Imagen| Rafael Guardiola
Hace treinta y dos años yo tenía más pelo y pesaba treinta y dos kilos menos. Un día cualquiera del mes de marzo de 1988, un helicóptero sobrevoló el Instituto “Luis Buñuel” de Alcorcón-Madrid en el momento en el que yo impartía una clase sobre el pensamiento filosófico del escocés David Hume a mis alumnos del último curso del Bachillerato. En dicha ocasión, me afanaba poniendo ejemplos para ilustrar la aguda crítica del filósofo empirista a la idea racionalista de causa, crítica demoledora que echaba por tierra uno de los goznes sobre los que había pivotado el pensamiento filosófico y científico occidental -de corte determinista- y hasta la epistemología budista: el principio de causalidad. Según éste, todo lo que sucede tiene una causa, y causas semejantes producirán en el futuro efectos semejantes.
“¿Quién puede asegurarnos que el helicóptero que vuela por encima de nosotros no se precipitará de inmediato sobre las instalaciones deportivas del centro?” preguntaba yo, manteniendo un tono provocador, mientras muchos de mis alumnos miraban el reloj con impaciencia y desgana, esperando el sonido del timbre. “Recordad –les decía- que, según Hume, no hay nada que garantice que el sol vaya a volver a salir mañana. No hay seguridades en ninguna de las cosas que acaecen en el mundo, si atendemos a las leyes de la Física y de la Lógica” frente a lo que postulan los seguidores del principio de causalidad. Al llegar a mi casa encendí la radio y escuché la crónica de sucesos de la mañana con cierto sobresalto: según decían las noticias, un helicóptero se había precipitado en las pistas deportivas de un instituto del madrileño barrio de Aluche, cercano a Alcorcón, un poco después de que sonara el timbre salvador en mi aula. A la mañana siguiente pude constatar cómo algunos de mis alumnos se habían enterado de la noticia, al ver y oír sus gestos ruidosos, pidiéndome que no les explicara nada más de la obra de Hume, por si las moscas. Para fastidiar, les comenté que no podíamos estar seguros de que el techo no se desplomase ipso facto sobre nuestros cuerpos serranos, o de que el suelo se abriese con la misma celeridad bajo nuestros pies, dejando al descubierto un cementerio indígena, como en la película Poltergeist.
¿Quién iba a pensar que nuestra vida iba a tomar un rumbo tan distinto al que tenían nuestros quehaceres cotidianos antes de la declaración del estado de alarma por la pandemia del COVID-19? De golpe y porrazo, la ciudadanía española se ha quedado huérfana de las tres grandes ideas de la enseña de la Revolución Francesa por obra y gracia de un coronavirus tan nivelador como la muerte: ni libertad, ni igualdad, ni propiedad –lo de la fraternidad es un invento posterior. Pero el confinamiento ha obrado en mí maravillas –aunque a Hume no le convencían precisamente los milagros- y he decidido por ello contarles eso que mi alumnado no quiso escuchar de mi boca, por precaución y sano sentido común. Aprovecho la ocasión para recordarles que el concepto o idea de causa habita en nuestros pensamientos casi de un modo automático –por ejemplo, el concepto de causa es, para Kant, parte de nuestro equipo mental, uno de los doce conceptos puros del entendimiento, una forma a priori intelectual que nos permite hacer juicios sobre la experiencia y con ello, pensar. Por otra parte, para el viejo Aristóteles, hijo de una estirpe de médicos macedonios, el objetivo de las ciencias no es otro que el descubrimiento de las causas, de los factores explicativos de lo que sucede (material, formal, eficiente y final, según el Estagirita y sus seguidores escolásticos medievales). Si conocemos la causa de la pandemia (el COVID-19), podremos encontrar un tratamiento eficaz para la misma y conseguir la deseada curación desde el punto de vista biológico. La curación del “virus mental” asociado al coronavirus es harina de otro costal.
La razón escéptica de Hume se empleó a fondo desplegando una crítica radical de los fundamentos de la razón dogmática, cuya muestra más genuina en la época es la metafísica racionalista de ilustres filósofos como Descartes, Spinoza y Leibniz, adoptando para ello una actitud nominalista. Las grandes ideas racionalistas (alma, Dios y mundo) que diseñaban un universo de sustancias son, a los ojos del empirismo, meras entidades “abstractas”. Son ideas abstractas, según Hume, porque no corresponden a impresiones (percepciones que tienen máxima vivacidad o fuerza y que incluyen tanto a los datos sensoriales como a los productos de la reflexión y la introspección, como lo son los deseos, las pasiones y emociones). Las ideas o pensamientos legítimos, ceñidos a la experiencia o al campo de las matemáticas o la lógica, son menos vivaces y fruto del funcionamiento de la memoria y la imaginación. Porque, según el principio de copia, todas nuestras ideas o percepciones débiles verdaderas se derivan de nuestras impresiones o percepciones fuertes. Por tanto, cuando no sea posible encontrar los datos sensoriales –externos o internos- de los que deriva una idea, podremos asegurar que nos encontramos ante un concepto metafísico carente de significado, ajeno al edificio de la ciencia.
Con los conceptos o ideas formulamos juicios y con ello rubricamos nuestra actividad cognitiva. Según Hume, hay juicios no significativos, que contienen términos singulares a los que no corresponde ninguna idea formada a partir de impresiones de nuestra experiencia posible, como por ejemplo, “El hombre lobo se pasea todas las noches por Málaga, aunque no tenga que comprar pan, ir a la farmacia, comprar tabaco, sacar dinero del cajero automático o tirar la basura”. Como, de momento, no hay pruebas empíricas fehacientes de la existencia del licántropo, la afirmación anterior no es verdadera ni falsa, simplemente carece de significado. Pero, si queremos hacer ciencia o llevar una vida razonable, nuestro pensamiento se poblará de juicios significativos, esos juicios que sí pueden ser verdaderos o falsos. Corresponden a esta categoría los juicios que configuran el conocimiento matemático a los que Hume denominaba de “relaciones de ideas”, como 7+5 = 12, con independencia de que los números se refieran a mascarillas, respiradores, rollos de papel higiénico o conferencias de prensa. Y también tienen significado y, por tanto, verdad o falsedad, los juicios que hacemos sobre hechos de experiencia o juicios de “cuestiones de hecho”, como “los cuerpos sólidos se dilatan con el calor” o “en este preciso instante estoy confinado y llevo seis días sin cortarme las uñas de los pies”.
El problema de la causalidad no era –ni es- un problema filosófico menor. Resulta que las ciencias naturales y sociales contienen razonamientos formados por juicios de “cuestiones de hecho” y se basan en la relación causa-efecto, porque infieren la existencia de objetos, sucesos o procesos futuros –por ejemplo, que el confinamiento finalizará a finales de abril de 2020-, que todavía no hemos podido observar ni recordar, sobre la base de informaciones que pertenecen al presente o al pasado. Por otra parte, la idea de causa es el fundamento de los razonamientos inductivos. Y en su estudio de la relación causa-efecto desde una perspectiva empirista, Hume señala la existencia de tres condiciones relevantes y verificables por la experiencia: entre causa y efecto hay una relación de cercanía en tiempo y lugar (no puedo afirmar sensatamente que mi estornudo sea la causa del contagio del Príncipe Carlos de Inglaterra o de la muerte de Rasputín); la causa es anterior al efecto desde el punto de vista temporal (la multa no es anterior a la infracción cometida por un confinado de vida alegre); y hay una conjunción constante entre causa y efecto (hay fuego y hay humo, un político me da la mano y me contagio…). En esta última condición empírica está la clave de la argumentación de Hume.
La idea racionalista de causa –como la entiende, por ejemplo, Descartes- implica la idea de conexión necesaria y real entre causa y efecto: “Si me besa apasionadamente en la boca la actual presidenta de la Comunidad de Madrid –contagiada por COVID-19-, el resultado del test chino al que me someta dará necesariamente positivo”, “si llueve, la calle se moja”, “si me como seis cachopos de una sola sentada, tendré indigestión” etc. Pero, según David Hume, la experiencia únicamente establece que existe una conjunción constante entre sucesos, una sucesión constante entre ellos en el pasado. En consecuencia, las ideas de causa y de conexión necesaria no son ideas verdaderas, sino construcciones abstractas de nuestra mente, porque no se corresponden con ninguna impresión de nuestros sentidos internos o externos. Y si esto es así, no hay ninguna justificación racional, sea lógico-matemática o empírica, de la idea racionalista de causa, y nuestro conocimiento racional de los hechos estará limitado a las impresiones actuales y las ideas pasadas o recuerdos. Obviamente, será imposible conocer con certeza los hechos futuros –como el final de la pandemia- y hacer predicciones científicas fiables.
No obstante, el análisis de Hume no nos deja desamparados, al borde del suicidio cognitivo en un mundo sin certezas absolutas. En un viraje digno del mejor de los magos del escepticismo moderado, el escocés rebaja sus exigencias para proponernos un pensamiento cercano a nuestra vida cotidiana. Aunque no hay una justificación racional, si existe una justificación práctica de la creencia en la existencia de relaciones causales, lo que nos permite anticipar, de algún modo, la experiencia futura: tenemos la costumbre, la disposición, el hábito de esperar que los sucesos futuros sigan los mismos patrones de la experiencia pasada. Tenemos la costumbre de pensar que el pan alimenta, que el sol volverá a salir mañana o que el mundo seguirá existiendo después de la pandemia del coronavirus. Nuestro conocimiento del mundo es un proceso de habituación, de creación de hábitos perceptivos, y de estos depende nuestra supervivencia. Y nuestra confianza en que sucederán los hechos todavía no observados no se apoya ya en una comprensión basada en razonamientos construidos con juicios matemáticos y empíricos, sino en un sistema de creencias habituales basado en la experiencia y en el libre juego de la imaginación. Se trata, en definitiva, de fomentar el cultivo de una vida razonable y duradera gracias a un buen equipo de creencias razonables, de “seguridades probables”. Así, podremos pensar, con alivio, que aunque no es imposible que mañana deje de salir el sol, es altamente probable que saludemos su presencia.
El problema es que el coronavirus ha alterado profundamente nuestro sistema de creencias habituales y muchos andan buscando certezas con la misma intensidad con la que el cínico Diógenes buscaba auténticos seres humanos, a plena luz del día, con una lámpara encendida en la mano. A día de hoy, habrían detenido a Diógenes por saltarse el confinamiento, denunciado por los nuevos policías de los balcones. Tal vez sería la prueba más fiable de que las grandes ideas de la Revolución Francesa siguen vivas, a pesar de su naturaleza abstracta.
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