Monográfico Libertad o Seguridad: división de poderes y pluralismo.
Ilustración| Sócrates, Fernando Iborra
La pregunta que nos convoca a estas VIII Olimpiadas de Filosofía, “¿Libertad o seguridad?”, probablemente iluminada por la trágica y dolorosa experiencia provocada por la crisis mundial de la Covid-19, que afecta a casi todos los órdenes de la vida: salud, trabajo, sociedad, economía, política… nos invita a elegir, pero antes de renunciar a uno de estos dos valores esenciales en este planteamiento disyuntivo, convendría reformular la pregunta, pues sospecho que sin cierta seguridad no hay libertad, del mismo modo que sin ciertas libertades no hay seguridad que valga la pena.
Se diría que estas dos primeras décadas del siglo XXI, desde la cadena de atentados terroristas que ha padecido y sigue padeciendo el mundo, comenzando por el más icónico del 11-S, hasta la actual crisis provocada por la pandemia del coronavirus, nos ha llevado a plantearnos recurrentemente este dilema moral: ¿Libertad o seguridad? Un lúcido testigo de nuestra época, el artista Cristóbal Toral, ha reflejado algunos de los problemas, contradicciones y perplejidades que experimentamos en torno a ellos a través de su pintura, por ejemplo, en Zona de control (2017), donde no sin ironía observamos cómo una mujer desnuda está siendo examinada por un miembro de seguridad, mientras al fondo un hombre, todavía vestido, levanta las manos en son de paz. Son escenas que se han repetido innumerables veces en aeropuertos, estaciones de trenes y fronteras. ¿No se hace un uso desproporcionado de la seguridad en detrimento de la libertad?
Ante los primeros brotes de la pandemia y las consiguientes reacciones de no pocos Estados democráticos (Italia, España, Francia, Alemania, Inglaterra…), que en numerosas ocasiones se declararon en estado de alarma y a veces, cabe interpretar, de excepción, el filósofo Giorgio Agamben, sensible a estas cuestiones en tanto que es el autor de algunas de las obras más iluminadoras que se han escrito sobre este asunto en las últimas décadas, vislumbró signos de abuso de poder por parte de los Estados, por momentos no muy lejanos a Estados Totalitarios. ¿Hasta qué punto está justificado este uso/abuso de poder por parte de los Estados, que restringen, cuando no suspenden o anulan libertades fundamentales de las personas, en las situaciones provocadas por la pandemia? (Me ocupé de algunos de estos temas hace unos meses en el artículo “Del Estado en cuestión”, publicado en Homonosapiens).
Es la biopolítica, concepto acuñado por Michel Foucault, y con el que nos referimos a la gestión política de la vida, a las intervenciones del poder, en sus múltiples sentidos, pero sobre todo político y jurídico, en la vida humana. Los llamados intelectuales, con mayor o menor suerte, ejercen de guardianes de la libertad, pero estas responsabilidades no sólo recaen en ellos. Con la paulatina emancipación de la Ilustración es un deber de los ciudadanos en general en tanto que sujetos soberanos de las democracias.
Sin embargo, insisto, planteado de manera dicotómica (“¿libertad o seguridad?”), nos obliga a elegir fatalmente entre lo uno o lo otro. Con el antecedente de John Locke en el Segundo Tratado del Gobierno Civil (1690), al menos desde El espíritu de las leyes (1748), de Montesquieu, sabemos que la división de poderes es un requisito imprescindible para controlar los abusos de poder, para evitar que el poder se concentre y acabe siendo totalitario:
“La libertad política solo se encuentra en las reformas de gobierno moderadas. (…) Se encuentre solo allí donde no se abusa del poder; pero siempre se ha hecho la experiencia de que aquel que tiene poder, tiende a abusar de él: llega todo lo lejos que puede, hasta que choca con un límite. Por inverosímil que parezca, incluso la virtud necesita límites. Para impedir el abuso de poder, el poder se debe poner límites al poder en virtud del orden de las cosas. (…) En todo Estado hay tres tipos de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo con respecto a los asuntos que dependen del derecho de gentes, y el poder judicial (…) Todo se perdería si el mismo hombre o la misma corporación de grandes, de nobles, o del pueblo ejerciese estos tres poderes: el poder de dar leyes, el de ejecutar las resoluciones del derecho público, y el de juzgar los crímenes o los pleitos de los individuos”.
Cualquier sociedad, al igual que cualquier persona, necesita para desarrollarse convivir con una pluralidad de valores ético-políticos (paz, seguridad, libertad, responsabilidad, justicia, igualdad, tolerancia, solidaridad…). Quizá uno de los pensadores que en los últimos años ha reflexionado más profundamente sobre la importancia decisiva de la división de poderes, no ya en un sentido político, sino ontológico, es el filósofo Odo Marquard:
“Para los seres humanos solo hay libertad individual allí donde no están sometidos a la intervención exclusiva de un único poder omnímodo, sino que existen varios poderes en la realidad (independientes entre sí), que al agolparse por intervenir sobre el individuo, se impiden unos a otros la intervención, y se limitan mutuamente. Solo porque cada una de las potencias reales que forman esta pluralidad (formaciones políticas, fuerzas económicas, poderes sacros, historias, convicciones, costumbres y tradiciones, culturas) limita y atenúa la intervención de las otras, cobran los seres humanos su distancia y su libertad frente a la intervención todopoderosa de cada una de ellas. De este modo, el individuo vive de la división de poderes: sola divisione individuum”.
(“Sola divisione individuum. Consideraciones sobre el individuo y la división de poderes”, reunido en Individuo y división de poderes. Estudios filosóficos, trad. José Luis López de Lizaga, Madrid, Trotta, 2012, p. 82)
¿Se encuentra esta división de poderes en la propia naturaleza o acaso es fruto de la evolución de las especies y la selección natural? Aunque de la naturaleza a la libertad pasamos del “ser” al “deber ser”, reinos separados tantas veces por un abismo, pero a la vez dialéctica interminable que tiene en Kant a uno de sus principales arquitectos, en cualquier caso, tengo para mí que no pocos de los progresos que se han dado en las últimas décadas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y que no están exentos de perderse si no nos esforzamos en mantenerlos, han comenzado por disolver una disyunción y transformarla en una conjunción: en lugar de “libertad o seguridad” más bien “libertad y seguridad”. Sospecho que la respuesta más valiosa para nuestra convivencia social y democrática va por ahí.
Ciertamente, el valor fundamental de los modernos, por lo menos desde la Ilustración y, en particular, desde Kant, es la libertad. En términos suyos es la ratio essendi de la ética, de la misma manera que es la ética es la ratio cognoscendi de la libertad. Es decir, la libertad es la condición de posibilidad de la ética: si no somos libres, ¿qué sentido tiene juzgar si una acción es responsable o irresponsable, justa o injusta? Tiene sentido en la medida en que somos, o suponemos que somos, libres (algo que se pone en tela de juicio desde las recientes investigaciones en neurociencias; pienso en Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, de David Eagleman).
Recuérdese que para Kant la libertad no es una experiencia de facto, sino un postulado de la razón práctica. Ahora bien, sin ese postulado de la libertad se caería el edificio jurídico que nos sostiene, pues el derecho presupone que nosotros, los seres humanos, somos responsables, lo que equivale a decir que somos libres… Quizá sea una ficción, mas una ficción que, en términos de un sociólogo, “produce efectos de realidad y efectos en la realidad”. Un discípulo de Kant, Lichtenberg, declaró en uno de sus memorables aforismos que “el ser humano es ya un animal extraordinario por el hecho de creerse libre”.
También lo es por el hecho de cuestionarse su (supuesta) libertad, esto es, por su dimensión ético-política, lo que paradójicamente puede ampliar nuestros márgenes de libertad. Precisamente una de las funciones de la ética es conocer cómo se puede desplegar al máximo posible la libertad para autodeterminarnos individualmente según nuestros planes de vida y el horizonte histórico-cultural en que vivamos al tiempo que respetamos de manera simétrica y recíproca a los otros. Pero aunque la libertad sea uno de los valores fundamentales de los modernos, ni la ética, ni la vida social, se reduce únicamente a ella. Hay en todo tiempo otros valores en juego que fecundan nuestra vida. El historiador de las ideas Isaiah Berlin lo reivindicó así:
“El pluralismo, que implica libertad “negativa”, me parece un ideal más verdadero y más humano que los fines de aquellos que buscan en las grandes estructuras disciplinarias y autoritarias el ideal del autocontrol “positivo” de las clases, de los pueblos o de la entera humanidad. Es más verdadero porque, al menos, reconoce el hecho de que los fines humanos son múltiples, son en parte inconmensurables y están en permanente conflicto. Suponer que todos los valores pueden medirse con el mismo patrón, de forma que sea mera cuestión de examen saber cuál es el superior, me parece una forma de ocultar que sabemos que los seres humanos son agentes libres, y aparentar que las decisiones morales pueden tomarse, en principio, mediante una regla de cálculo. Afirmar que hay una síntesis última que lo reconcilia todo, todavía por realizarse, en la que deber e interés son lo mismo; libertad individual y democracia pura o estado autoritario son lo mismo; es tapar con metafísica lo que no es sino autoengaño o pura hipocresía”.
(“Dos conceptos de libertad”, recogido en Dos conceptos de libertad y otros escritos, selección, traducción e introducción y notas de Ángel Rivero, Madrid, Alianza, 2008, p. 113)
Una de las preguntas fundamentales de la filosofía y las ciencias políticas es: ¿Por qué los individuos tenemos que obedecer al Estado o a sus representantes? ¿Dónde reside su autoridad y su legitimidad? Son cuestiones esenciales que interpelan una vez más a nuestra libertad y seguridad. Hobbes, uno de los fundadores de la filosofía política moderna y el que inaugura el contractualismo, que luego seguirán, cada uno a su manera, Locke, Rousseau y, más recientemente, Rawls, defenderá que, dado que los seres humanos en estado de naturaleza estamos en guerra los unos contra los otros, ya sea para conservar la vida, conseguir el bien de los más próximos (“afecto conyugal”) y obtener los medios necesarios para una vida confortable, los individuos renunciamos a nuestros poderes y se lo concedemos al Estado a fin de que este, presumiblemente de forma más eficaz e imparcial, resuelva nuestros imperecederos conflictos.
Otros autores criticaron a Hobbes que nadie ha firmado nunca dicho contrato para otorgarle tal poder al Estado, que carecemos de pruebas que confirmen o desmientan que esto ha sucedido alguna vez. Pero la teoría de Hobbes no sólo es una explicación filosófica o una hipótesis de cómo pudo surgir el Estado, sino además una forma de advertirnos que el estado de naturaleza es una posibilidad siempre presente, ante la cual contamos con una razón suficiente para querer que el Leviatán siga existiendo.
A partir de El contrato social (1762), de Rousseau, el pensamiento político de Hobbes se ha interpretado a menudo como una justificación del poder absoluto, como el instaurador teórico del totalitarismo. Desde luego, no tiene por qué ser así. Esto depende del ejercicio del poder que hagamos los ciudadanos, las instituciones y los representantes políticos. Desde otra perspectiva se puede apreciar el pensamiento de Hobbes, en palabras de Fernando Savater, “no hay otra soberanía que la que proviene de un pacto entre los seres humanos según su mutua conveniencia y mutuo deseo de seguridad y prosperidad” (La aventura de pensar, Barcelona, Debate, 2008, p. 68).
Es cierto que no todo pacto es legítimo por el hecho de ser un acuerdo (evidentemente, los hay desde posiciones muy asimétricas); pero con frecuencia los contratos, en tanto que acuerdan las diferencias de las distintas voluntades, producen legitimidad moral y política. Para cumplir con los principios de libertad, igualdad y universalidad, ¿acaso no es la moral “un sistema de exigencias recíprocas” (Rawls y Tugendaht)?
No obstante, según Max Weber, “el Estado es la única fuente del ´derecho` a la violencia” (“La política como vocación”, en El político y el científico, trad. Francisco Rubio Llorente, Madrid, Alianza, 1972, p. 84). Nos guste o no, esta es una descripción de facto del poder político y jurídico. Uno de nuestros deberes como ciudadanos de un Estado democrático es procurar que tal violencia sea, en la medida de lo posible, racional y legítima, aunque esto pueda parece una contradicción en sus términos. Pues, de acuerdo con Spinoza, el Estado está concebido “para liberar al individuo del temor, para que viva tanto como sea posible en seguridad, es decir, para que conserve, tan bien como pueda y sin perjuicio para el prójimo, su derecho natural de existir y actuar (…) El fin del Estado es, pues, la libertad”.
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