Imagen|Paula Sánchez Calvo
Cada vez que se aproxima la fecha de lo que litúrgicamente se denomina La Pascua y, en términos populares, la Semana Santa, “la Gran Semana”, según expresa el entorno cofrade, no puedo evitar hacer una reflexión que me haga comprender algo sobre el significado de estas fiestas, religiosas o paganas, según de donde proceda la opinión.
Cuando formulo preguntas sobre este asunto en los ambientes cercanos al mundo de las cofradías, se magnifican, como es lógico, las respuestas de carácter religioso, como si de una catequesis se tratara para enseñar y mostrar la Pasión de Jesús el nazareno, provocando sentimientos de dolor ante semejante ejecución dictada por la clase política y religiosa de aquella época en Galilea. Y yo me pregunto, conociendo la profunda y cercana humanidad de Jesús de Nazaret y su compromiso de vida con los más desfavorecidos y humillados, ¿qué harían con él si se mostrara en este siglo que vivimos denunciando todo lo que denunció en su época? Mi reflexión me lleva a pensar que lo condenarían de nuevo y le darían muerte, lo mismo que han hecho y siguen haciendo con tantos profetas conocidos, en nuestro mundo de ahora, que han sido asesinados o repudiados.
Cuando se vive desde la convicción de nuestras creencias, es decir, nuestra fe, y ésta procura ser coherente con la forma de vida que significan esas convicciones, considero que no son necesarias esas manifestaciones multitudinarias o espectaculares para afianzar esa fe. La vida es lo que importa, lo mismo que su repercusión en las personas. El ser humano y la triste realidad de su situación en el mundo es lo que le preocupaba a ese Jesús al que muestran las imágenes. Al final, con tantas exaltaciones religiosas, nos quedamos con esas imágenes y nos olvidamos de las personas. Hasta el punto de competir en bellezas y calidades de una imaginería artística. Voces que se escuchan en esas manifestaciones cofrades y populares en las calles de las ciudades y de los pueblos donde la Semana Santa se vive, al ritmo de trompetas y tambores, incluso con presencia militar, como una fiesta que tiene más contenido de espectáculo que de valores humanos.
Pero también creo que compartir un sentimiento de auténtica hermandad para, a partir de ahí, volcar la vida hacia ese compromiso de amor y de servicio generoso y desinteresado a las víctimas de nuestra sociedad actual, el mundo cofrade puede aportar verdaderos testimonios de esas convicciones que antes decía y que tiene mucho que ver con el seguimiento a Jesús el nazareno. Pero cuando se centran los esfuerzos en presentar una procesión de hermosas figuras, adornadas de ostentación y riquezas materiales, cuando lo que se quiere representar, precisamente, es esa parte de la historia humana de un hombre que fue condenado y crucificado por defender los derechos humanos de los más pobres, las convicciones se contradicen poderosamente.
He presenciado pregones de Cofradías en Semana Santa que son auténticas exaltaciones de todo menos de los valores y forma de vida que Jesús de Nazaret nos transmite en los Evangelios. Pregones que quieren mostrar más el virtuosismo de un orante apasionado de sus palabras y del lucimiento de sus exclamaciones y proclamas, escenificando imágenes verbales que pretenden emocionar al público que escucha. Es un preámbulo del espectáculo que sigue, al son de los aplausos. Pero a Jesús no lo aplaudieron en el recorrido de su Pasión, ni en los momentos de su agonía y muerte, más bien le escupieron en su cara y lo despreciaron violentamente. Y eso no es un espectáculo, es una injusticia.
He escuchado decir, también, que la materialización de un acto que tiene carácter religioso, como es la Semana Santa, en una fiesta y un espectáculo para atraer el turismo, se debe a que se vive en un país donde la “aconfesionalidad” del Estado condiciona o influye en estos hechos. Creo más bien que se trata de las consecuencias que provoca la falta de ese contenido de vida coherente con las convicciones. Al final todo se descubre, y cuando se confunde el seguimiento de Jesús con manifestaciones de tipo religioso, como las que vivimos, muy lejos de sus Palabras, todo queda en la superficialidad, la tradición, el culto, el rito, las procesiones… y esto no convence a nadie.
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Hay tantas y tantas formas de entender el fenómeno de las celebraciones religiosas… más si cabe la Semana Santa, que en España se instrumentaliza en favor del turismo, de las cofradías, de los grupos de artistas, también de los agnósticos. En este caso no hay blanco y negro, no es tachable o intachable. Indudablemente las cofradías, cuyo origen suele estar ligado a la conformación de un gremio, tienen una vocación eminentemente caritativa; más allá de eso, son grupos identitarios. Sea cual sea la función final de la profesión de la fe y la manifestación material de esta, ni todas las Semanas Santas se componen de discursos panegíricos sobre el olor a cera y demás parafernalia teatral, ni todas son verdaderos ejemplos de idolatría.
El ser humano es contradictorio, es irreverente y, como tal, no todos actúan de acuerdo a unas nociones generales de «lo que es» o «debería ser» la Semana Santa. Ante todo, lo que sí es, es la confluencia de manifestaciones de identidad, de un grupo, de varios, de individuos (de ahí, las saetas particulares desde un balcón, las petaladas encargadas, etc.) que aúna música, imaginería, dramatismo, escenografía, antropología y también, para algunos, religiosidad y que no tiene nada que ver en los diferentes puntos del país, ni en otros países.
Después de todo ello, lo único que cabe preguntarse y poner en duda es, si todos los golpes de pecho que se dan en esa semana, se repiten después en el resto del año o es una continuación del que fuera drama litúrgico medieval…