Imagen| Fernando Ivorra
Con la extrema y absurda susceptibilidad de nuestros tiempos, criticada hace poco por el escritor Javier Marías en uno de sus artículos, y por la que cualquiera se siente ofendido, insultado o humillado no sabe bien de qué, está disminuyendo el sentido del humor y la libertad de expresión, algo preocupante, pues sin esta no sé cómo lograremos progresar. No ignoro que la idea del progreso arrastra sus mitologías, que conviene evitar, pero a quienes no vean el progreso por ninguna parte les sugiero que se atrevan a vivir renunciando a las innumerables conquistas tecnológicas y sociales.
Una de las ideas de democracia, concretamente la democracia deliberativa, descansa bajo el presupuesto de que los ciudadanos de una comunidad, por el bien común y propio, debemos formular o reconocer los mejores argumentos acerca de los diferentes asuntos en cuestión (economía, educación, sanidad…) y elegirlos con el fin de ponerlos en acción mediante costumbres y leyes que nos beneficien de modo social. ¿Seremos lo suficientemente inteligentes para llevarlo a cabo?
Por eso en uno de los libros fundamentales de filosofía ético-política del siglo XIX, Sobre la libertad (1859), que indaga sobre cómo desplegar al máximo nuestras libertades sin que estas interfieran negativamente en otras personas, John Stuart Mill sostuvo que “si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad”.
La razón es tan simple como determinante: esa opinión puede ser un robo a la humanidad, puede ser una idea que contribuya a mejorar nuestra forma de vivir. Ahora bien, para esto se requiere, primero, escuchar, tomarse el tiempo y el trabajo de escuchar de verdad, incluso argumentos que se oponen a nuestras convicciones más arraigadas e íntimas. Hay quienes se jactan de no ser persuadidos, pero si no cambiáramos nunca de ideas no creceríamos ni maduraríamos. Por eso debemos estar abiertos a ser persuadidos, preferiblemente por los mejores argumentos para la vida en común.
Y, por otra parte, como indicara Mill, “negarse a oír una opinión, porque se está seguro que es falsa, equivale a afirmar que la verdad que se posee es la verdad absoluta. Toda negativa a una discusión implica una presunción de infalibilidad”. Si algo sabemos con certeza es que somos falibles. Incluso nuestras herramientas de conocimiento más riguroso, las ciencias, son falibles. Precisamente se distinguen de las pseudociencias, entre otros criterios de demarcación, porque continuamente se someten a crítica y descubren lagunas, errores, deficiencias que pueden mejorarse.
Además, no existe la última palabra: está siempre por venir en el horizonte. Y dado que somos seres históricos sabemos que ese tipo de verdades absolutas sólo se mantienen en la ilusión de los dogmáticos. Cosa que tampoco debe deslizarnos por una pendiente resbaladiza de acuerdo con la cual “todo vale” o “todo vale igual”, relativismo extremo que confunde “tolerancia” con “permisividad”. Y sabemos que “tolerar la intolerancia produce intolerancia”.
Segundo, y no menos importante, para tratar de reconocer los mejores argumentos se requiere estar bien formado para ello. Es un trabajo que debe hacer cada persona; la democracia exige mucho de cada uno de nosotros, y la cultura del esfuerzo bien realizado no vende lo que sería deseable, pero no conocemos un sistema de organización social y política que asegure hasta tales grados los derechos y libertades fundamentales.
Otro asunto vinculado a este es el que una serie de intelectuales han denominado “la cultura de la cancelación”, de una profunda intolerancia que desafía libertades históricamente conquistadas. Si no lo malinterpreto, esta práctica está relacionada con lo que el escritor Amin Maalouf denominó certeramente “identidades asesinas”. Conviene recordar que las identidades humanas son múltiples (Amartya Sen), de tal modo que reducir la multiplicidad de aspectos de los que se compone a uno que alguien rechaza (“negro”, “mujer”, “machista”, “anti-demócrata” o cualquier etiqueta), es tan sumamente desproporcionado y violento como injusto.
Salvo aquellas que son perfectas y que, por tanto, no pueden mejorar, es posible que todas las personas poseamos algunos rasgos morales que nuestros semejantes rechacen, pero otro de los pilares de las democracias modernas, el pluralismo ideológico, del cual se nutre la libre expresión, nos obliga por un principio de reciprocidad a convivir y “tolerar” las diferencias con los otros, siempre y cuando no incurramos en acciones ilegales. Que haya acciones “inmorales” para algunos no implica que sean ilegales. Asimismo, “tolerar” no significa aceptar de forma acrítica todas las ideas y acciones de los otros, pues a menudo estas pueden ser equivocadas, infundadas, ser asimétricas, discriminatorias, excluyentes… sino respetar a la persona a pesar de nuestras irreductibles diferencias.
Pero al margen de estos individuos extremadamente susceptibles a los que me refería al comienzo, y que podemos encontrar en cualquier lugar del espectro ideológico, ya sea entre los que hablan en nombre de la “patria” como del “feminismo”, y que impiden a otros manifestarse, si me preguntan qué es lo que más me preocupa de este tema actualmente no es tanto que se acote su ámbito (al fin y al cabo, ¿quiénes somos los principales responsables de ello sino nosotros, con nuestros inevitables prejuicios?) como la confusión que existe en torno a ella.
De los recientes ensayos que he leído sobre este tema destacaría Las mejores palabras. De la libre expresión, del filósofo Daniel Gamper, que obtuvo con este texto el Premio Anagrama de Ensayo 2019. Preocupado, entre tanto, porque “la verdad se ha devaluado y cotiza a la baja en el mercado de las apariencias. La política se sirve de la palabra para ocultar la realidad. Otros fenómenos de nuestros tiempos revelan aún más síntomas de instrumentalización del lenguaje y de su uso en libertad”, se trata de una exploración desde múltiples perspectivas escrito con claridad, inteligencia y elegancia, eludiendo tópicos y clichés, pero sin perder de vista el sentido común y de la realidad, con más voluntad de invitar a reflexionar que de cerrar el asunto, sabedor de que, al igual que el cuidado de la política, es una tarea interminable. A juicio de alguien con la experiencia de Juan Luis Cebrián, la obra “está llamada a convertirse en un clásico entre los análisis sobre la libertad de expresión y su papel en la democracia liberal”.
Sugerida la anterior lectura, a continuación quisiera ofrecer un par de ideas con el fin de aclarar algunas cuestiones en torno a este asunto. En primer lugar, la libertad de expresión no consiste en decirlo “todo”, que no sé bien qué significa. Primero, porque es imposible decirlo “todo”; segundo, porque dudo que aquello que nos sobreviene a la mente en forma de imágenes y palabras, cualquier ocurrencia sin elaboración de un juicio, pueda conquistar márgenes de libertad. Recordemos que no existe la última palabra: está siempre por venir en el horizonte. No hay, pues, cierre del telón, aunque algunas personas y Estados lo pretendan. Estamos permanentemente abiertos a nuestra indeterminada capacidad creadora, con la que también nos definimos y redefinimos.
Quizá a excepción de las artes y de las ciencias, la libertad de expresión se aplica sobre todo a aquello que nos afecta y concierne en tanto que ciudadanos que comparten en condiciones de libertad e igualdad un espacio común. Y dado que en estos desorientados tiempos cualquier cosa pasa por ser “noticia”, como la propaganda o la publicidad, vivimos en el reino de la confusión sin fin. Urge redefinir “noticia”, que a mi parecer es aquella información que nos concierne en el ejercicio de nuestros derechos y deberes cívico-políticos ordenados de manera flexible pero a la vez jerárquica. No podemos ejercer la libertad sin elegir, pero para elegir tenemos que preferir.
Aclarado esto, lo que más me preocupa actualmente en España de la libertad de expresión es justa y, paradójicamente, la falta de expresión de libertad. Debido al progresivo rebajamiento de las exigencias formativas y educativas, así como a la pérdida de la cultura del esfuerzo y del trabajo bien hecho, si es que alguna vez gozamos de modo general de ello, cada vez hay más personas incapacitadas para formular, no ya un juicio o un argumento, sino una opinión personal que al mismo tiempo pueda ser compartida por la comunidad.
Sin embargo, aunque con frecuencia parece que argumentamos para convencernos a nosotros mismos más que a los otros, el ejercicio incesante de la argumentación consiste en someter a consideración lo que pensamos. Y pensar es, al menos desde Platón, el diálogo del alma consigo misma. Pero, como añade Gamper, “de ahí no cabe concluir que somos en soledad, antes bien nunca estamos solos y pensar es siempre pensar con otro, aunque ese otro seamos o creamos ser nosotros mismos”. Hölderlin lo expresaba de otra forma: “desde que somos un diálogo”. Pero, ¿desde cuándo somos un diálogo? En tanto que seres sociales, pensamos con una pluralidad de voces interiorizadas.
Una de la funciones de los periodistas, escritores y artistas en general, pues de una manera o de otra todas trabajan con la materia con la que comprendemos, interpretamos y comunicamos la realidad, los diferentes lenguajes, es justamente formular aquellas ideas y argumentos que la inmensa mayoría somos incapaces de formular con claridad y precisión, pero que acaso podemos reconocer como socialmente valioso. De este modo se puede ir formando la opinión pública sobre determinado asunto político, que necesita acuerdos para alcanzar consensos, aunque tarde o temprano un disenso reabra el diálogo en torno a ese asunto.
Perdemos de vista que eso que llamamos “nuestras opiniones” no son siempre “nuestras” (en realidad, ¿cuándo lo son?): provienen con frecuencia de Internet, la prensa, la televisión o lo que hemos escuchado en el trabajo o en casa con la familia. De manera que se confunde a menudo la libertad de expresión con los innumerables desahogos que circulan por las redes sociales, que degeneran la conversación pública, que a su vez mantiene una correlación con la calidad de nuestra democracia: a peor conversación pública, peor democracia.
No teniendo bastante con ello, como nuestros usos del lenguaje se empobrecen con la reducción de vocabulario o de mensajes que son tan breves que apenas permiten argumentar, cada vez resulta más raro ver a personas que se rebelen ante los enunciados que producen los medios de comunicación o intoxicación de masas, lo que implica pérdida de márgenes de libertad, ya que somos incapaces de percibir cómo se enmascara eso que llamamos “realidad” con expresiones eufemísticas que la distorsionan o deforman.
Así que, además de libertad de expresión, o sea, de contar con la oportunidad de expresarnos –y, por lo tanto, menos susceptibilidad y más sentido del humor, sin caer en el recurrente histrionismo al que nos somete la sociedad del espectáculo–, más expresión de libertad, tal como sugerimos con el título, es decir, educación y formación para derribar falacias y construir argumentos más sólidos, coherentes y razonables a fin de ponerlos en acción mediante costumbres y leyes.
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