Monográfico Asimov: La tecnociencia ficción en Asimov, el hombre bicentenario.
Imagen | Pol Güell
Javier Echeverría (Jakiunde) y Tatiana Carro (UPV/EHU)
La primera época de la revolución tecnocientífica (1945-1980) transformó la práctica científica y generó en los EEUU políticas lideradas por poderosas agencias gubernamentales, de las que pasaron a depender económica y profesionalmente la mayoría de las comunidades y sociedades científicas tradicionales. Surgió así el sistema estadounidense de investigación y desarrollo (I+D), compuesto por agencias militares y gubernamentales, junto con un complejo sistema de industrias y organizaciones privadas que convirtieron la I+D en un negocio empresarialmente rentable. La ciencia moderna la hacían los científicos, organizados en torno a las comunidades académicas teorizadas por Merton y Kuhn, entre otros. En cambio, la tecnociencia contemporánea la hacen agencias y organizaciones públicas y privadas que son gestionadas empresarialmente con vistas a producir nuevo conocimiento científico y tecnológico (I+D), pero sobre todo con el objetivo de generar innovaciones que sean rentables económica, política y, no hay que olvidarlo, también militarmente.
La fuerte irrupción de la ciencia ficción en los EEUU a partir de los años 30 del siglo pasado forma parte de esa cultura tecnocientífica. La expresión science fiction fue acuñada en 1926 por Hugo Gernsback en la revista Amazing Histories que él mismo creó, la cual, junto con otras revistas, revistas pulp (Weird Tales, Black Mask, Astounding Science Fiction, etc.), no era considerada por los científicos una publicación seria ni fiable. Pese a ello, tuvieron un gran éxito popular, hasta el punto de surgir la science fiction como un nuevo género literario. Cierto es que la ficción científica tuvo importantes precedentes en la historia de la literatura europea del siglo XIX (Mary Shelley, Julio Verne, H. G. Wells, etc.). Pero la creación de un nuevo género literario fue una operación típicamente estadounidense, industrial y comercial. Además de innovadora, resultó altamente rentable, como también lo fue la propia tecnociencia, que nació en la misma época y país, siendo denominada Big Science por Derek de Solla Price (1963), el creador de la Cientometría.
Asimov nació en Rusia en 1920 y emigró a EEUU a los 3 años de edad. Se educó en Brooklin, donde su padre vendía golosinas, comics y revistas de gran difusión, como las pulps recién mencionadas. Por tanto, conoció la ciencia ficción desde pequeño y en casa. También fue testigo de la aparición en EEUU de las primeras empresas que fabricaban y comercializaban prótesis orgánicas, así como máquinas y robots para hacer más rentable la producción industrial taylorista, entonces en pleno auge. A finales de los 40 publicó sus primeros relatos de ciencia ficción en Astounding Science Fiction, y con mucho éxito, lo mismo que Arthur C. Clarke y Robert A. Heinlein. Los tres fueron auténticos best sellers durante la Gran Guerra, y también después. Paralelamente se graduó como bioquímico por la Universidad de Columbia en 1939. Desde 1942 y hasta el final de la guerra trabajó como químico investigador en los astilleros de guerra de la Navy. Ello le permitió conocer de primera mano el naciente sistema tecnocientífico norteamericano, que tras la victoria de los Aliados pasó a ser dominante en todo el mundo occidental, con el solo contrapunto de la tecnociencia soviética, basada asimismo en la estricta planificación de la I+D, pero sin empresas privadas.
A partir de 1945 EEUU creó importantes agencias gubernamentales para promover la investigación científica y tecnológica (NSF, NIH, NASA, etc.). En este mismo período se consolidó la ciencia ficción como género y como negocio. Además de resultar entretenida, imaginativa y fascinante, desempeñó la importante función de publicitar socialmente algunos grandes proyectos tecnocientíficos norteamericanos, en particular la conquista del espacio, un macroprograma promovido por la NASA y el Gobierno Federal en tiempos de Kennedy para contrarrestar el éxito de la URSS con sus Sputniks.
A diferencia de la ciencia ficción europea del siglo XIX, las grandes utopías y distopías de la tecnociencia ficción norteamericana del siglo XX tuvieron un claro apoyo empresarial y gubernamental. Frankestein fue creado como un sueño prometeico por un médico recluido en su laboratorio. Fue un robot romántico, por así decirlo. Un cyborg, si se quiere. En cambio, las grandes fábricas de robots que se crearon en los EEUU durante los años 40 y 50 del siglo XX trajeron consigo un nuevo modo de producción de robots, claramente taylorista. Asimov conoció de primera mano la eclosión de la revolución tecnocientífica en EEUU y supo plasmarla literariamente. En vida destacó ante todo como un gran divulgador científico, con cientos de libros publicados; pero también escribió varias obras maestras de tecno-ficción científica, como proponemos denominar al nuevo género literario a partir de los 50 y 60. En algunas de esas novelas describió sucintamente la estructura básica de la tecnociencia norteamericana naciente. Es el punto que vamos a subrayar en el presente artículo. Mencionaremos sus cuentos y narraciones sobre robótica, neologismo que él mismo propuso, y que sigue vigente.
A nuestro entender, una de las grandes fábricas de la tecnociencia ficción fue la NASA, agencia gubernamental que fomentó proyectos visionarios, como el lanzamiento de una nave tripulada a la Luna. Aquel alunizaje les sigue pareciendo a muchos hoy en día una alucinación: televisión-ficción. Pero lo cierto es que introdujo eficazmente los robots en las casas a través de las pantallas de televisión. Fue una gran operación de marketing, y por tanto una gran innovación tecnocientífica. Asimov se hizo eco asimismo de otros proyectos visionarios de la NASA ligados a la conquista del espacio, su gran programa tecnocientífico. Además de publicar novelas y cuentos, participó en la elaboración de guiones de películas y series televisivas centradas en las tecnociencias espaciales, por ejemplo Star Trek, que sigue teniendo un gran éxito mundial. En resumen: fue uno de los grandes popularizadores de la tecnociencia estadounidense.
Sin embargo, y aunque no fuese su objetivo principal, también tuvo la agudeza de mostrar las condiciones de posibilidad económica, política, jurídica y militar de la tecnociencia. Además de hablar de máquinas, autómatas y seres humanos, en algunas de sus novelas mostró cómo funcionan las agencias y empresas tecnocientíficas cuando dan soporte financiero, empresarial y político a proyectos tecnocientíficos visionarios que a veces lindan con la ficción, por su dificultad y complejidad. Marx ya advirtió en el siglo XIX sobre el riesgo de cosificar las máquinas, ocultando las relaciones económicas y sociales que subyacen a ellas. Pues bien, la Robótica es un ejemplo canónico de cosificación de las tecnologías. El propio Asimov cultivó el mito de los robots autónomos, cuyo éxito popular fue y sigue siendo enorme, gracias a películas de ciencia ficción de gran éxito mundial (2001: una Odisea del Espacio, La Guerra de las Galaxias, Blade Runner, Matrix, etc.). Sin embargo, también dejó constancia de las condiciones empresariales, políticas, financieras y jurídicas en las que surgió la Robótica. En alguna de sus obras ni siquiera se olvidó de subrayar la importancia de la gestión de las patentes robóticas, punto éste que nos parece clave para entender la revolución tecnocientífica del siglo XX. Hasta la fecha, todos los robots existentes en el mundo están patentados y son propiedad de agencias y empresas tecnocientíficas, que no de la humanidad. Sin embargo, el debate ideológico se presenta como si hubiera una radical escisión entre la humanidad y la «robotidad«, por denominar así al proceso de esencialización y cosificación de los robots. Independientemente de las capacidades de acción y producción que aportan las máquinas, y sin perjuicio del indudable interés que tiene la contraposición entre humanos y robots, la gestión de la propiedad privada y gubernamental de las patentes ha sido y sigue siendo la clave de las tecnociencias, no las máquinas, los objetos ni los artefactos que generan. Pues bien, Asimov aportó detalles relevantes sobre financiación y gestión empresarial y política de los robots, así como de otras tecnociencias, como la navegación espacial.
A modo de ejemplo comentaremos brevemente una novela suya titulada El Hombre Bicentario. Fue publicada como cuento largo en febrero de 1976 en la antología Stellar #2 de Ballantine Books, gracias a la célebre editora Judy-Linn del Rey, que se hizo millonaria tras gestionar los derechos de autor del libro que dio origen a Star Wars. Ella había convocado un concurso literario para celebrar el II centenario de la independencia de los EEUU (1776), razón por la cual Asimov puso ese título a su obra. Luego la amplió a novela y la denominó El Hombre Positrónico (libro coescrito con Robert Silverberg en 1992), siendo llevada al cine en 1999. El relato de 1976 está protagonizado por un robot cuasi-perfecto, Andrew Martin, que se mantuvo plenamente operativo como robot durante ¡600 años! Incluso llegó a ser reconocido jurídicamente como ser humano, tema principal de la novela. Ese estatus de persona lo tuvo y mantuvo durante sus doscientos últimos años de «vida». Por eso fue un hombre bicentenario. Un auténtico American Man. En efecto, Andrew fue evolucionando de robot a hombre durante sus siglos de existencia. En sus últimas décadas empezó a vestirse como las personas (antes ya se comportaba como tal) e invirtió mucho dinero en convertir su cuerpo de acero en un organismo de carne y hueso, gracias a sucesivas operaciones quirúrgicas que acabaron creando un organismo plenamente humano doscientos años después de haber sido reconocido como ciudadano estadounidense y mundial (todo ocurrió en el futuro) de pleno derecho. Por nuestra parte, parafraseando a los actuales transhumanistas, diremos de Andrew Martin que fue un ser transrobótico. En uso de las capacidades mentales que tuvo desde que fue fabricado, y que fue mejorando siglo a siglo, Andrew estudió a fondo en las bibliotecas las diferencias entre robots y seres humanos. Acabó concluyendo que ser humano es mejor que ser robot, a pesar de que los robots como él tenían mayores capacidades y no morían. Tras un complejo proceso jurídico a escala mundial que Asimov narró con gran finura intelectual, y que incluyó una dura lucha por los derechos de los robots, Andrew logró ser reconocido universalmente como ciudadano en posesión de sus plenos derechos. Ejerció como tal. Se hizo multimillonario, fue un gran robot de negocios y desarrolló plenamente su condición de tecno-persona jurídica, puesto que gestionó su propia patente a través de un fondo de inversión en el que tuvo miles de participaciones (Feingold & Martin). Pensamos que Asimov es un auténtico escritor de tecnociencia-ficción porque ya en 1976 recorrió literariamente la dirección inversa a la de los actuales transhumanistas, yendo de robot a ser humano. Aportó así un bello tema literario a la literatura de ciencia ficción. Por eso El hombre bicentenario sigue teniendo plena vigencia.
A lo largo de sus doscientos años de existencia como persona, Andrew constató que, pese a esa condición legal suya, la sociedad humana seguía tratándole como un robot, y le menospreciaba. Unos desalmados, incluso, estuvieron a punto de intentar desguazarlo, en un claro gesto de racismo y supremacismo. Andrew seguía teniendo la cara metálica, en efecto, aunque había dejado de ir desnudo por la calle. Se vestía a la moda, lo cual era considerado como una provocación por parte de los robotófobos, que socialmente eran mayoría. Por eso decidió invertir su dinero en generar un auténtico organismo humano para sí mismo. Eso le dio acceso por fin a lo que, tras mucho estudio y meditación inteligente, concluyó en tanto robot que era la esencia del ser humano: ser mortal. Para entonces, Andrew ya se había hecho rico, famoso e influyente. La propia empresa que lo fabricó le organizó un homenaje. En suma: Andrew realizó plenamente el American Dream del emigrante self made man que logró triunfar doscientos años después de su propia ciudadanía, paralela a los Estados Unidos de América.
Andrew había sido fabricado por la empresa líder en Robótica a nivel mundial, Robots y Hombres Mecánicos S.A. Fue un encargo de los Martin, una familia norteamericana adinerada que quería tener en casa, a su servicio, a un robot de altas capacidades que fuese fiel, amable y servicial: un fuera de serie. Andrew fue de los primeros robots capaces de prestar eficientemente todos esos servicios domésticos de siervo y mayordomo. Tenía su propio número de serie, pero procuraba no mencionarlo. Desde muy pronto mostró su deseo de ser considerado como una persona más de la familia. Tras años de esclavitud doméstica mostró a sus dueños que tenía otras capacidades, concretamente para el diseño geométrico de muebles. Un robopsicólogo de la empresa, al que Asimov puso el nombre de Merton Mansky en homenaje al creador de la inteligencia artificial, constató científicamente, para su propio asombro, que Andrew era muy creativo. La familia Martin dejó de asignarle tareas de mayordomo y, vistas sus otras habilidades, más rentables, le dejó diseñar muebles innovadores. En suma: los Martin invirtieron en Andrew Martin y lo convirtieron en empresa y empresario, todo ello a la vez. Liberales como eran, los Martin asignaron al robot una participación en los beneficios económicos que generase, que fue gestionada por un fondo de inversión que ellos mismos crearon, Feingold & Martin. La familia Martin se hizo muy rica gracias a ese instrumento financiero, pero él también. Sin embargo, al no ser persona jurídica todavía, no podía disponer libremente de su capital. Como premio por la lealtad, rentabilidad y eficiencia mostrada, la familia Martin le fue concediendo cada vez mayores grados de libertad. Andrew, en efecto, también supo hacerse querer. Tenía inteligencia emocional, no sólo artificial. Sobre todo: fue demostrando a lo largo de los años, mientras los Martin iban muriendo y las generaciones de humanos pasaban ante él, que tenía un enorme talento para los negocios en el sector de la I+D. Lo notable es que, pese a tantos cambios y acontecimientos, tanto la empresa como el fondo de inversión que daban soporte tecnológico, dinerario y finalmente jurídico a Andrew, permanecieron incólumes. Asimov escribió una frase que resume bien el esencialismo robótico americano: «una empresa no muere, así como no muere un robot».
Estos últimos detalles, más allá del tema general, son la parte más interesante del relato de Asimov. Andrew no sólo llevó adelante la batalla jurídica por el reconocimiento de sus derechos como tecnopersona. Además, ejerció como gerente de una empresa de I+D y fue accionista importante de un fondo de inversión cuya principal fuente de beneficios era su propia patente. Asimov bosquejó así detalles clave del sueño tecnocientífico americano de los 50 y 70. En tanto robot que quería convertirse en persona, su propio cerebro artificial experimentó cambios importantes. Él mismo contrató y pagó a los sucesivos ingenieros y directores humanos de Robots y Hombres Mecánicos S.A.
Hay un momento importante a subrayar. Tras fabricar a Andrew, la empresa lo vendió enteramente a la familia Martin, en lugar de alquilarlo con licencia de uso, como las empresas tecnocientíficas más avezadas aprendieron a hacer después. La familia Martin liberó luego a Andrew de su contrato de servidumbre. También apoyó su lucha por los derechos jurídicos de los robots, que acabó siendo exitosa. Los Martin de la novela eran demócratas, como el propio Asimov. Gracias a su liberalidad Andrew llegó a ser propietario único de su propia patente como robot. Estuvo así en condiciones de exigir a la empresa que lo fabricó cambios y mejoras en su propio cuerpo metálico y en su cerebro positrónico. Las relaciones entre el robot y su empresa productora cambiaron por completo. Andrew gestionó su propia patente a través del fondo de inversión donde los Martin fueron depositando sus ganancias durante los años en los que Andrew diseñó muebles. Una vez convertido en empresario de sí mismo y en persona jurídica propietaria de su propio cuerpo robótico, fue libre de hacer lo que quisiera consigo mismo, salvo matarse, porque la tercera ley de la robótica se lo impedía. Asimov mostró así su profunda comprensión de la estructura empresarial, política y jurídica del sistema estadounidense de I+D+i, del cual Andrew era un producto canónico. Tras presentarlo como una máquina automatizada con notables capacidades de acción, más hábil y creativo que la mayoría de seres humanos, Asimov lo describió también como una entidad propiamente tecnocientífica, propiedad de empresas o agencias. Valga como ilustración el diálogo memorable entre el consejero delegado de Robots y Hombres Mecánicos S.A, Smythe-Robertson, y el propio Andrew cuando éste fue a contratar con la empresa mejoras en su diseño, que le hicieran más humano y menos robot:
Por ser el robot más antiguo y flexible del mundo, ¿no soy tan excepcional como para merecer un tratamiento especial de la empresa? En absoluto -respondió Smythe-Robertson-. Ese carácter excepcional es un estorbo para la empresa. Si usted estuviera alquilado, en vez de haber sido vendido por una infortunada decisión, lo habríamos reemplazado hace muchísimo tiempo.
Esta respuesta muestra fehacientemente que ser robot dependía estrictamente de decisiones y políticas empresariales que tomaban los directivos y gestores de las empresas tecnocientíficas, así como los reguladores del sistema de I+D+i. Vender a la familia Martin la propiedad del robot fue un grave error de gestión empresarial. Si lo hubiesen alguilado con solo licencia de uso, la empresa habría sido partícipe de los beneficios que generó el robot como fabricante de muebles, los cuales fueron para la familia Martin y para el propio robot. La propiedad de los robots es clave en Robótica. Tamaño error no volvió a cometerlo Robots y Hombres Mecánicos S.A. Dicha empresa ya no produjo robots fuera de serie y tuvo claro que, pese a los caprichos de algunos clientes, su objetivo era maximizar beneficios, no fabricar robots más o menos humanos. La contraposición hombres/robots era un recurso publicitario para vender mejor, y por ende tecnociencia-ficción.
Años después, muerto ya el consejero delegado Smythe-Robertson, la empresa cambió su política empresarial. El nuevo ingeniero-jefe, Magdescu, se lo dejó claro a Andrew:
Estamos fabricando ordenadores centrales, cerebros positrónicos gigantescos que se comunican por microondas con miles de robots. Los robots no poseen cerebro. Son las extremidades del gigantesco cerebro, y los dos están separados físicamente» … «Smythe-Robertson marcó el nuevo rumbo antes de morir. Sin embargo, tengo la sospecha de que es una reacción contra ti. No quieren fabricar robots que les causen problemas como tú, y por eso han separado el cerebro del cuerpo» … «Es asombrosa la influencia que has ejercido en la historia de los robots. Tus facultades artísticas animaron a la empresa a fabricar robots más precisos y especializados; tu libertad derivó en la formulación del principio de los derechos robóticos; tu insistencia en tener un cuerpo de androide hizo que la empresa separase el cerebro del cuerpo.
Estas frases muestran bien que Asimov entendía la tecnociencia, en su caso la Robótica, como una actividad estrictamente empresarial. También sugieren que Asimov, ya en 1976, imaginó la estructura de las actuales «Nubes digitales». En suma: el protagonista de El hombre bicentenario anticipó las actuales tecnopersonas en redes centralizadas: robóticas o humanas, pero adueñadas por grandes empresas tecnocientíficas que, ya en el siglo XXI, han optado por un modelo de gobernanza claramente centralizado, y sin embargo distribuido. Está basado en el control estricto de lo que piensan y desean las tecnopersonas, sean robots o seres humanos. Asimov no llegó a conocer las Nubes Digitales, pero las intuyó. Por tanto, tiene pleno sentido conmemorar en 2020 el centenario de su nacimiento, porque fue un gran autor de tecnociencia-ficción.
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