Imagen | Yang Ding
¿Es tiempo de gestores o de políticos? España es un país con un gran potencial tanto en recursos materiales como humanos. Y como el capital humano es el principal activo que tiene un país o una empresa, en el momento presente se torna más necesaria que nunca una gestión óptima y eficaz de sus personas en donde se valoren en su justa medida la excelencia, así como la formación y selección de personas que ejerzan liderazgo. Por eso, muchos defienden la necesidad de contar con personas que tengan la capacidad de iniciativa necesaria para desarrollar proyectos y que sepan seleccionar y gestionar el capital humano en unas condiciones óptimas de libertad e igualdad. Se trata de valorar aspectos tales como la formación, la capacidad de adaptación y de aprendizaje, las aptitudes, la excelencia, las capacidades, la creatividad, la genialidad, el empuje y la actitud. Porque está claro que en esta reconstrucción que se avecina hacen falta personas con habilidades digitales que gestionen proyectos, que sean capaces de hacer cambios. ¿Es esta propuesta una mera refundación en clave elitista del sistema económico capitalista? ¿El fomento del liderazgo puede hacernos ceder a la tentación autoritaria y a la proliferación de los mecanismos de control social?
La formación, la educación y el I+D+i que son la base y el alimento del capital humano. Pero cabe preguntarse: ¿Cómo se va a desarrollar en este país una gestión eficaz del capital humano, una gestión en la que prevalezca la excelencia, si quienes deberían abordarla no predican con el ejemplo y la falta de evaluación es una práctica generalizada en todos los niveles de la administración y la empresa privada? La respuesta tal vez se encuentre en la evaluación científica de los procesos. Así, el profesor de Ciencia Política y de la Administración de la Universidad de Málaga Sebastián Escámez, expone en un artículo reciente publicado en el Diario El País (“No más políticas a voleo”, 27 de diciembre de 2019), que en la era del Big Data, la evaluación es un aspecto crucial en este contexto y requiere datos accesibles, a través de los cuales la ciudadanía pueda acceder y disponer de información elemental sobre la ejecución de programas y saber en qué se está invirtiendo el dinero de nuestros impuestos como contribuyentes. Es una cuestión de base. Es necesario que se asignen suficientes recursos y acordar un conjunto de indicadores, metodologías e instrumentos de evaluación que se empleen en todos los niveles de la administración, así como auditorías, institutos, laboratorios o equipos de evaluación independientes que permitan evaluar el impacto duradero en el tiempo de los distintos proyectos. La evaluación debe integrarse como un componente más de acciones y programas. Debe tener como característica principal la transparencia ofreciendo datos abiertos, siendo la evaluación facilitada a investigadores, periodistas y sociedad civil. Ni qué decir tiene que la evaluación debe de ser respetada por los responsables políticos y administrativos. La experimentación experta efectuada por los distintos profesionales del sector tendría que ser, por consiguiente, la única forma de abordar y dar solución a las distintas cuestiones. Y sólo la evaluación sostenida de políticas y su transparencia permiten esa experimentación y acreditan su honestidad respecto a la ciudadanía.
Indudablemente la ausencia de evaluación tiene una serie de consecuencias negativas. En primer lugar, impide el aprendizaje colectivo en el seno de la Administración (o de la empresa) y entre los expertos que investigan las políticas. En segundo lugar, impide la rendición de cuentas. Es decir, como se diría vulgarmente, que quien lo hace no pague por ello, tolerando y fomentando la corrupción, una mala gestión de los recursos y la perpetuación de cargos políticos a través de la creación de redes clientelares. En tercer lugar, dificulta un debate racional sobre los asuntos públicos. Por último, no evaluar convierte en inciertos los resultados de las políticas, no habiendo un consenso técnico entre los profesionales y, por tanto, que no se puedan plasmar en medidas concretas dichos resultados, prevaleciendo en la mayoría de los casos la perspectiva ideológica y partidista.
Estamos ante un cambio civilizatorio e incluso un cambio de era. Surgirán nuevos modelos de gestión de los negocios y estos tendrán un soporte digital. El paso de la sociedad agraria a la sociedad industrial tardó aproximadamente dos siglos en llevarse a cabo. La tecnificación y las innovaciones tecnológicas transformaron la manera de trabajar, de producir, así como las estructuras económicas. El paso de la sociedad industrial a la sociedad de la información se ha realizado sólo en una generación. Con la revolución tecnológica, y concretamente con la revolución de la comunicación, vivimos en un mundo globalizado. Una globalización que ha creado Occidente pero que en gran medida está definiendo (o redefiniendo) Oriente y en donde China, un régimen autoritario que ha alcanzado la condición de potencia hegemónica debido a su enorme poder tecnológico. Es la semilla de un orden económico-financiero alternativo al que alumbró Bretton Woods en 1944 que desplaza un nuevo eje global hacia el Pacífico. Estamos pues, en el tránsito del dominio hegemónico de un Occidente en declive y el comienzo de esa hegemonía con un desarrollo muy rápido de Oriente. Este es un proceso que se está acelerando, de tal modo que puede que estemos asistiendo a su consumación debido a la crisis de la Covid-19.
Dejando atrás los años “gloriosos” del capitalismo, la revolución tecnológica ha determinado el carácter global de la economía, dentro de un sistema neoliberal en el que la economía financiera tiene vida propia y no es controlada. Pero conviene recordar que esta falta de control por parte de las instituciones de la economía financiera y el desfase entre esta economía financiera y la economía real produjo la implosión del sistema financiero en el año 2008. En cualquier caso, las herramientas de hace treinta años ya no nos sirven. Se hace necesario un proceso de reindustrialización del país. En cualquier caso cabe preguntarse ¿Cuáles son las funciones económicas y sociales más importantes? Hay que tener en cuenta que con el actual sistema económico-financiero hemos asistido a un desprestigio de la economía real y por consiguiente a su concepto de trabajo. Con el Covid-19 deberíamos plantearnos transformar nuestra economía y nuestra sociedad. Según el World Economic Forum ya un 29% del trabajo se hace con máquinas, y predice que en 2025 este porcentaje subirá hasta el 52%. Es decir, estamos ante un escenario en donde las máquinas realizarán gran parte del trabajo en la próxima década. Todas estas transformaciones tecnológicas llevará a automatizar gran parte de las actividades que hoy desarrollan los humanos y, como consecuencia, tendrá un impacto decisivo en las capacidades profesionales, en las competencias y en los roles laborales que estarán disponibles en el futuro, en un mercado laboral en constante transformación. Se impone, por tanto, el replanteamiento del concepto tradicional de “trabajo” y una oportunidad para preguntarnos qué tipo de actividades, dentro de un nuevo sistema económico, contribuyen al bien común.
Pienso, por otra parte, que el sistema educativo tiene un papel destacado en este estado de cosas, dado que puede contribuir a la formación de ciudadanos capaces de competir en un mercado global dentro de una sociedad activa, tal vez con un nuevo modelo productivo. El sistema educativo debe aspirar a transformar el conocimiento adquirido en una oferta que añada valor, que permita a cada uno encontrar su camino en la vida personal y profesional, que no esté politizado y que no se caracterice por la opacidad. Ni qué decir tiene que a la hora de elaborar nuevas leyes educativas es indispensable contar con la opinión cualificada de los profesores, los profesionales que conocen de primera mano y de manera objetiva cómo se encuentra la situación en las aulas, y que se tenga en cuenta la conexión entre las distintas etapas educativas. Es también deseable que haya una relación más fluida y estrecha entre universidad y empresa y el reconocimiento y la recuperación del prestigio social de la educación y del Maestro con todas sus letras. La educación es una cuestión de Estado.
Aunque es un tópico decir que la economía de mercado es el menos malo de los sistemas, hemos podido constatar cómo el mercado no es capaz de regularse por sí solo (la famosa «mano invisible» de la que hablaba Adam Smith). ¿Será necesaria una intervención estatal para garantizar una situación de libertad y de igualdad y una distribución equitativa de las riquezas, de los excedentes para que los beneficios generados se redistribuyan con el fin de mantener el estado del bienestar y la cohesión social? ¿Es posible enfocar la revolución tecnológica desde, por y para el ser humano, desde las personas para su beneficio, sin convertir a las personas en una mercancía? ¿La revolución tecnológica será capaz de generar una economía real de mercado, al servicio de la sociedad? ¿Qué obligaciones tenemos los unos con los otros como ciudadanos?
En el artículo “¿Estamos juntos en esto?”, publicado en el Diario El País el dos de mayo de 2020, el filósofo Michael J. Sandel sostiene que la aparición de la Covid-19 ha supuesto una oportunidad para redefinir y replantearnos nuestro actual sistema económico. ¿Se trata de volver a un sistema basado en la aplicación de principios neoliberales que han acentuado la desigualdad en la sociedad desde hace cuarenta años, o bien de dotarnos de un discurso que permita una renovación cívica y moral? Pienso, con Sandel, que es hora de elaborar un nuevo sistema económico que aborde las desigualdades en general, que proporcione igualdad de oportunidades a la hora acceder al “Estado del Bienestar”. La educación sería, sin duda, uno de sus pilares fundamentales, un instrumento para que todos los ciudadanos en plenas condiciones de igualdad y libertad puedan desarrollar todo su potencial y talento. Es la mejor garantía para evitar recaídas autoritarias.
El futuro ya ha cambiado y va siendo hora de dejar paso a una muy necesaria horizontalidad en nuestra estructura educativa y empresarial, permitiendo una comunicación más fluida y dinámica. Una estructura vertical, jerarquizada, en el marco de la sociedad de la información es una contradicción manifiesta. Es necesaria en este punto y más que nunca, la recuperación de los valores asociados a las humanidades como base de la formación integral de la persona. Personas que sepan y quieran dar respuestas al porqué de las cuestiones que se planteen y quieran redefinir el sistema o, por qué no, inventen uno nuevo.
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