Monográfico Libertad o Seguridad: ¡Seguridad! ¡Seguridad! ¡Llamen a seguridad!

Monográfico Libertad o Seguridad: ¡Seguridad! ¡Seguridad! ¡Llamen a seguridad!

Imagen| Pitágoras, Fernando Ivorra

Definitivamente la libertad está muy sobrevalorada. Es uno de esos conceptos irremediablemente positivos en la teoría, pero absolutamente insufribles en la práctica. A todos nos encanta el derecho a “decidir” o “elegir” hasta que tenemos que elegir o decidir de verdad. Yo compruebo esa paradoja siempre que voy a la sección de vinos del Carrefour. Comparándola a escala con mi diminuta dimensión de consumidor, la oferta alcohólica es cercana al infinito. Como soy neoliberal debería felicitarme por la capacidad del mercado de ofrecer una colección de vinos tan increíblemente variada. ¿Acaso diría que soy libre de elegir si sólo hubiera una clase de vino? Venga ya, no estamos en la Rusia comunista. Después de todo, ya ir al Carrefour supuso una decisión bastante rupturista porque yo voy siempre al Mercadona. Pero a veces hay que “echar una cana al aire”, como se decía antes. Así que allá voy a la casi infinita sección de alcoholes del Carrefour y compro siempre el mismo vino. A saber, el mismo que ya compro en el Mercadona. Apostaría la vida de mis hijos a que el vino de mis sueños se encuentra en esas largas estanterías cuyo final no se atisba y que, por supuesto, nunca me atreveré a recorrer. Pero aunque mi existencia fuera más larga que la de los Rolling Stones y la capacidad de resistencia de mi hígado estuviera en los niveles de Keith Richards en sus años mozos mi pequeño cerebro no podría procesar tanta información. Curiosamente, a medida que el nivel de la oferta se fuera reduciendo aumentaría la probabilidad de que yo probara un vino desconocido y pudiera luego recordarlo. De lo cual se deduce la también aparente paradoja de que aumentar la libertad no significa incrementar las opciones de elección sino justamente lo contrario, a saber, reducirlas hasta que se correspondan con mi capacidad de análisis y memorización.

Es un lugar común de la lógica y la inteligencia artificial que los procesos heurísticos de toma de decisiones operan seleccionando rutas y “podando ramas”. Si se transmiten los datos por todas las vías posibles se producen “explosiones combinatorias”, procesos absolutamente inmanejables incluso con las capacidades de computación más elevadas. Se podría poner como ejemplo de esto el desciframiento por parte de Alan Turing y su equipo de la máquina Enigma de los nazis, que cifraba los mensajes de todo el ejército alemán. La famosa “bomba” que creó el genio de Turing no alcanzó ningún resultado mientras se limitaba a probar todas las posibilidades de configuración. Sólo supo descifrar los mensajes cuando se empezó a limitar su campo de búsqueda a los informes meteorológicos, donde había términos que aparecían siempre, como “tiempo” y “¡Heil Hitler!”, coletillas que el equipo denominaba “chuletas”[1]. Fue en aquellos años de inicio de las ciencias de la computación cuando el propio Turing planteó cuál es el mayor problema teórico y práctico de todo proceso heurístico de toma de decisiones o  Entscheidungsproblem, es decir, de toda conducta libre: ¿Cuándo termina el proceso? Se denominó “el problema de la parada”[2]. En un proceso algorítmico, determinista, donde estamos aplicando secuenciadas un número finito y ordenado de reglas, sabemos que tarde o temprano encontraremos la solución, por la sencilla razón de que esa solución es generada por las reglas. Nuestro único problema es la correcta aplicación de las instrucciones. Pensemos, por ejemplo, en cualquier operación aritmética. Turing demostró que el proceso heurístico, por el contrario, es indecidible, es decir, no existe un procedimiento mecánico finito que nos permita afirmar a priori si una máquina de Turing va a detenerse porque ha encontrado la solución a un problema. De eso se puede deducir que cuando ejercemos nuestra libertad estableciendo rutas lo estamos haciendo bajo un principio de inseguridad. Nada nos garantiza que encontraremos la solución a un determinado problema porque nada nos garantiza que esa solución exista. Interpretado psicológicamente de ahí viene ese instinto que utilizamos en todos los ámbitos de la vida de usar nuestras propias “chuletas”, es decir, soluciones que ya han demostrado su efectividad en el pasado pero que, ay, suelen ser inútiles para resolver los problemas nuevos. Por tanto, la inseguridad y, como nos recordó Erich Fromm, el miedo, están en la esencia de la libertad[3].

Pero hay más. En los procesos algorítmicos deterministas los problemas tienen soluciones “puras” porque no hay otra opción más que la contemplada por las reglas. Y aun así, como ha estudiado la “teoría del caos”, incluso sistemas deterministas pueden realizar comportamientos impredecibles cuando las variables son instanciadas con un flujo continuo de datos[4]. En los procesos heurísticos las consecuencias son peores. Cuando tomamos decisiones en la vida cotidiana o en cualquier ámbito social, económico o político, los problemas no están definidos, por así decir, de forma unívoca. Ante un problema dado puede que solo encontremos una solución a una parte de dicho problema pero no a todo. O que la solución genere problemas nuevos. O, sencillamente, que no exista la solución más que en nuestra ideología utópica pero no en la realidad. Y así estamos, huyendo hacia adelante, sin saber si el proceso se detendrá o no.

Como es sabido, los ámbitos que nos condicionan son muy amplios: el cerebro, la economía, la educación, el inconsciente, la enfermedad, los genes, etc. etc. No habría ningún inconveniente en defender el determinismo y considerarnos a nosotros mismos como autómatas programados si todas las decisiones que tomáramos algorítmicamente fueran correctas. Pero lo que nunca nos han explicado los deterministas es cómo son posibles el error y la incorrección. O peor, por qué nos vemos obligados a plantear problemas en los que todas las soluciones posibles son a priori indeseables. Por seguir en la Segunda Guerra Mundial, pensemos en el episodio histórico en el que un ser humano ha tomado la decisión más terrible que nadie se ha visto forzado a tomar jamás. En la guerra del Pacífico, cuanto más se acercaba la derrota final de Japón tanto más horrorosas eran las consecuencias del conflicto. Dejando a un lado Iwo Jima, que era simplemente una isla estratégica, la primera y última batalla que se libró en suelo japonés habitado, Okinawa, resultó ser una de las más crueles y sangrientas de la historia. Según la versión oficial de los acontecimientos, que suele ser la buena, los norteamericanos comprobaron in situ la hecatombe que podría suponer una invasión completa de Japón. Los japoneses estaban derrotados militarmente pero su nivel de fanatismo seguía intacto. Las niñas japonesas atacaban a los marines con cañas de bambú afiladas. Es entonces cuando al presidente de Estados Unidos, Harry Truman, se le plantea la opción de arrojar la bomba atómica. Probablemente si defendiéramos ante Truman el “derecho a decidir” lo consideraría una broma de mal gusto.  Él no quería decidir. Pero nadie podía decidir por él. Su drama nos lo sabrían explicar mejor esos médicos que se dedicaron al “triaje” durante los peores momentos de la pandemia, decidiendo sin querer decidir quién vive y quién muere.

A los psicólogos y otros científicos de la conducta les encanta hacer experimentos en los que la gente queda retratada como estúpida, mentirosa o cruel. Esto es así porque siempre hay información que se le oculta a los sujetos que participan en los experimentos. Es decir, que a los conejillos de indias se les engaña sistemáticamente. El experimentador deja al pobre niño solo delante de la bandeja de bombones. Pero no le dice que lo está observando escondido. Otras veces plantean experimentos mentales en los que, aunque sea virtualmente, se nos obliga a asumir comportamientos que bajo ningún concepto desearíamos realizar. Uno de los más famosos es el del “dilema del tranvía”[5]. Vas en un tranvía descontrolado y llegas a una bifurcación. Si tomas una dirección matas a cinco personas que están atadas a la vía. No obstante, puedes tomar otro desvío donde sólo matas a una persona. ¿Lo vamos pillando? Siempre hay que matar a alguien. Para los que viajamos en ese tranvía (a saber, toda la humanidad salvo los científicos) ese dilema se plantea en toda su crudeza porque lo que queremos saber es qué opción debemos, justificadamente, tomar. No tiene ningún sentido que se nos explique cómo nos comportamos. Simplemente no deseamos tomar esa decisión. Queremos que la opción A signifique matar a veinte niños y la B sea, por ejemplo, que el tranvía llegue a un chiringuito playero donde nos espera una rubia pechugona con una suculenta paella. Pero la vida, nos diría el presidente Truman, no funciona así. En estas circunstancias, ser libre es, como sentenció Sartre, una condena. Si, para colmo, resultaran ciertas todas esas teorías que dicen que el cerebro nos engaña y que toma las decisiones antes de que seamos conscientes de ellas, la condición humana sería sarcástica además de trágica. O sea, que lanzamos no una sino dos bombas atómicas y ni siquiera sabemos por qué las estamos lanzando. Hay que joderse. Si yo pudiera hablar con mi cerebro, como hace Homer Simpson, le preguntaría si él se siente tan inseguro como yo a la hora de tomar las decisiones que se supone que yo no estoy tomando, pero él sí. ¿Y si nos dijera que a él también lo están engañando? ¿Eh?[6]

El prestigio de que goza la libertad en nuestra cultura se debe a que es un concepto construido fundamentalmente a partir de la política, incluso en ese sentido de la “libertad negativa” que identificó Isaiah Berlin como ausencia de coacción externa[7]. Como a todos nos gusta hacer lo que queremos hacer y nos desagradan las imposiciones del Estado, la delincuencia o quien sea, valoramos mucho la libertad. Obviamente. La libertad política, no obstante, no elimina ninguno de los inconvenientes ni servidumbres de la libertad interna. Sin embargo, hay gente que piensa, erróneamente, que el determinismo político puede ofrecer un antídoto a la inseguridad, por así decir, existencial. El principal inconveniente de esto es que ese determinismo político sólo pueda operar de forma autoritaria porque está utilizando un mecanismo utópico, es decir, compara la realidad actual con la hipotética realidad futura. Por eso la tesis principal de esos individuos a quienes Arthur Koetsler llamó “deterministas con pistola” es la distinción entre una libertad “verdadera” (futura) y una “falsa” (actual). Hoy no se fía, mañana sí. A poco que nos fijemos nos daremos cuenta de que todos los dilemas planteados en la esfera pública generan debates sobre la verdad o falsedad de la libertad subjetiva. Drogas, prostitución, aborto, gestación subrogada, eutanasia/suicidio, inmigración… Lo que sea. Pero a la hora de discutir si establecemos libertades políticas o no, los únicos argumentos deberían ser de tipo político porque, en realidad, todos estos debates pueden reducirse a uno solo, a saber, cuáles son los límites que se han de poner mediante el derecho al poder coactivo del Estado. Libertad negativa, el muro de Berlin.

Eliminar libertades políticas no aumenta nuestra seguridad subjetiva. La cuestión es si aumenta nuestra seguridad política. Nuestros derechos. La dialéctica entre libertad y seguridad tendría sentido si existiera entre esos fenómenos una relación de proporcionalidad. Es decir, si disminuir la capacidad coactiva del Estado supusiera un aumento de la inseguridad política, jurídica o simplemente ciudadana. Y que aumentar la capacidad de represión supusiera un crecimiento de la seguridad. Mi respuesta es que eso puede ocurrir, pero sólo contingentemente. No hay un vínculo necesario entre libertad y seguridad en el sentido político. Porque podemos perder ambas cosas. La libertad es un anhelo que, como hemos visto, oculta una condición trágica o simplemente negativa. Pero la seguridad es un imperativo vital. Sería concebible un estado de felicidad sin libertad si, como dije antes, sólo realizáramos conductas correctas y los problemas de la vida tuvieran un planteamiento elemental y perfectamente definido. Lo que no podemos es encontrar felicidad en la inseguridad. Inténtenlo. No hay manera.

La seguridad es una absoluta necesidad. La necesidad de seguir existiendo, por lo menos mientras merezca la pena. Normalmente asignamos a la seguridad un papel secundario porque seguimos aplicando el esquematismo de las ideologías políticas. Priorizar la seguridad sobre la libertad es un planteamiento conservador ¿verdad amigos? Pero tal vez podríamos curarnos de esa irremediable dolencia cuyo síntoma es no querer ser conservadores si distinguiéramos entre políticas autoritarias y políticas que se hacen por autoritarismo. Kantian style. Por ejemplo, el confinamiento de la población durante la pandemia del coronavirus fue una medida autoritaria que, eficaz o no, no se realizó por autoritarismo. Como tantos otros, yo también iba al Mercadona a comprar la comida de mis hijos absolutamente muerto de miedo. Pero entendía que no se trataba de nada personal. Realmente había (y hay) un problema. Quizá la distinción que propongo sirviera para reconocer esos momentos contingentes en los que, efectivamente, los sueños de la libertad han generado los monstruos del totalitarismo, ejercido por el Estado o por delincuentes a título particular. Tal vez lo que necesitemos sea una libertad que no sueñe con su pleno advenimiento en el futuro sino que trate con la realidad de nuestro tiempo. Cuando la utopía se convierte en un obstáculo para afrontar los conflictos del presente lo mejor es abandonarla. “Después de todo”, como dijo Don Vito Corleone, “no somos comunistas”.

Y, por mucho que nos empeñemos, el Estado no va a resolver nuestra angustia a la hora de tomar decisiones. Este es un pecado original que traemos de serie. Si quieren echarle la culpa del drama a alguien échensela a la evolución, que creó la conciencia y, por tanto, la necesidad de procesar más cantidad de información, la capacidad de imaginar realidades no percibidas, de fijar objetivos y la posibilidad de desarrollar conductas erróneas. No podemos desprendernos de esa inseguridad vital. No sabemos si nuestros problemas tienen solución. La máquina, de momento, no se para.


[1]V. Jack Copeland, Alan Turing, El pionero de la era de la información, Ed. Turner, Madrid 2013.

[2]El legendario artículo de Turing es Alan Turing, «On computable numbers, with an application to the Entscheidungsproblem«, Proceedings of the London Mathematical Society, Series 2, 42 (1936), pp 230 – 265). https://londmathsoc.onlinelibrary.wiley.com/doi/epdf/10.1112/plms/s2-42.1.230.

[3]V. Erich Fromm, El miedo a la libertad, Ed. Paidós, Barcelona 2003.

[4]V. James Gleick, Caos, La creación de una ciencia, Ed. Seix Barral, Barcelona 1988.

[5]V. https://es.wikipedia.org/wiki/Dilema_del_tranv%C3%ADa.

[6]V. Francisco J. Rubia, El cerebro nos engaña, Ed. Temas de Hoy, Barcelona 2007.

[7]V. Isaiah Berlin, “Dos conceptos de libertad”, en Dos conceptos de libertad y otros escritos, Alianza Editorial, Madrid 2008.


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About Author

José Antonio de la Rubia

1965. Licenciado en filosofía por la Universidad de Granada y doctor por la Universidad de Valencia con una tesis sobre filosofía del lenguaje y de la mente. Ha publicado decenas de artículos sobre filosofía y el ensayo "Evil Screens" sobre valores sociales y medios de comunicación. Ha sido periodista y director de Alfa, revista de la AAFi. Actualmente es profesor en el IES Alhambra de Granada.

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