Imagen |Rebeca Madrid
¿Cuándo termina una obra? A veces antes de que concluya; otras la representación no termina una vez que desciende el telón, del mismo modo que la lectura no acaba tras cerrarse el libro: sigue en ti, volviéndose a representar, inquietándote, sacudiéndote, poniéndote en tela de juicio, interpelándote, formulándote incómodas preguntas. Acabas de salir del teatro Cervantes de Málaga, donde se ha representado El mago, obra escrita y dirigida por Juan Mayorga, al mismo tiempo que este dramaturgo, matemático y filósofo pronuncia en el edificio de la Real Academia Española, situado entre el Paseo del Prado y el Parque del Retiro de Madrid, su discurso de ingreso en esta institución que vela por las palabras y cuida del idioma; discurso que paradójicamente ha versado sobre su título “Silencio”.
Y no solo por el papel esencial del silencio en la historia del teatro, desde las antiguas tragedias, ya sea Edipo rey o Antígona, de Sófocles, pasando por Hamlet, de Shakespeare, hasta La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, que se abre con un “silencio” y concluye con otro. ¿Acaso podía ser de otro modo? Como declaraba Mayorga en este discurso: “hay en el escenario un combate físico entre la voz y su silencio. (…) Silencio y voz laten cada uno en el otro. El silencio despierta el deseo de voz y la voz el del silencio. Quizá de la tensión del silencio surja la voz o la tensión de esta haga aparecer aquel”. Por ello “si el silencio es parte de la lengua, lo es, y determinante, del lenguaje teatral”.
El silencio es el envés de la palabra, el eco que contribuye a que los sonidos inteligibles sean lo que son en su máxima potencia expresiva. Y no solo en los escenarios. Uno de los más reconocidos representantes de la llamada poesía del silencio, José Ángel Valente, indicó en “Cinco fragmentos para Antoni Tápies”: “Mucha poesía ha sentido la tentación del silencio. Porque el poema tiende por naturaleza al silencio. O lo contiene como materia natural. Poética: arte de la composición del silencio. Un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio”.
La poesía de los místicos y, en particular, la de San Juan de la Cruz, quizá la cumbre mística de la lírica hispánica, es inconcebible sin su musicalidad y sus silencios, que le permiten traspasar los límites de lo hasta entonces expresado, estrangular la lengua a fin de que en su mutismo resplandezca. La tentación del silencio es más frecuente de lo que acostumbramos a imaginar. Incluso en el lenguaje filosófico, pues, como señalaba George Steiner, “subsiste la cuestión de si el enunciado del Tractatus no es el más vigoroso y el más consistente. A decir verdad, posee una profunda intuición. Pues el silencio, que en cada momento rodea la desnudez del discurso, parece, en virtud de la perspicacia de Wittgenstein, no tanto un muro como una ventana. Con Wittgenstein, como con ciertos poetas, al asomarnos al lenguaje, atisbamos, no la oscuridad, sino la luz”.
A menudo la respuesta en momentos decisivos de nuestras vidas –ya sea en el amor como en la muerte, en los reencuentros como en las despedidas…– es el silencio. Se degrada a las palabras –y al mundo– cuando con palabras se intenta expresar lo que estas no pueden, o bien lo que no acertamos a decir. De ahí la célebre proposición con la que se cierra el Tractatus: “De lo que no se puede hablar hay que callarse”. Pues hablar sin propiedad, sin conocimiento, sin sensibilidad, acerca de un fenómeno, contribuye a banalizarlo y banalizarnos. Es el ruido sin fin que circula como un interminable enjambre furioso por las redes sociales de nuestros tiempos.
Según Steiner, “la elección del silencio por quienes mejor pueden hablar es históricamente reciente […] Se presenta como una experiencia obviamente singular pero formidable en sus implicaciones generales, en dos de los principales maestros, forjadores, presencias heráldicas, si se quiere, del espíritu moderno: en Hölderlin y en Rimbaud”. Uno añadiría a Emily Dickinson, una de las voces poéticas norteamericanas más poderosas, y en la que los espacios en blanco de silencios multiplican las ondas concéntricas de los poemas. En poca poesía como en la de Dickinson sentimos lo que observaba Henri Lefebvre: “el silencio está dentro del lenguaje y al mismo tiempo en sus fronteras”.
Juan Mayorga agrega en su discurso que “el silencio nos es necesario para un acto fundamental de humanidad: escuchar las palabras de los otros”. Escuchar es abrirnos a lo otro, permitir que otras voces nos atraviesen y renueven nuestra piel. Por el contrario, si no escuchamos permanecemos encerrados en nosotros mismos. Con frecuencia hablamos porque creemos estar en lo cierto; en cambio, escuchar es reconocer que no se sabe suficientemente. Lo segundo me parece más tolerante y solidario. Ahora bien, las palabras también nos son necesarias para ese acto de humanidad que es escuchar, ya que dependiendo del lenguaje que hayamos incorporado a lo largo de nuestra vida nos podremos adentrar más o menos por la inagotable espiral de la comprensión y de la comunicación: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” (Wittgenstein).
Con estas reflexiones en torno al silencio y las palabras merodeamos un delicado y espinoso tema recurrente en el pensamiento de George Steiner: lenguaje y humanidad: ¿hasta qué punto el uso del lenguaje contribuye a nuestra humanización? “El lenguaje ha sido, en todo el curso de la historia, el recipiente de la gracia humana y el primer portador de la civilización”, a juicio de Steiner. Las palabras, al igual que nuestras acciones, nos pueden llevar a ser más civilizados o más bárbaros, dependiendo de nuestras elecciones. Por eso no es una cuestión irrelevante, todo lo contrario, elegir los términos con los que nos manifestamos: estamos siendo o dejando de ser por ello…
Rita Levi-Montalcini, científica que obtuvo el Premio Nobel de Medicina en 1986, lo expresó con claridad en su profundamente humana autobiografía, Elogio de la imperfección: “El lenguaje, que es el mayor don concedido al hombre, y que le ha abierto los infinitos horizontes del pensamiento, lo precipita en las simas del oscurantismo cuando fanáticos y cínicos caudillos de masas lo usan para incitarlo al odio, o cuando una cruz esvástica o la capucha de un líder del Ku Klux Klan ejercen sobre él una mágica fascinación que ofusca las facultades intelectuales del lejano descendiente de aquel menudo bípedo bautizado, tres millones y medio de años después de nacer, con el nombre de Lucy”.
Precisamente El Mago, escrita y dirigida por Juan Mayorga, trata acerca del poder performativo del lenguaje, de cómo las palabras pueden encarnarse en los cuerpos. Quizá los humanos sean los únicos animales que se vean afectados de esta singular forma por el lenguaje, que le confieran esa fuerza y credibilidad a las palabras. Un “te quiero” puede darnos la vida, como la ausencia de ciertas palabras robárnosla. Para bien y para mal, las palabras nos alteran, nos vuelven otros. Animales crédulos que pueden convertirse en fanáticos o en justos.
No es fortuito que en esta pieza se compare a veces la función del mago con la del teatro, al fin y al cabo ambas se levantan con la ilusión que generan las palabras y los silencios en los espectadores. Es el poder de la ficción, que nos lleva a plantearnos qué es lo real y qué no lo es; quiénes somos nosotros; qué es la identidad… El Mago no es una de las obras más logradas de este dramaturgo, pero aparecen algunos de sus perseverantes fantasmas, con hondas y desconcertantes intuiciones. Otros temas son la culpa –imposible no pensar aquí en Kafka, en cuya Carta al padre llega a comprender los malentendidos de la relación hasta disolver el sentimiento– o la necesidad de evadirnos ante la insoportable realidad, lo que me lleva a pensar en Libro del desasosiego de Pessoa: “El arte nos libera de la sordidez de ser. Mientras sentimos los males y las injurias de Hamlet, príncipe de Dinamarca, no sentimos los nuestros –viles por ser nuestros y viles por ser viles–. El amor, el sueño, las drogas y sustancias intoxicantes, son formas elementales del arte, o mejor, de producir sus mismos efectos”.
En un momento de la representación de El Mago se escucha que “la función sigue mientras hay espectadores” –como sugeríamos al comienzo, no termina nunca–, pues mientras hay vida hay espectadores. Por lo menos uno es espectador mientras es consciente de sí. Vivimos desdoblándonos en el escenario de nuestra imaginación y, desde luego, nuestra autoconciencia no sería lo que es sin el teatro y las artes, que han ampliado y enriquecido nuestros puntos de fuga, el trampolín de nuestra imaginación.
Se compara, pues, la vida con el teatro, lo que es al menos desde el Siglo de Oro –pienso en Calderón de la Barca, en Cervantes, en Shakespeare, pero también, más recientemente, en Pessoa, Pirandello, Borges…– una metáfora existencial lexicalizada, es decir, una de esas metáforas tan arraigadas en el inconsciente colectivo que apenas percibimos que lo son y que, sin embargo, nos resultan esenciales para explicar cómo sentimos y entendemos nuestra vida. Calderón de la Barca lo expresó de forma insuperada en La vida es sueño:
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando […]
Yo sueño que estoy aquí,
de estas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí;
¿Qué es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Por la misma época Descartes, con razón en el tercer estadio de la duda metódica, ese ejercicio filosófico de la duda con el fin de liberarse de la misma y encontrar una certeza clara y distinta, se tropieza con este problema existencial irresoluble, distinguir qué parte de la vida es vida, y qué parte del sueño, sueño, ya que no es fácil discernir nuestros recuerdos de los sueños, nuestro pasado de un relato, nuestra identidad de una ficción. La autobiografía de Gabriel García Márquez se abre con esta paradoja: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”. La extraña materia que empleamos para contar la vida son los lenguajes de las artes y, en especial, el verbal.
Las últimas palabras de Hamlet son misteriosas. Después de indicarle a su amigo: “Yo muero, Horacio; tú vives; explica mi conducta y justifícame a los ojos del que ignore”, exclama: “¡Lo demás es silencio!” Hay un silencio que precedió a nuestra existencia, y hay un silencio que persistirá más allá de nuestra existencia: entre uno y otro silencio, están las palabras con las que procuramos dar forma y cierto sentido a la vida.
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