Cenicienta, la beguina

Cenicienta, la beguina

Imagen|  Beguinas de la ciudad de Goes en la iglesia, Cecil Hitchcock-Jay

Mi historia se remonta a otros tiempos, tiempos muy antiguos. Muchos fueron los autores que escribieron sobre mí, muchos también los cineastas que llevaron mi historia a la gran pantalla y, muchos más aun los que han leído mi historia. Pero, sabéis, ninguno de ellos, ni Charles Perrault, ni los hermanos Grimm, ni tampoco el napolitano Basile escribió mi verdadera historia, y mucho menos Disney. Es normal, ninguno me conoció y ya se sabe que cuando una historia va de boca en boca termina convirtiéndose en otra historia muy diferente a la original. Pero, vosotros, los que ahora estáis leyendo estas páginas, sois afortunados porque, vais a conocer la realidad de quién soy yo y lo que me ocurrió. Sería muy larga de contar toda mi historia, así que la resumiré. Aunque sé que la parte que más interés despierta es la de la noche del baile en palacio, cuando conocí al príncipe. ¡Ay las historias románticas! Siempre han despertado gran interés entre los lectores de todos los tiempos.

Yo vivía en una aldea de un territorio al norte de Europa, conocido con el nombre de  Hossburg, en una época oscura y triste, especialmente para las mujeres a las que, casi todo lo que les era agradable y placentero les estaba prohibido. Las mujeres nos limitábamos a hacer de criadas de los hombres. Nuestras tareas consistían en lavar, coser, cocinar, fregar, criar a los hijos y entregarnos al placer que los hombres nos reclamaban casi cada noche. Sumidas en estas vidas de trabajo, sacrificio y pocas recompensas para el alma, que asumíamos como algo normal porque no conocíamos otra cosa, transcurrían nuestras vidas. Un día sucedió algo inesperado, yo diría que mágico, que vino a llenar mi vida de esperanza, ilusión y ganas de vivir. Estando en el mercado, escuché a la artesana de uno de los puestos hablar con otra mujer sobre la existencia de un lugar, donde las mujeres vivían juntas, en comunidad, trabajaban para sí mismas y ayudaban a personas necesitadas y enfermas. Lo que más me sorprendió de esta conversación fue cuando la artesana, en tono muy bajito, contó a la otra mujer que, allí las mujeres leían, tocaban instrumentos musicales, dibujaban, pintaban, se reían y podían vivir en libertad sin tener que rendir cuenta a los hombres. Esas palabras se grabaron en mi mente.

No podía dejar de pensar en ese lugar. Imaginar lo maravilloso que sería vivir allí, poder descubrir los infinitos secretos que guardan los libros, oír el celestial sonido de la música, ser respetada… La idea de ese lugar se convirtió en mi obsesión. Despierta y dormida me lo imaginaba. ¡Debía ir allí! No podía quitármelo de la cabeza. No quería esperar. Harta de vivir bajo el dominio de mi madrastra, el desprecio de mis hermanastras y la casi total ausencia de mi padre, decidí marcharme y encontrar ese paraíso. Preparé un hatillo con mis pocas pertenencias y me dispuse a tomar el camino del sur. Ya conocéis el dicho que dice: «Preguntando se llega a Roma», y yo, tras varios días de viaje y algunas adversidades, llegué a la región de Flandes, que es donde estaba ese lugar tan deseado, del que la artesana hablara en el mercado.

Jamás hubiese imaginado que podían existir lugares tan hermosos en el mundo, pero existían y yo estaba en uno de ellos. El río Escalda bañaba esta maravillosa ciudad y un grandioso castillo, el Castillo de Steen, reposaba en una de sus orillas. También había soportales debajo de esos impresionantes edificios donde se juntaban por gremios los artesanos de la ciudad. Muchos de ellos trabajaban la lana; otros, enseres y aparejos para la pesca; otros, la madera y así un sinfín de oficios que ni siquiera podía imaginar que existían. Asombrada ante tan enorme gentío, tanto bullicio, tantas cosas desconocidas y atrayentes, casi creí desmayarme con tantas emociones; pero no. Recuperé el aliento y la fuerza necesaria para seguir buscando a esas mujeres. Volví a preguntar para que me orientasen y tras deambular por amplias calles, llegué al que sería mi nuevo y verdadero hogar; lo presentí desde el primer momento, mi corazón me lo dijo.

Una casa de dimensiones enormes, con una alta reja, daba acceso a un pequeño jardín y éste a su vez al interior de la casa. Sentadas en el pequeño jardín un grupito de mujeres, todas vestidas igual, bordaban bajo la luz del sol, a la par que se acompañaban de hermosos cánticos, parecidos a los que deben cantar los ángeles en el cielo. Una de ellas debió intuir mi presencia y levantó la vista de su tarea, la dejó cuidadosamente a un lado, se levantó y se aproximó hacia mí. En ese instante, mi vida cambió. Sin ser juzgada, ni interrogada, estas mujeres que vivían libremente en comunidad empezaron a tratarme con confianza, dulzura y aprecio. En poco tiempo, sentí el calor de sus corazones en su amistad desinteresada.

Convivimos juntas y felices, realizadas y respetadas como personas y, especialmente, como mujeres en nuestro mundo, un mundo lleno de espiritualidad, fraternidad y “sororidad”, palabra que se ha puesto de moda en vuestro tiempo, pero que nosotras ya conocíamos porque la practicábamos a diario. Por las mañanas, entre todas, realizábamos las tareas relacionadas con la casa, la alimentación y el cuidado de personas enfermas. Después, cada una de nosotras se dedicaba a aquella actividad que le era más afín y para la que tenía mejores dotes. Yo me dediqué al canto. Desconocía que de mi voz pudiese salir tal tonalidad de colores y, mezclada con la de mis compañeras y amigas, brotasen armonías tan bellas como el canto de los pájaros tras retirarse la lluvia.

Desconocía que la vida pudiera llegar a proporcionarnos esas dosis de felicidad que yo vivía. Cada mañana agradecía al Universo nuestro bienestar. Así, en calma, transcurrieron los años.

Un día un mensajero llegó a nuestra casa con una misiva. Era una invitación al castillo de Steen. El príncipe Norberto nos invitaba a participar en la fiesta dedicada a su padre, el rey, por sus cincuenta años de reinado. Quería que el grupo de canto tuviese a bien interpretar algunas de nuestras canciones en tan solemne ceremonia. Aquello fue una enorme sorpresa para nosotras, nos dejó perplejas. Nosotras, que vivíamos de una forma tan modesta, invitadas a palacio… Pero no podíamos negarnos, ya que el príncipe y su padre habían colaborado en numerosas ocasiones con nuestras labores, ofreciéndonos aquello que habíamos necesitado. ¡Qué emoción! ¡Yo nunca había estado en un castillo! ¡Nunca había conocido a un príncipe y, menos aún a un Rey! Rápidamente nos pusimos manos a la obra y empezamos a preparar todo lo que necesitábamos para esa fiesta.

Una y otra y otra vez repasamos nuestro repertorio musical. ¡No podíamos fallar un día de tanta importancia para el anciano rey! Además, yo era la voz solista. Tomaría mucha miel y clara de huevo para que mi voz sonase límpida y pura. ¡Cuánta responsabilidad! Las costureras nos hicieron nuevos y discretos vestidos en color beige, el mío color ceniza para así diferenciarme, como solista, de las demás compañeras. A partir de ese momento me empezaron a llamar Cenicienta. Luthiers y ebanistas repasaron y sacaron brillo a nuestros antiguos instrumentos musicales. El gremio del cuero nos diseñó unos bellísimos zapatos repujados. Aunque, he de decir, que los míos me quedaban un poco grandes. En este momento hago un paréntesis en mi historia, porque considero de gran importancia aclarar algunos datos.

Veréis, ya os dije al principio, que Charles Perrault fue uno de los escritores que contó mi historia. Cuando hizo entrega en la imprenta del original de mi historia, el encargado de componer los textos cambió por error la palabra ‘vaire’ (un tipo de cuero con el que se hacen zapatos). Por un error, que se ha ido manteniendo a lo largo de la historia, resultó que mi zapato, el de Cenicienta, pasó a estar hecho de ‘verre’, que significa ‘cristal’. Así se publicó y así ha ido transcendiendo. ¿Nunca os ha parecido extraño un zapato hecho de cristal? Sería demasiado frágil, ¿no creéis? Continúo.

Llegó el día de la fiesta del rey y nosotras, las cantoras, fuimos trasladadas al Castillo en un hermoso carruaje tirado por seis bellos corceles blancos. El cochero y su ayudante iban sentados en el pescante, ataviados con hermosos trajes y bellos sombreros, parecían príncipes. En breve tiempo llegamos a la puerta del Castillo que lucía iluminado con grandes antorchas. Otros «príncipes» custodiaban y daban la bienvenida a los invitados que poco a poco iban llegando. Jamás imaginé que un castillo fuese así. Mil veces lo había visto por fuera, pero era la primera vez que estaba en su interior. Quedé deslumbrada ante tanto lujo y boato. Pensé para mis adentros: «con uno solo de estos muebles o cuadros o cortinajes, se podrían sanar y alimentar a todos los enfermos y necesitados de la ciudad». Absorta en mis pensamientos y deslumbrada ante la pomposidad de esa estancia, la voz de nuestra «Grand Dame» me hizo regresar al lugar en el que estaba. Fui presentada al Príncipe. Nunca antes en mi vida había visto a ningún hombre así. Se parecía a esos adonis que vimos una vez en un incunable dedicado al arte griego. Tampoco antes había sentido de ese modo la intensa y profunda mirada de un hombre en la mía. Creí desvanecerme; por suerte no lo hice. Me repuse y nos dispusimos a cantar nuestro repertorio.

Creo que durante un rato, Euterpe se adueñó de mi espíritu y de mi voz. Ni el mayor coro celestial sonó como nuestras voces aquella noche. Fuimos ovacionadas, aclamadas, admiradas, aplaudidas por el numeroso público allí reunido y especialmente por el homenajeado, el anciano rey. No cabíamos de gozo. Y así, gozosas y algo aturdidas ante tanto halago, nos marchamos a prisa a nuestro hogar, para contar a nuestras compañeras lo acaecido en esa mágica noche. De pronto, tropecé y me pisé el vestido nuevo. Mi zapato salió despedido. Con tan poca poca luz y la mucha prisa no paré a buscarlo. Esa noche debido a tantas y tan agradables experiencias, no pude dormir. He de reconocer que los ojos del príncipe no se iban ni un solo instante de mi pensamiento.

Al día siguiente sucedió algo extraordinario, sorprendente. El príncipe en persona apareció en nuestra puerta, con mi zapato de cuero repujado en sus manos. Lo acompañaba otro hombre guapo y muy bien ataviado, parecía un efebo. ¡Y nos lo presentó como su pareja! «Mi gozo en un pozo, la primera vez que me fijo en un hombre, en fin…” La finalidad de su visita era agradecernos nuestra actuación musical y devolverme mi zapato. Yo se lo regalé como recuerdo de ese concierto maravilloso, y me quedé con el otro, como recuerdo de un «amor» frustrado. Así que ya sabéis, de zapatitos de cristal nada de nada.

Quizás os atraiga más la historia que se ha contado durante siglos, pero esta es mi verdadera historia. Ahora vosotros sois libres de elegir la que más os guste. Y para terminar, me gustaría pediros una cosa: investigad sobre las Beguinas, esa comunidad de mujeres libres surgida en los Países Bajos y Alemania, que vivieron en el siglo XII, cuya existencia perduró hasta vuestros días, siendo consideradas el primer grupo feminista de la historia.

Categories: Literaria, Monográfico 8M

About Author

Cristina Frontana Martín

Nací en un pueblo bañado por el Mediterráneo, donde se han asentado numerosas culturas, desde los albores de la historia. Por eso, soy “sexitana”. Desde muy joven amé la literatura. Cursé estudios de Filología Hispánica en la UGR. Y, puedo presumir de haber tenido a grandísimos profesores, entre ellos, Luis García Montero por el que siento una profunda admiración. Actualmente, vivo en Torre del Mar y, desde hace unos años, he vuelvo al teatro de la mano del grupo “Júbilo”. Actividad que disfruto enormemente gracias a mis compañeros y a su director, Alfonso Gil Mantecas, un apasionado de la vida. Desde siempre he escrito poesía, aunque, solo para mí. Hace poco me atreví a presentarla en público y he obtenido dos accésits. Y aquí sigo, en medio de esta vorágine que es la vida, entre bambalinas, libros, música y en la compañía de los mejores amigos.

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