Imagen| Julia Martínez Cano
Antes de dialogar sobre la sinceridad, en el encuentro1 hubo lugar para plantear diversos deseos radicales. Pero, ¿qué puede ser esto? Estamos habituados a expresar deseos particulares, referidos a la propia vida, o bien, a la vida de las personas o situaciones que nos rodean. Al menos, de una manera más sentida. De ahí la virtualidad de este ejercicio filosófico. Un deseo radical no es un deseo extremista o exagerado –eso puede venir después, para bien o para mal– sino que va a la raíz del asunto, a lo esencial o fundamental o básico, a lo más importante, el origen desde donde se genera todo el tropel de consecuencias deseables o no deseables, visto desde una perspectiva general o universal… lo más posible. No está de moda lo común ni lo universal y, quizás por ahí, nos vengan muchas de las pérdidas actuales, fugas de “lo mejor posible que podamos”. Mirad la política al uso, mirad la economía establecida… miremos nuestro propio desarrollo moral, como aconsejaba mirarlo Lawrence Kolhberg.
Pues bien, a continuación, una justificada muestra de radicales deseos: poner conciencia en lo que hacemos y decimos; no olvidar que siempre está disponible el diálogo, educarse para estar dispuesto a dialogar; libertad, sí, pero fraterna, no de la mal entendida libertad, no excluyente, solidaria; no olvidar que el bien común me incluye a mí también; una paz mundial, basada en la justicia, como nos recordaba en la práctica Mahatma Gandhi; tampoco olvidar el cotidiano regalo de la vida en mí, que me hará capaz de apreciar la vida de los otros; y el amor, que no es el romántico amor, sino el sentimiento de unidad con todo; la comunicación, comunicarnos, radical deseo y básico para todo lo demás; y, cada vez más, engrosar la gente que no quiere irse a vivir Marte (Jorge Riechmann); valorar la vida natural de nuestro planeta, que no puede separarse de un uso responsable de la tecnología, en una era tan científica y tan tecnológica como la nuestra.
Y, volviendo al tema central del encuentro filosófico: sí hay que ser sinceros, pero es más importante todavía considerar si en ello duermen límites que hay que mantener bien despiertos. Por ejemplo, yo debo ser sincero tras respetar la voluntad del otro, de querer saber la verdad, y no delante, ponerse uno por delante, un afán ansioso por decir la verdad a toda costa, cuando es posible que ni siquiera los interesados nos lo hayan preguntado. No olvidar que la verdad no es mi verdad, sino que la verdad es poliédrica, que sólo accedemos a una perspectiva de la realidad, como nos enseñó Ortega y Gasset, integrando mi verdad con tu verdad. Y Antonio Machado:
¿Tu verdad? No, la Verdad;
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
Considera también si una sinceridad que produzca daño –quizás, incluso, me lo produce a mí– no sería, de nuevo, un exceso de sinceridad, que puede llegar a ser innecesaria o contraproducente. En esta línea, consideró el diálogo si es posible que el hecho de ser sincero, te haga más vulnerable ante los demás, sobre todo para aquellas mentes más interesadas y oportunistas. O si mostrarse vulnerable es, en verdad, un inconveniente o bien incluye sabrosos frutos a medio o largo plazo. Desde luego, el nudo gordiano no está en que los demás te puedan etiquetar, al ser tan sincero, sino en que tú mismo te pongas, o asumas, las etiquetas. Y esto es una cuestión del desarrollo personal de cada uno. Aunque, es cierto, también para esto dialogamos en un encuentro filosófico de este tipo: para ser más nosotros mismos y conocernos mejor, con la ayuda del espejo que son los demás.
Por supuesto, un límite ineludible, que lo cambia todo y predispone por completo al interlocutor –favorable o desfavorablemente– se refiere a la forma de presentar lo que decimos o nos disponemos a realizar. Y, por ahí, el grupo de discusión comenzó a pergeñar la idea de una sabia sinceridad. Es posible que alguno de ustedes, que leen esto, puedan llegar pensar que la escucha de estos límites de la sinceridad, en lugar de convertirla en una sinceridad bien entendida, la transmuta en hipocresía o falsedad y que, incluso, pudiera llegar a mezclarse de egoísmo insensible. Por esto, es tan importante la consideración de una sinceridad prudente o sabia, virtuosa, como se dijo durante el encuentro. ¿Cuándo y cómo decir lo que uno piensa? Esto requiere de ciertas virtudes, que han de ser desarrolladas, para poder ejercer una sinceridad madura, buena para uno mismo y buena para los demás: la comprensión abierta de la situación, una capacidad suficiente para sentir con el otro (compasión), el amor o sentimiento de unión con los demás, que son como yo y sienten como yo… También ellos tratan en lo posible de ser sinceros, cada uno con sus dificultades y aciertos. Y no olvidar nunca, y practicarlo, que yo puedo ser sincero al margen de si lo son los demás, que esto depende siempre de mí, y solamente de mí.
En definitiva, la pregunta que uno mismo debe hacerse, para un buen uso de nuestra capacidad sincera en el decir y en el obrar (la autenticidad, que los antiguos griegos llamaban parresía), es la siguiente: ¿qué busco yo al tratar de ser sincero? ¿Qué me mueve…? Es decir, la absoluta necesidad de examinarme yo, si soy capaz de ser sincero conmigo mismo, primero y antes que nada. Pues, de lo contrario: ¿realmente puedo llegar a ser sincero con los demás, si antes yo no lo soy conmigo mismo? Necesitamos una mínima transparencia de nosotros mismos, ser nosotros mismos… Y si soy yo quien dice o hace, la sinceridad la manifiesta mi sola presencia. Y si soy yo, conscientemente, puedo entonces decidir, sin mayor problema, si algo lo digo o no lo digo, si lo hago o no lo hago. No soy, en absoluto, falso o hipócrita. Soy yo. Además de que, si lo soy conscientemente, tendré en cuenta mejor mis circunstancias, las de la verdad que pretendo manifestar. Ortega y Gasset, ipse dixit:
Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvo yo.
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1 Sobre la sinceridad: Café Filosófico en Vélez-Málaga (11.4), celebrado el 17 de enero de 2020, cafetería Bentomiz, 17:30 horas.