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En octubre de 2007, en una nota del autor a la edición de sus Obras Completas, comentaba Delibes textualmente: “Bien puedo decir que mi novela Las ratas me la puso en bandeja la censura del periódico. Trataré de aclararlo. La campaña de El Norte sobre el abandono de Castilla terminó de mala manera: de un portazo ministerial.[…]El grave problema del abandono rural, que había sido aireado durante mucho tiempo en mi periódico el Norte de Castilla, ante el cerrojazo definitivo, a mí, como escritor, únicamente me dejaba una carta por jugar: apelar a la novela. Escribir una novela de un pueblo de Castilla ahogado por sus necesidades”.
Corría el año 1961. La vocación periodística de Miguel Delibes (“El periodismo ha sido mi escuela de narrador”) al frente de El Norte de Castilla, su defensa de la libertad de expresión y las continuas denuncias sobre la situación de miseria y marginación que sufría el campo castellano, chocaron frontalmente con las directrices políticas emanadas del ministerio de Información y Turismo dirigido por Manuel Fraga Iribarne.
Por todo ello esta novela, merecedora del Premio de la Crítica de narrativa castellana en 1963, es consecuencia en su génesis del contexto socio-político existente en España a comienzos de los años sesenta del pasado siglo, cuando la censura oficial impuesta por el Régimen de Franco se hacía omnipresente en la prensa y otros medios de comunicación.
Así es como Delibes, amordazado en su libertad de expresión periodística, utilizó la literatura para protestar, si cabe aún con mayor dureza, sobre las condiciones infrahumanas de vida y la pobreza endémica entre los campesinos de la Castilla profunda.
El vallisoletano nunca fue un escritor autocomplaciente, al contrario: la idea constante que preside el conjunto de su obra puede definirse, en palabras de Gonzalo Sobejano, como “la búsqueda de la autenticidad y la depuración del lenguaje”. Su humanismo cristiano y un sentido de la ética lleno de profundas convicciones hicieron que nunca se sintiera demasiado cómodo bajo el franquismo, pues sus ideas de regeneración y justicia social entraban en permanente conflicto con la mentalidad burguesa y autoritaria del Régimen.
Fue su lealtad y pasión por el mundo rural (que tan bien conocía desde niño) lo que le convirtió en defensor de un ecologismo basado en el equilibrio armonioso entre el hombre y el medio natural. Ya en su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua (25 de mayo de 1975) hablaba de “revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones hombre-naturaleza en un plano de concordia”. En este sentido, y como apunta con acierto Rafael Narbona, “Delibes no es un simple testigo de su tiempo, sino un escritor clarividente que atisba los signos más preocupantes del porvenir y el triunfo de una economía basada en la producción desaforada y el consumismo ciego”. En lo referente al campo castellano, fue uno de los primeros en predecir el despoblamiento de las zonas rurales, lo que hoy conocemos como la “España vacía o vaciada”.
Delibes constituye el ejemplo del intelectual (aunque a él no le gustara considerarse como tal) que observa y denuncia con certero diagnóstico algunos de los males de su época; entre ellos, el atraso económico, la injusticia en el reparto de la tierra y las duras condiciones de vida en la Castilla rural. Con este fin utilizó el don de la palabra (bien a través del periodismo, bien de la literatura) con un estilo preciso y precioso; donde a la economía narrativa se le une el dominio de un rico vocabulario, hoy en trance de desaparición, centrado en los tipos humanos, las faenas agrícolas y la descripción del paisaje natural.
Conocí de manera fugaz a Delibes a mediados de los años setenta, cuando firmaba ejemplares de sus obras en la Feria del Libro de Madrid. Durante ese breve encuentro (apenas unos minutos) entre el escritor y uno de sus fieles lectores, descubrí a una persona sencilla, amable, atenta y educada.
Conservo con devoción el ejemplar de Las ratas (Ediciones Destino, colección Áncora y Delfín) que me dedicó, con su caligrafía pulcra, firme y elegante. Leí entonces la novela por primera vez (más tarde volví a ella de modo recurrente) y allí descubrí un auténtico universo literario que describía y sintetizaba de manera magistral toda una serie de constantes que han identificado al ser humano desde tiempos pretéritos: la amistad y la solidaridad, el ansia de libertad, la necesidad de sobrevivir en un medio hostil mediante la sabia observación de la Naturaleza y la explotación racional de los recursos disponibles, el sentimiento de piedad y compasión hacia los más débiles, quienes más sufren por el injusto reparto en la distribución de la riqueza; la empatía y complicidad entre hombres y animales, pero también su feroz enfrentamiento; el hambre que acecha, el sentimiento de soledad y desamparo, el caciquismo y abuso de poder, la presencia constante de la muerte; y un odio y resentimiento soterrados que conducen al deseo de venganza, antesala de una violencia que, cuando se desata, lo hace de una manera brutal y primitiva.
La bibliografía sobre la vida y la obra de Miguel Delibes es amplia y muy variada; no seré yo quien pretenda añadir nada nuevo sobre ella, salvo comentar mis propias impresiones desde un punto de vista personal y subjetivo, movido por la pasión y el entusiasmo que la lectura de su obra literaria despertó en mí.
Los acontecimientos se desarrollan en un pequeño núcleo rural de Castilla la Vieja cuyo nombre no nos desvela (al modo cervantino) el escritor, pero que podemos situar en cualquiera de las provincias de Zamora, Segovia, Valladolid o Palencia. Sí nos proporciona, en cambio, un pequeño mapa del pueblo y sus alrededores para que nos situemos en el espacio físico.
El tiempo cronológico se data en 1956, a juzgar por “un cartelón de letras de brea [que] decía en caracteres muy gruesos: «Vivan los quintos del 56»” (capítulo 2). Estamos al final del periodo de autarquía económica (1939-1959), cuando se percibe una lenta recuperación de la producción y una paulatina apertura hacia los mercados exteriores propiciada por la incorporación al Gobierno de un grupo de ministros de perfil tecnócrata que, pese al fuerte intervencionismo estatal, impulsarán el Plan de Estabilización Económica de 1959.
Los personajes de la novela constituyen un completo y complejo microcosmos representativo de la condición humana. Delibes realiza una soberbia caracterización psico-somática de los individuos, a menudo movidos por pasiones “cuya cabal plasmación literaria proporciona un ingente caudal de motivos para la empatía” (Darío Villanueva).
El Nini, el hijo del Ratero, es el niño protagonista y verdadero hilo conductor del relato; una vez más se muestra la preferencia y debilidad de don Miguel por la infancia como arquetipo de pureza aún incontaminada. El Nini es inteligente, reflexivo y escrutador del entorno. Pese a sus pocos años (todavía en la pubertad) acumula tal sabiduría y conocimiento de la vida rural y los fenómenos naturales, que le hacen parecer casi omnisciente a los ojos de sus convecinos; como si estuviera investido de poderes divinos: “Digo que el Nini ese todo lo sabe. Parece Dios”(cap.1).
Es parco en palabras, pero cuando habla lo hace con certidumbre, sabiendo lo que dice, y con pleno conocimiento del medio natural (predijo la lluvia que dio comienzo a la primavera). Pero como nos cuenta el propio escritor, la sabiduría del Nini no se debía a “la ciencia infusa”, sino a su “espíritu observador”. Respetuoso de las leyes que rigen las relaciones entre hombres y animales, le horroriza la violencia gratuita y la muerte sin sentido.
El Rabino Chico, hijo del Viejo Rabino y hermano del Rabino Grande, el Pastor, muestra ciertas afinidades con el Nini, pues comprende el lenguaje de los animales: “El Rabino gustaba de charlar con las vacas y, según decían, poseía el don de interpretar sus mugidos” (cap.2), y vive en estrecho contacto con la Naturaleza.
El Viejo Rabino, padre del Rabino Chico, tenía una malformación congénita (dos vértebras coxígeas de más) y un aspecto simiesco; taras físicas fruto de la miseria, la consanguinidad y la malnutrición durante generaciones, y que eran frecuentes en las zonas rurales más atrasadas.
Otro de los principales protagonistas es el tío Ratero, padre del Nini, personaje inspirado (según cuenta el propio Delibes) en un individuo real; un ratero con el que se topó cazando ratas en un arroyo, allá por tierras segovianas.
Cuando hablamos de ratas no nos estamos refiriendo a la rata parda o de alcantarilla (Rattus Norvegicus), sino a la rata de campo o de acequia (Arvicola Sapidus), común en las zonas rurales.
El tío Ratero era “rechoncho y macizo. Los brazos le pendían a lo largo del cuerpo, y las manos, de dedos todos iguales, como tajados a guillotina, le alcanzaban holgadamente las rodillas” (cap. 13).
Es un hombre de limitadas luces e instintos primarios, cuya conducta obedece a un mero instinto de supervivencia. Receloso, huraño y desconfiado, su mundo se limita a la cueva en la que habita junto al Nini y su perra Fa, reducido a un estado casi de pura animalidad. No obstante, manifiesta una cierta “sensibilidad ecológica” acorde con la sostenibilidad de los recursos: “No pretendía exterminar a las ratas” (cap.4), pues las nuevas camadas eran la base de su sustento.
Su directo competidor es el ratero de Torrecillórigo, “un muchacho apuesto, de ojos vivaces y expresión resuelta, que vestía una americana de pana parda y botas claveteadas”(cap.10). Su rivalidad con el tío Ratero por el control del territorio donde se cazan los múridos, desencadenará la tragedia final.
Estamos viendo cómo Delibes “esculpe” el perfil de cada personaje con la firmeza del tallista y el primor del orfebre: sobrio y expresivo a un tiempo.
Matías Celemín, el Furtivo, con “su piel curtida como la de un elefante y mostrando amenazadoramente sus dientes carniceros”, es un cazador despiadado y sin escrúpulos al que el Nini aborrece y de quien se burla al mismo tiempo, entorpeciéndole la caza furtiva siempre que puede. El Furtivo se jacta de su crueldad y parece que disfruta saltándose los códigos más elementales que rigen en la Naturaleza; así ocurre cuando mata con alevosía a la zorra y al zorrezno que ésta amamantaba.
El tío Rufo, el Centenario, encarna (junto con el Nini) la sabiduría popular, no sólo por su avanzada edad y conocimiento del refranero, sino por “poseer una aguda perspicacia para matizar los fenómenos naturales”. “El Centenario sabía mucho de todo” (cap.8).
Su hija la Simeona, que mantiene una tensa y desconsiderada relación hacia su padre, “se hizo irritable, roñosa y suspicaz” (cap. 8), hasta que finalmente pierde la razón en un estado de mística espiritualidad.
Guadalupe, el capataz de los extremeños que realizan en el monte labores de mantenimiento y repoblación forestal, “era un muchacho atezado y musculoso, con bruscos y ágiles ademanes de gitano” (cap. 9).
En otras ocasiones, Delibes pergeña el retrato de los protagonistas mediante parejas de caracteres opuestos: así, doña Resu, el Undécimo Mandamiento, “era enjuta, regañosa y acre”, en contraste con la señora Clo, la del Estanco, que “era gruesa, campechana y efusiva” (cap.5).
Lo mismo sucede con don Zósimo, el Curón, “el antiguo párroco, hombre gigantesco, enfundado de negro, con aquel vozarrón de trueno, [que] cada vez que subía al púlpito peroraba con voz de ultratumba”. Frente a don Ciro, que “hablaba dulcemente, con una reflexiva, cálida ternura, de un Dios próximo y misericordioso, y de la justicia social, y de la justicia distributiva…” (cap. 11).
Obsérvese que don Miguel no da puntada sin hilo cuando se trata de mostrar su compromiso político en defensa de la justicia social.
Otros muchos personajes, como Justo Fadrique, el Alcalde; José Luis, el Alguacil; Fito Solórzano, el Gobernador Civil; don Antero, el Poderoso o Frutos, el Jurado, menos perfilados, juegan un papel secundario en la narración.
La estructura socio-económica está perfectamente construida en estratos superpuestos, con una disposición piramidal no muy diferente de la que caracterizaba la sociedad del Antiguo Régimen: en la cúspide el poder político y su maquinaria burocrática, representados por el Gobernador Civil y el Alcalde. Tras ellos, los terratenientes, expresión de un latifundismo todavía omnipresente en buena parte del agro español a mediados de los años cincuenta: don Antero, el Poderoso, doña Resu y la señora Clo. Más abajo los pequeños propietarios, cuya suerte dependía casi por completo de los caprichos del clima. Y en la base de la pirámide social, los marginados o desheredados de la fortuna, que practicaban una economía de supervivencia: el Nini y el tío Ratero, Matías Celemín, el Furtivo, y el ratero de Torrecillórigo.
El choque interclasista surge cuando el Alcalde, ejecutor de las órdenes emanadas desde el Gobierno Civil, insta al Nini y al tío Ratero a abandonar la cueva en la que viven, para volarla; argumentando razones de salubridad y seguridad. Para ellos, el desahucio supondría un desarraigo tan grande como para un árbol centenario ser arrancado de sus raíces. Los motivos inconfesados para dinamitar la cueva (otras ya lo fueron antes) estriban en la obsesión de los gobernantes por desterrar la imagen de una España pobre y atrasada de cara al turismo extranjero que empezaba a visitarnos.
Desde el poder se controlan y canalizan incluso “los odios y rencores acumulados” por los mozos del pueblo (cap. 5), dando salida a los bajos instintos mediante la suelta de una vieja vaca que es corrida y apaleada sin piedad.
El acontecimiento que mejor refleja la capacidad sutil y manipuladora de los que gobiernan es el presunto hallazgo de un yacimiento de petróleo bajo las tierras del pueblo. El episodio, no carente de cierto sentido del humor, finaliza tras verse defraudadas las primeras expectativas de enriquecimiento fácil. Con ese motivo Fito Solórzano, el Gobernador Civil, pronuncia unas breves palabras cargadas de cinismo e hipocresía hacia el trabajo de los campesinos: “Tenéis el petróleo en los cascos de vuestras huebras y en las rejas de vuestros arados. Seguid trabajando y con vuestro esfuerzo aumentaréis vuestro nivel de vida y cooperaréis a la grandeza de España. ¡Arriba el campo!” (cap.12).
No deja de ser paradójico que pocos años después, en junio de 1964, se descubriera una pequeña bolsa de petróleo en Valdeajos de Lora (Burgos), que tampoco trajo la riqueza prometida a la comarca.
Si hablamos del paisaje, “los escenarios representan una especie de dialéctica campo-ciudad, se advierte una cierta preferencia hacia el ámbito rural, síntoma de un intenso impulso afectivo”, en palabras de Antonio del Rey.
Siendo real este amor por el campo, no es menos cierto que Delibes no pretende mostrar en Las ratas, ni en otras novelas de ámbito rural, una naturaleza arcádica, sino que deja traslucir ciertas dudas a través de algunos personajes que se plantean las ventajas de emigrar a la ciudad para dejar atrás la dureza y falta de expectativas de la vida campesina. Es el caso del Antoliano, cuando le dice al tío Ratero: “No hay ratas, la cosecha se pierde, ¿puede saberse qué coños nos ata a este pueblo?” (cap. 15).
En esta línea argumental se expresa la Columba (mujer de Justito, el Alcalde). Añoraba su infancia en un arrabal de la ciudad, “y no transigía con el silencio del pueblo, ni con el polvo del pueblo, ni con la suciedad del pueblo, ni con el primitivismo del pueblo” (cap. 12). Sin agua corriente ni calles asfaltadas.
La actividad agropecuaria estaba fuertemente condicionada por el clima y los fenómenos meteorológicos, con frecuencia adversos. Las faenas agrícolas se regían por el cambio de las estaciones y el calendario religioso, con su variado y pintoresco santoral tan presente en esta novela. Es una economía de subsistencia, amenazada de continuo por la sequía o la helada negra que malogra los trigos y las huertas; cuando no por diversas plagas que parasitan los campos de cereales causando hambre, miseria y desolación. Incluso escasean las ratas, alimento de hurones y comadrejas; y los conejos, diezmados por la epidemia de mixomatosis.
Los cinco sentidos juegan un papel muy importante. El despliegue sensorial del que hace gala Delibes es amplio, rico y diverso.
El oído (los sonidos): “…el canto de los grillos se hacía en la cuenca un verdadero clamor. Era como un alarido múltiple y obstinado…” (cap.12), o “…el bando de palomas se arrancó alborotadamente con un ruido frenético de ropa sacudida” (cap.1), o “…el seco ladrido del mochuelo” (cap.12).
El olfato (los olores): “…, y el áspero aroma de la paja quemada se cernía sobre el pueblo como un incienso pegajoso” (cap.1), o “Un hedor a azufre se mezcló con el seco aroma del bálago y de la mies madura” (cap. 17), o cuando se lleva a cabo la matanza del cerdo: “El hedor de los intestinos era fuerte y nauseabundo…” (cap.5). O el contraste acusado entre “la fetidez nauseabunda del agua estancada”, frente al “suave y reconfortante aroma a madera virgen” (cap.2).
El gusto (los sabores): “ [Las ratas] fritas con una pinta de vinagre son más finas que las codornices” (cap.7), o cuando se refiere al belfo superior del rucio: “…los labios del burro, al menos en crudo, sabían a níscalos fríos y sin sal” (cap.7). En relación con el sentido del gusto, las referencias culinarias son escasas, apenas los ingredientes para la elaboración de las morcillas: “…la cebolla, el pan migado, el arroz y el azúcar” (cap.5). O el “frangollo” que hace el tío Ratero para comer, un guiso hecho con granos machacados de cereales y legumbres; cuando no preparaba un guisote a base de patatas y una raspa de bacalao (cap.6).
La vista (los colores): “Una gama uniforme de suaves transiciones enlazaba los tonos grises, cárdenos y ocres” (cap. 1). O refiriéndose de nuevo a la matanza del cerdo: “Las narices y las orejas eran de un rojo bermellón…”, o “Del hocico escurría un hilillo de sangre fluida que iba formando un pequeño charco rojizo sobre las lajas escarchadas del corral” (cap.5). Aquí también se aprecian calidades táctiles.
El lenguaje empleado en Las ratas es, en opinión de Antonio del Rey, “sencillo y natural, que no fácil, mostrando preferencia por un léxico de términos precisos, al tiempo que dedica una especial atención al habla coloquial, registro en el que alcanza una singular maestría”.
Son numerosas y expresivas las metáforas y comparaciones: “los copos empezaron a descolgarse con silenciosa parsimonia y, en unas horas, la cuenca quedó convertida en una inmensa mortaja” (cap.8), o “Los tres chopos desmochados de la ribera, cubiertos de pajarracos, parecían tres paraguas cerrados con las puntas hacia el cielo”. O “La cueva, a mitad del teso, flanqueada por las cárcavas que socavaban en la ladera las escorrentías de primavera, semejaba una gran boca bostezando” (cap. 1), o la Cotarra Donalcio, que “en pocos meses la motearon de pimpollos, como la cara de un hombre picado de viruela” (cap. 9).
Algunas descripciones del paisaje alcanzan cotas de un extraordinario lirismo teñido de suaves cadencias cromáticas: “Los trigos componían una alfombra verde que se diluía en el infinito acotada por la cadena de cerros, cuyas crestas agónicas se suavizaban por el verde mate del tomillo y la aliaga, el azul aguado del espliego y el morado profundo de la salvia” (cap. 11).
El refranero popular está bien representado en boca del tío Rufo, el Centenario, que relaciona sabiamente el santoral con la meteorología y las faenas agrícolas: “En llegando San Andrés, invierno es”. O “Por San Clemente, alza la tierra y tapa la simiente”. O “Si llueve en Santa Bibiana, llueve cuarenta días y una semana” (cap. 3).
Llaman la atención algunos topónimos como la Cotarra Donalcio, el Cerro Cantamañanas o el Pezón de Torrecillórigo.
Abundan los nombres propios extraídos del santoral, y sus correspondientes apodos: don Antero, el Poderoso; doña Resu, el Undécimo Mandamiento; el tío Rufo, el Centenario; don Zósimo, el Curón; Matías Celemín, el Furtivo; el Antoliano, el Nini, el tío Ratero…
También aparecen multitud de vocablos para designar con propiedad y precisión las especies botánicas (zaragüelles, corregüela, cascabillos…), los accidentes topográficos (teso, cueto, alcor, cotarra…), la fauna salvaje (rabilargo, alcaraván, picaza, abejaruco, chotacabras…), la afición a la caza (alebrarse, alares, aspearse, lanchas…), los fenómenos meteorológicos (cellisca, aguarradillas, matacabras…), las labores agrícolas (aricar, escardar, agosteros, huebras…), y otras formas verbales (roncear, enviscar, gruir, oxear, candar, bordonear…) o sustantivas (trepe, escíbalos, hura, freza, piedralipe, frangollo, alacre, jorco…).
A mi entender, existen dos constantes, dos conceptos antagónicos que constituyen la columna vertebral de la historia que aquí se cuenta: la presencia de la vida, encarnada en la potencia genésica de la Naturaleza, frente a la firme y tenaz persistencia de la violencia y de la muerte.
Violencia que hunde sus raíces en los años de la Guerra Civil, donde el cainismo presente en la retaguardia, las represalias y los ajustes de cuentas, provocan rencores y odios enquistados: el Viejo Rabino fue asesinado, al igual que el cura párroco de Roldana, Paco Merino (cap. 2). Pero la contienda fratricida también originó relaciones de camaradería: Justito, el Alcalde y Fito Solórzano, el Gobernador Civil, se hicieron amigos en las trincheras.
La tensión y la crueldad se manifiestan bajo múltiples caras, como la lucha de las liebres por transmitir sus genes: “Una vez presenció el niño cómo un macho arrancaba de cuajo la oreja a otro de un mordisco feroz y el agudo llanto del animal herido ponía en el monte silencioso, bajo la luz plateada de la luna, una nota patética” (cap.6). O también la ejercida por el hombre contra los animales: desde la matanza del cerdo, que se convierte en todo un ritual donde el Nini y el Ratero ofician de matarifes con destreza y maestría, hasta el relato descarnado en el que José Luis, el Alguacil le arranca el belfo superior de un mordisco al burro que le había cercenado un dedo (cap. 7). O el tío Ratero, que sin un ápice de piedad mató a seis de los siete cachorros de la camada que había parido la perra Fa, con gran consternación del Nini, al que le aterraban las muertes alevosas.
La muerte se presenta en pasajes como el del abuelo Román, “que para espantar los pájaros de los sembrados colgaba boca abajo un cuervo muerto. Las aves huían del lúgubre espectáculo” (cap. 1). O cuando el ataúd de la abuela Iluminada, que había caído al río, se abrió “…y ella apareció mirándoles tranquilamente, la boca abierta, como sorprendida, y las manos en el regazo” (cap. 3). Una escena digna del mejor realismo mágico.
También asistimos a la muerte y entierro del tío Rufo, el Centenario, “que no parecía descansar, con su único ojo y la boca patéticamente abiertos” (cap. 14). Consumido por el cáncer,” la cara del viejo bajo el trapo era un amasijo sanguinolento socavado en la misma carne y en la parte superior de la nariz, junto a la sien, amarilleaba el hueso” (cap. 8). Clara alusión al tema barroco de las postrimerías que tan bien plasmó Juan de Valdés Leal (1622-1690) en su pintura Finis Gloriae Mundi (1671-72), con el cadáver del obispo y su macabra calavera en pleno proceso de putrefacción.
Esta veta truculenta y tenebrosa adquiere todo su tremendismo cuando se da la violencia entre personas: el Yayo, el herrador de Torrecillórigo, que había matado a palos a su madre, la entierra bajo un montón de estiércol y se presenta ante don Ciro, el cura, para expiar sus culpas; siendo absuelto por éste de sus pecados (cap. 11).
La novela desemboca en un final aciago y luctuoso: el Ratero, cegado por la ira asesina y el odio irracional, mata al muchacho de Torrecillórigo y a su perro Lucero tras una lucha a muerte y sin cuartel que recuerda a las más feroces escenas goyescas de Los desastres de la guerra (1810-1815): “…, y el hierro se hundió en el costado de su adversario hasta la empuñadura […], un borbotón de sangre le cortó la palabra […], aún se estremecieron sus piernas convulsivamente dos o tres veces. Luego le sobrevino un nuevo vómito…” (cap. 17).
El Ratero es fiero y primario como la fauna salvaje de la zona y no tiene mala conciencia por el crimen cometido. Sólo atiende a su instinto de supervivencia: “Si lo cojo, lo mato”; su sentido de la propiedad: “La cueva es mía”, y su agresiva territorialidad: “Las ratas son mías”.
Su enajenada satisfacción contrasta con los sentimientos del Nini ante el crimen ominoso que acaba de presenciar; impotente para evitarlo, pero consciente de sus terribles consecuencias: “No lo entenderán”.
La muerte hace funesto acto de presencia hasta el final: “…los dos cadáveres, cuyas heridas se iban llenando paulatinamente de moscas”. Y la “media docena de buitres [que] aparecieron de improviso volando muy altos sobre el Pezón de Torrecillórigo” (cap.17).
Delibes no deja lugar a la esperanza, no hay grandeza moral ni tintes elegíacos en este final sórdido y atroz como el barro y la sangre que enfangan los cuerpos de los que se agreden. Sólo el Nini, espectador pasivo e inocente de la tragedia, apunta a un futuro de redención y regeneración.
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