Imagen| Julia Martínez Cano
Cuando otras personas esperan de nosotros que seamos como ellos,
nos obligan a destruir a la persona que realmente somos
Jim Morrison, cantautor y poeta
Muchas personas piensan que la moda se reduce a cuatro trapos, otras asocian este término a la decisión sobre lo que hay que ponerse cada día al salir a la calle o para un momento determinado, puede ser también un signo de prestigio, aspiración y/o distinción social, y para otras muchas, como es mi caso, debido a mi actividad profesional, la moda puede constituir el centro mismo de su universo, ya que hay quien vive desde, para y por la moda. El célebre psicólogo estadounidense Abraham Maslow, en su conocida pirámide de la jerarquía de las necesidades humanas, sitúa la necesidad de vestirse dentro de las necesidades básicas del ser humano. Y la RAE define la moda como “gusto colectivo y cambiante en lo relativo a prendas de vestir y complementos”. A ese carácter cambiante y efímero al que hace referencia la definición de la RAE y que caracteriza a esta institución, esencialmente estructurada por lo efímero, la fantasía y la seducción, apela el filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky en su libro El Imperio de lo Efímero: La moda y su destino en las sociedades modernasi.
El profesor de la Universidad de Grenoble ve la moda como uno de los principales agentes del desarrollo de la democracia y el individualismo en una era de la seducción generalizada. Analiza el efecto de la moda en las sociedades, atreviéndose a abordar la moda como fenómeno social, un tema poco tratado en los círculos intelectuales de la época. El de la moda resultaba ser un tema poco serio y banal. Gilles Lipovetsky rompió moldes al concebir la moda como un proceso rápido de diseño, producción y consumo, como paradigma del capitalismo moderno. Defiende que la moda es un agente privilegiado del proceso de democratización de la sociedad y es un claro reflejo de la sociedad en la que vivimos. Actualmente la moda se ha extendido a todas las categorías sociales, convirtiéndose en todo un fenómeno de consumo en lugar de continuar siendo un fenómeno cultural privilegiado. En este sentido cabe destacar la frase del escritor británico Mark Tungate: “Cuando las prendas salen de las fábricas donde se confeccionan son simplemente ´ropa` o ´indumentaria`; cuando pasan por las manos de los profesionales del marketing, se convierten en ´moda` como por arte de magia”. Este tema también lo aborda la periodista canadiense Naomi Klein en su libro No logo. El poder de las marcasii, en donde analiza las distintas estrategias de marketing llevadas a cabo por las grandes marcas, entre las que se encuentran las más lujosas tiendas de ropa de las grandes ciudades, y analiza ese proceso de transformación al que alude Mark Tungate de ´ropa` o ´indumentaria` a ´moda`.
La marca no simboliza un trozo de tela, ni el número de trabajadores que tiene en su plantilla con unas buenas o malas condiciones laborales, sino que se convierte en un sentimiento, unos determinados valores, la pertenencia o aspiración a una determinada comunidad o status social con unos gustos y unos intereses comunes. Es decir, la moda va más allá de lo meramente tangible. Porque, como afirma el gurú del marketing Philip Kotler: “El marketing no es el arte de encontrar maneras ingeniosas para vender lo que se fabrica. Es el arte de crear auténtico valor para el consumidor”.
Según G. Lipovetsky nos encontramos ante una sociedad centrada en la expansión de sus necesidades, una sociedad que reordena la producción y el consumo de masas bajo la obsolescencia, la seducción y la diversificación. Hasta los años 70 del siglo XX vestirse bien era muy caro y no todo el mundo se lo podía permitir, estando la moda reservada sólo para una élite económica. Hasta finales del siglo XVIII, con la derogación de las leyes suntuarias por la Convención francesa, que desde el siglo XIII imperaban en toda Europa, se suprime la prohibición al Tercer Estado de vestir como la aristocracia. Estas leyes suntuarias dictadas por los más poderosos pretendían controlar estamentalmente a través del vestido a toda la sociedad, consolidando la estructura jerárquica piramidal característica del Antiguo Régimen. Con la aparición del prêt-à-porter lejos quedan aquellos tiempos en los que para hacerse prendas de vestir a la moda, los ciudadanos tenían que recurrir a los patrones de la revista Burda o recurrir a un sastre. La elegancia empieza por la gracia, por la libertad de movimientos, por identificarse y sentirse identificado. Parafraseando al diseñador Yves Saint Laurent “la elegancia consiste en olvidarse de lo que uno lleva”. Etimológicamente la palabra elegancia se refiere a la persona que elige, la persona que está en posibilidad de elegir sus atuendos porque ésta puede permitírselo, tiene un patrimonio económico que se lo permite y al elegir, puede diferenciarse del resto.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, aparece un sistema de producción que se mantendrá con regularidad durante un siglo, hasta los años setenta del siglo XX, con la aparición del prêt-à-porter, constituyendo la moda una organización estable. La moda se articula desde mediados del siglo XIX en dos industrias: La alta costura, por un lado, y por otro, la confección industrial, como consecuencia de los avances técnicos de la Segunda Revolución Industrial que se darán entre 1870 y 1914. En los países con un alto grado de industrialización en donde se darán las condiciones propicias para reproducir legalmente los modelos de la alta costura, ya que será ésta la que marque la pauta. La alta costura será la fuente de la que emane toda innovación, y de forma rápida, diversificando la oferta, dando lugar a artículos de calidades diferentes y desarrollando una serie de artículos que van de lo corriente al semilujo. La confección seriada se puso en marcha a principios del siglo XIX. Se empezó con la moda masculina, más fácil de repetir que la femenina. Pero a mediados del siglo XIX las prendas de confección industrial también llegaron a los roperos femeninos, aunque no se podían comparar con los hechos a medida ya que las prendas no eran de muy buena calidad y no se ajustaban las tallas.
La alta costura se asocia esencialmente a la moda femenina y su centro es París, foco de la moda a nivel internacional. La moda masculina es impulsada desde Londres y a partir de 1930 es impulsada cada vez más desde Estados Unidos, concretamente desde Nueva York. Esta ciudad, altamente industrializada, miraba a Europa y reunía las condiciones para desarrollar la industria de la moda. En Europa era Inglaterra el centro más importante de prendas de confección industrial, mientras que París se reafirmó como el centro más importante de la alta costura. Decimos que se reafirmó porque París se consideraba ya centro de moda internacional desde el siglo XVIII. No fue casualidad el hecho de que los primeros grandes almacenes se abrieran en Francia hacia 1850 y que la Exposición Nacional se celebrase en París en el año 1900, internacionalizando la moda francesa a través de la prensa especializada internacional. En 1910 se funda la Chambre Syndicale de la Couture Parisienne que velaba y protegía los derechos de autor, consolidando a París como el epicentro de la moda a nivel internacional. En ese sentido hay que decir que los expositores del Pavillon del l`Élégance fueron elegidos por primera vez por una mujer, Jeanne Paquin, quien firmaba como “diseñadora de moda” y no sólo como modista.
El modisto tal y como lo conocemos en la actualidad, así como la alta costura nacen, paradójicamente, en la segunda mitad del siglo XIX, y se encarnan en la figura de Charles Frederick Worth, un inglés que había trabajado en Londres en una importante tienda de tejidos franceses. Tras siete años de formación en la industria textil londinense aprendiendo el proceso creativo, ya que había vestidos de confección seriada, llegó a París prácticamente con lo puesto y en 1858 junto con el sueco Otto Boberg fundó en la Rue de la Paix una casa de costura, establecimiento que dirigió en solitario a partir de 1871. Es aquí donde aparece la figura del sastre como figura independiente, como creador, que no se somete a las indicaciones de sus clientes, ni sigue las directrices y ordenanzas del sistema gremial del Antiguo Régimen. Se trata de un creador, de un artista que goza de total independencia, fuente de innovación en su campo y de cuyas aguas deben beber todos sus clientes. “Mi trabajo no es ejecutar, sino también inventar” dirá Worth. De hecho firmaba sus creaciones como si de obras de arte se tratase, con una pequeña etiqueta de tela bordada con su firma que cosía en todos sus modelos. En la actualidad la iniciativa e independencia del fabricante en la elaboración de los artículos, la variación regular y rápida de las formas y la proliferación de modelos y series eran principios que han dejado de ser patrimonio de la alta costura para pasar a serlo de la industria del consumo. La moda prêt-à-porter se halla disponible en todos los niveles de mercado, incluyendo la moda de gama alta, la moda de gama intermedia, la gran distribución y la moda económica. No obstante, conviene recordar, con Lipovetsky, que la moda sensu estricto aparece a finales del siglo XIV, cuando surge un tipo de vestido diferenciado sólo en razón del sexo: corto y ajustado para el hombre, y largo y envolviendo el cuerpo, en el caso de la mujer.
En cualquier caso, la elegancia es mucho más que ir a la moda, que tener un vestuario con lo último: es saber conocer las tendencias y, sobre todo, conocerse, sabiendo cuáles son las propias fortalezas y debilidades, para sacar el máximo partido a ese outfit y encontrar el equilibrio que nos permita sentirnos bien, cómodos y a gusto con nosotros mismos e identificados con lo que llevamos puesto, transmitiendo esa estabilidad a través de nuestro aspecto. Se trata de identificarnos y sentirnos identificados. Un antepasado de Lady Di, el Conde Spencer, decía a este respecto que la sensación de ir bien vestido proporciona una paz que ni la religión misma puede ofrecer.
No se valora en su justa medida lo que conlleva la elaboración de un traje. Mucho se ha escrito y hablado en los últimos años acerca de la desaparición del traje, ”una prenda del pasado” que iba a ser sustituida por el estilo “business casual”, es decir, la combinación de una americana de estilo casual con una camisa que puede ser de vestir o casual, con corbata o sin corbata, y un pantalón chino, jeans o de vestir. Con el “business casual” se pretende ir elegante pero con un estilo más informal. Pienso, sin embargo, que este outfit no proporciona la elegancia que otorga un traje, en donde la americana y el pantalón se encuentran en plena sintonía, a pesar de lo que marquen las tendencias, ya que lo elegante nunca va a pasar de moda. La elaboración de un traje es siempre una tarea minuciosa, siendo su máxima expresión la sastrería a medida. El recorrido para conseguir el producto final que llega a las tiendas es largo y complejo. Un traje de diseño, de firma, se confecciona por lo general a partir de unas cien piezas, de las cuales veinte conforman solamente el forro. El tratamiento de los tejidos, desde su fase inicial de esquilado de ovejas hasta la realización de los finos hilos o el delicado proceso de coloración de los mismos, es la fase primordial del proceso. Y aunque actualmente se confeccionan trajes con tejidos muy variados, la lana es el más tradicional y extendido. Dentro de la lana podemos encontrar distintas calidades cuya referencia es la finura del hilo. A mayor finura del hilo hay una mayor calidad del tejido. La forma de expresar esta calidad la finura y la calidad de la lana es la expresión (palabra) súper. Sin embargo, el traje será más delicado. En definitiva, no hay que perder de vista que, como decía el joyero estadounidense Harry Winston, “la gente va a mirar…haz que valga la pena”. El traje cambia la percepción que los demás tienen de nosotros mismos.
Leer más en HomoNoSapiens| Monográfico El poder del mito: mito y sociedad actual Si las apariencias engañan…
i Lipovetsky, G., El Imperio de lo Efímero: la moda y su destino en las sociedades modernas, Anagrama, Barcelona, 1990.
ii Klein, N., No Logo. El poder de las marcas, Paidós, Barcelona, 2001.