 de Málaga, ciudad en la que trabaja desde 1994. Es, asimismo, coautor del libro Los Otros. Taller de Filosofía en torno al diálogo platónico Eutifrón (2019) y de traducciones de libros que están en sintonía con sus debilidades especulativas: Cornford, F.M. (1987). Principium sapientiae. Los orígenes del pensamiento filosófico griego. Madrid: Visor; Goodman, N. (1995). De la mente y otras materias. Madrid: Visor; Podro, M. (2001). Los historiadores del arte críticos. Madrid: Antonio Machado Libros; y Fried, M. (2004). Arte y objetualidad. Madrid: Antonio Machado Libros. Ha publicado artículos y reseñas en revistas como Revista de Occidente, Theoria, La balsa de la Medusa, Alfa, Sociedad, Café Montaigne y Filosofía para Niños, y participado en Proyectos de innovación Educativa y Grupos de Trabajo, auspiciados por la Junta de Andalucía. Su mayor mérito: haber recibido ya, por parte del Ayuntamiento de Málaga, un homenaje a su trayectoria como docente, sin haberse jubilado ni haber muerto.

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