Imagen |Rafael Guardiola
Ahora, yo me pregunto: ¿realmente estamos viviendo la realidad de las cosas, o es que estamos viviendo nuestra noción de realidad puesta en cada cosa que tenemos delante?
Antonio Blay, La realidad.
El egoísmo es una defensa eficaz. Se confunde por ello, fácilmente, con el núcleo. Pero el núcleo no es eso, no es el mí. El núcleo es energía neutra, sin juicios, sin opiniones: “pura”. El núcleo es la condensación de energía, consciente a otro nivel, autoconsciente, a la que podemos remitirnos cuando bajamos las defensas, hacemos transparentes las murallas del yo y confiamos.
Chantal Maillard, Diarios indios.
Aquí estoy yo, que me planteo la pregunta sobre la realidad. Si la realidad ya estaba antes de mi pregunta, o de mi preguntar mismo, si yo no la he creado, si muchas cosas que me rodean, y con las cuales convivo, no dependen de mí, son independientes (o se han independizado de mí), y si conocer la realidad de cada cosa es tan tremendamente complicado –según me dice mi experiencia pasada–, al menos, ¿podremos llegar a sentir su realidad como tal, captarla, vivirla? ¿Al menos como presencia, que está y que yo estoy; que es y que yo soy? Si soy consciente de que vivo, a ello debe corresponderle alguna realidad. Mientras estoy viviendo, algo viviré, alguien vivirá en mí, alguien vivirá en el mundo…
Este acercamiento que ofrecemos, no definitivo, no exclusivo (no excluyente), se guiará inicialmente por la historia del pensamiento occidental, navegará un tiempo entre aguas turbulentas y arribará a una pacífica playa oriental: la búsqueda de la identidad a través de la autorrealización. Un remanso que siempre había estado allí, pero que occidente había olvidado que estaba. Incluso oriente, por desgracia, en la actualidad convertido en un remedo kitsch de estilo occidental.
El descubrimiento de las apariencias
Si un grupo de seres alienígenas llegara a este planeta, a este mundo nuestro, cómo distinguiría la realidad, el valor de lo que es real o no lo es. Precisamente, así miraron algunos de los antiguos griegos del siglo VI a. de C. el mundo, como si lo vieran por primera vez. Más allá de las cosmovisiones míticas de su época. Una flamante mirada, cuasi virginal, inaugurada en occidente, y que Heráclito nombró con la palabra Lógos, una mirada consciente, lógica, racional-universal. ¿Y qué observaron? Una realidad ordenada, eterna, siempre viva, como también habían mostrado los mitos, una Physis, pero que los nuevos ojos escudriñaban a fondo por sí mismos; no se conformaban con las historias contadas de la tradición. Pues bien, ¿qué es aquello más básico que destaca en el mundo en que vivimos? Es cierto que hay una variedad incontable de seres diversos, cambiantes, que se muestran a primera vista. Pero miremos más a allá, en una segunda mirada más reflexiva, más consciente, más crítica… No nos dejemos llevar simplemente por los sentidos. En lo que hay, parece que no todo es como parece; todo cambia, pero algo permanece: así, el árbol crece, cambia, no es el mismo, y sin embargo, razonamos que hay seguir nombrándolo como lo mismo; algo sigue siendo idéntico a sí mismo, nos quiere decir nuestra mente. Por otro lado, en el mundo no hay más que cosas diferentes, particulares, variadas realidades y diversas, pero en algo se parecen, de acuerdo a lo cual podemos agruparlo, clasificarlo: cada árbol es distinto, pero algunos de ellos muestran algo en común, nos viene a decir el pensamiento. Por lo tanto, muy pronto, estos primeros filósofos apreciaron que había diversas modalidades de lo real, y que a ninguno de los mortales les debe pasar por alto la distinción entre aquello que parece real y lo que constituye la auténtica realidad, origen, causa y sustancia de todo lo que existe. Apariencias y realidad.
La realidad gusta de ocultarse, nosotros los humanos acostumbramos a confundirnos, dadas nuestras limitadas capacidades, a menudo no bien desarrolladas. Y por eso mismo, porque nos equivocamos y está el error, intuimos que hay una verdad, más allá, unas veces más tapada o cubierta que otras. En ello nos afanamos, buscamos la verdad, anhelamos des-cubrirla, des-velarla (alétheia). No hay casi nada más humano. Otra cosa es el afán de penetración, más moderno, más científico, más androcéntrico. Penetrar en lo profundo de la naturaleza para encontrar lo que queremos; reducir, y poderlo controlar y manipular mejor a nuestro antojo, según nuestro interés, es decir, nuestro instinto pasado por la mente. Pero esto viene acaeciendo después. Volvamos a nuestros orígenes. Estábamos en el carácter crucial, para poder sobrevivir en este mundo, de la categorización de lo existente como realidad o como apariencia (manifestación de una realidad oculta, más profunda y verdadera). Desarrollos, expresiones, formas, existencias, cosas, seres, hay muchos, pero cada tipo de realidad no es lo que parece, sino que es originado de una realidad anterior –no en el tiempo, sino en cuanto a la esencia, lógicamente pensada–.
Y ya, con esto, se nos presenta la conocida teoría platónica de la realidad. Todo existe, pero lo que nos permite entenderlo, ha de ser más real, más valioso, más verdadero. Un esquema mental –causa-efecto, origen-originado, esencia-apariencia– muy útil para manejarse entre las cosas tan poco permanentes de este mundo, en donde todo parece fluir, como las aguas discurriendo en el cauce de un río, siempre distintas, siempre distinto, a decir Crátilo. La alegoría de la caverna de Platón, prefigurada ya en los primeros filósofos presocráticos, se nos presenta como una poderosa imagen para no errar en este mundo tan cambiante y disperso, donde casi nada es lo que parece inicialmente. Observar lo que es, tal como lo es, requerirá de un esfuerzo, un trabajo, un aprendizaje, toda una educación de la mente. Porque todo ser humano tenderá a lo acostumbrado, a lo ya sabido, a lo que me ha funcionado hasta el momento. Así, un filósofo más ilustrado –por la época en que vivió–, Kant, insistirá en los obstáculos humanos para alcanzar una vida más plena, más autómoma y madura, más libre: la pereza o la comodidad y los temores o la cobardía. «¡Es tan cómodo ser menor de edad!» De manera que leemos en Platón cómo uno de los prisioneros de la caverna –«¡son como nosotros!»– es liberado y, a la fuerza, conducido hacia la verdad, hacia la realidad, el exterior de la caverna. Y si ese esfuerzo era requerido en la época de Platón, constatemos lo que nos puede valer a nosotros en el mundo en que vivimos. Quizás más cambiante todavía, más diverso y donde las apariencias se confunden más fácilmente con la misma realidad. Así lo sentimos, así lo sufrimos cada día.
Esa lucha, ese esfuerzo, estaba adecuadamente representado en la antigüedad por la figura del sabio. Todo ser humano aspira a conocerse a sí mismo, pues intuye que conociéndose, conocerá más y mejor a los demás y al Cosmos mismo; vivirá mejor su propia realidad individual, sabiendo lo que quiere y lo que no quiere, lo que es y lo que no es valioso en la vida, en su propia vida, por su propia experiencia. Así, tanto en occidente como en oriente los sabios han coincidido en que esta tarea humana de primer orden puede entrenarse. Necesita de un trabajo interior –aunque en continua interacción con lo exterior–, que puede durar toda una vida. Y, efectivamente, en su sentido más general, se trataría de ir más allá de las apariencias, descubrir lo esencial, lo que siempre ha estado ahí, pero nuestras capacidades no habían sido suficientemente afinadas para resonar con ello. Pues bien, toda esta empresa humana de la búsqueda del sentido profundo de lo que hay –en sí y por sí–, dicho trabajo, parece apuntar hacia una única realidad, idéntica a sí misma, a la que cualquiera que se adentre en la búsqueda arribaría. Como consecuencia, todos los sabios tendrían que hablar en los mismos términos de lo real. Ofrecer las mismas respuestas. Pero no ocurre así a todas luces, dirá el escéptico desde la autenticidad de su pregunta. Efectivamente, si repasamos las distintas escuelas filosóficas de la antigüedad griega –pero lo mismo valdría para las escuelas orientales– no habría entre ellas más que discrepancia y disputa: todo cambia/todo permanece, todo es uno/todo es muchos, todo es materia/todo es espíritu, todo es limitado/todo es ilimitado… Aunque, si miramos más despacio…, ¿discrepan? ¿O están hablando diferente de lo mismo? ¿De qué están hablando, a qué se están refiriendo? Comprobaremos, si observamos con la atención puesta en lo fundamental o esencial, si no nos dejamos llevar por las distintas expresiones –o apariencias–, iremos paulatinamente comprobando que vienen de lo mismo a través de distintos modos de expresarlo, unas experiencias básicas, a las que se ha accedido desde distintas puertas o caminos. Pongamos un ejemplo: la controversia entre la escuela de Parménides y la de Heráclito, que simplemente resulta modulada poniendo énfasis allá o acullá. El de Elea: “no olvides que todo es siempre lo mismo”; el de Éfeso: “no olvides que lo que es siempre está cambiando en un continuo cíclico”. El observador: “no olvidéis que en un ciclo todo cambia, pero el ciclo en sí mismo permanece”.
El sabio no se engaña, porque no está postulando una creencia, no nos está ofreciendo una teoría sobre el mundo, como tantas otras, el sabio –la persona, cuya conciencia ha evolucionando, ha obtenido una visión más amplia y cabal de las cosas mismas– estudia y experimenta. Y cuando nos habla de una verdad encontrada, pero que siempre había estado ahí esperándonos, se trata de una verdad vivida, experimentada, que ha superado los controles de la exigencia y el rigor de la evidencia empírica –olvidémonos, ahora, de la experiencia reducida de los sentidos físicos externos o internos, tal como se ha entendido desde la modernidad occidental–. De modo que convendría revisar el significado de la catalogación habitual de la historia del pensamiento que se refiere a la antigüedad como épocas caracterizadas por un “realismo”, incluso ingenuo, frente al idealismo moderno, más “crítico”. El primero se definiría afirmando que el realismo antiguo y medieval supone que “la realidad es independiente de nosotros y que podemos llegar a conocerla tal como es”; sin embargo, para el idealismo, “la realidad no es independiente de nuestro conocerla, y por lo tanto, no podemos acceder a ella de un modo cierto”. Salvo que, para Descartes, el padre del idealismo moderno, un conocimiento cierto y preciso sería posible a través de un método adecuado: la evidencia racional que el matemático exhibe en sus demostraciones lógicas.
Y es comprensible el error de apreciación, los contenidos de la sabiduría de los sabios clásicos han pasado a la historia como puras especulaciones, juegos de lenguaje o puras elucubraciones de una mente aburrida, fórmulas teóricas, cuando sus aportaciones han quedado desvinculadas de la experiencia que bullía en ellas. Parémonos un instante en una de esas especulaciones antiguas y, como introducción al apartado siguiente, en otra más “moderna”, de la mano de Sócrates y de Descartes, respectivamente. ¿Quién estaría dispuesto a admitir que «el malvado es siempre un ignorante»? Esto parece chocar frontalmente contra la pared de experiencia cotidiana… No obstante, también contamos con la experiencia fundamental que muestra que toda persona busca su propio bien, muchas veces por caminos tortuosos, limitados y con consecuencias a veces funestas para ella misma o para los demás. Todo el panorama se transforma con un cambio de visión: el terrorista ya no comprende cómo podía haber estado tan ciego, el adicto vislumbra ahora que no era dueño de sus actos… Ambos presentan alguna forma de ignorancia. ¡Y esto podemos comprobarlo cada uno de nosotros! Es un saber universal, diríamos, transcultural, ¿o no es cierto? Cada uno habría de constatarlo por sí mismo.
Los engaños de la conciencia
Como es sabido, la trayectoria intelectual de Descartes corre paralela a su evolución personal, a sus inquietudes, a sus dudas, en un mundo en crisis –de “los grades relatos” que nos contamos a nosotros mismos para dar sentido a nuestro mundo, como dicen que ahora también nos sucede en la actualidad–. El ser humano consciente, de la época barroca, es un adolescente que se rebela contra las autoridades, sobre todo las religiosas, que dominaban lo demás, y ha de construir su mundo a través de sí mismo. Ya no le valen las componendas paternas y ha ser él mismo, por sí mismo. Es un camino difícil, el de valerse uno en el mundo sin agarraderas. Todo depende de uno mismo, y ya no vale regresar a casa a las primeras de cambio, cuando surgen problemas para vivir cada día. Y se vuelve uno un idealista. No porque se imagine un mundo mejor y más amable, que también, sino que uno ha de situarse lo mejor posible en la realidad; de nada nos valdría pretender vivir emancipadamente, si nos engañasemos a nosotros mismos en cada ocasión. Así, yo mismo me convierto en juez y parte del problema de la realidad. Por tanto, he de afinar muy bien mis propias herramientas de conocimiento. Y para eso tengo que conocerme muy bien a mí mismo. En el fondo, la misma pretensión que inaugurábamos en aquellos tiempos originarios de la lejana Grecia. La diferencia es que, ahora, una desconfianza planea como un buitre en torno a la realidad, una sombra ha caído que entorpece captar la luz de lo real. Ya no es tan fácil. Sobre el hombre ha llovido el desengaño de tantas ilusiones frustradas. Ya no somos el centro del mundo. Ahora, estoy yo solo en el centro de mi mundo. Pero, ¿podría ir más allá de él, salir de mí mismo? ¿De qué recursos dispondría? Cuenta René Descartes, en su conocido Discurso del método, que no le valen las enseñanzas recibidas, cuestionables, ni las respuestas actuales, relativas a cada personalidad o cultura. Además, los sentidos nos engañan, a veces la realidad se confunde con los sueños, incluso las demostraciones lógicas están sujetas a error. Nada de ello es plenamente fiable. He de emprender, entonces, la aventura de buscarme dentro a mí mismo, por mí mismo.
Y su descubrimiento revolucionó para siempre nuestra concepción de la realidad: el mundo únicamente se nos presenta formando parte de nuestra propia conciencia. Todo lo que puedo conocer no es más que un contenido de mi conciencia. Incluido, lo que estoy pensando ahora mismo sobre mi propia conciencia. ¿Cómo será posible, entonces, salir de este bucle del pensamiento que se piensa a sí mismo? La tradición moderna ha presentado su famoso pienso, luego existo como un artefacto mental-racional, un procedimiento o criterio para constatar la verdad de algo: si un objeto es tan evidente como lo es la afirmación «pienso, luego existo», será verdadero y real. Sin embargo, la evidencia del “ego cogito” no es un razonamiento –con sus premisas y su conclusión– es un acto de evidencia, de transparencia del yo consigo mismo. Nada interfiere, nada se confunde en su propia cognición. Un acto de clarividencia de la mente humana que Aristóteles atribuía al tó theión, lo divino que también está en nosotros, a través de nuestra autoconsciencia. De ahí que Descartes no tuviera mucha dificultad, ni empacho, en servirse del argumento ontológico de Anselmo de Canterbury, que vendría a decir: «algo mayor que lo cual nada puede ser pensado (Dios, el ser perfecto), ha de existir necesariamente, de lo contrario cabría pensar en algo mayor todavía que sí existiera, y ya no sería lo mayor que puede ser pensado…». Esto es evidente por sí mismo. Y así ocurre, más y mejor, con mi propio pensar mientras lo pienso. Puedo dudar de todo, salvo de que estoy dudando; mi pensamiento sobre ello, mientras lo pienso, mientras soy consciente de ello, al menos, tiene que ser, pues, real. Yo, el ser que pienso, y me doy cuenta, debo ser algo.
Por consiguiente, como decíamos, este momento crucial de la historia de nuestro modo occidental de pensar sólo es un ejercicio de pura especulación teórica y mental, si se lo separa de la experiencia que lo anima. ¿Has podido tú mismo notar alguna vez tu propia realidad autoconsciente? Seguro que ha habido ocasiones en que te has sentido muy vivo, muy consciente, siendo muy real en eso que vivías… tanto, que la experiencia te ha transformado ya para siempre, si tanto fue el aprendizaje que obtuviste para tu propia vida. ¿Y cómo has sabido que era algo real, dicha experiencia? Quizás por su intensidad, quizás por su transparencia o claridad, quizás porque era un conocimiento directo e inmediato, sin intermediarios, sin discursos mentales, tuyos o construidos en el seno de la cultura a la que perteneces, quizás porque estabas tan seguro que ni la duda más escéptica, del mayor de los escépticos, podría hacerla tambalear. Así lo sintió Descartes, y nosotros… desde la época cartesiana, buscamos experiencias verdaderas, que nos hagan sentir uno con la realidad, que yo no me engañe, que logre un conocimiento totalmente cierto, alcanzado con la máxima objetividad de que seamos capaces. Él creyó haberlo encontrado en la autoevidencia del “ego cogito” extendida al mundo. Su exceso fue el de haberse servido de una herramienta muy limitada: sólo lo que es cuantificable y reducible a fórmula matemática –una tabla de salvación, muy humana, desde los tiempos de Pitágoras– es evidente y existe. Lo que los estudios humanísticos han llamado la matematización de la realidad y de los seres humanos como sujetos. De este modo, por su mano, y la de otros, se afianzó una ciencia de la evidencia, bien sea a través de la evidencia racional, bien sea a través de la evidencia de los sentidos; la ciencia moderna y sus aplicaciones tecnológicas deducibles. Las tecnologías funcionan porque se deducen de evidencias nuestras y son eficaces, como Bruno Latour se ha encargado de enfatizar, cuando transformamos el medio natural que nos rodea para que se cumplan; igual que un tren es “viable”, si plantamos en el suelo vías de tren por las que puede circular, y ya por allí no crecen ni plantas ni transitan animales.
Como hemos dicho, es muy humano necesitar una transparencia mínima entre el mundo y yo mismo, la necesidad humana de ampararse en una verdad, aunque sea aproximativa, metafórica, como diría Nietzsche, y la buscamos denodadamente. Con ello, nos quedamos más satisfechos, creyendo que nuestro conocimiento de la realidad es más objetivo. Antes lo hicimos con la evidencia matemática y científica y, a partir del siglo XX, mirando el lenguaje con que algo se dice. Lo dicho, es; lo dicho existe, puede observarse, comprobarse, analizarse, es materia ostensible y nos puede valer de referente real, a partir de lo cual asegurarnos –y no engañarnos– sobre nosotros mismos, sobre la realidad. Los problemas filosóficos no son más que embrollos del lenguaje; hablemos con precisión, distingamos los usos, sus juegos de lenguaje (Wittgenstein), y «ayudaremos a la mosca a salir de la botella, en que está atrapada». Nosotros los confundidos, nosotros los perplejos. Y así contamos con una nueva lanzadera hacia la verdad, hacia la realidad… Pero siempre hemos sentido lo mismo: aquí estoy yo y ahí está mundo. ¿Qué soy yo? ¿Qué es el mundo? Pues, eso mismo: yo soy yo en interacción con mis circunstancias (Ortega y Gasset). Si las salvo a ellas, me salvo yo; si me salvo yo, las salvo a ellas. Inmanuel Kant reflexionó sobre las condiciones de posibilidad de la inscripción délfica –«conócete a ti mismo y conocerás el universo y los dioses»– desde la intimidad del propio sujeto, las condiciones que hacen posible su propia subjetividad, que la constituyen, hasta apreciar cómo construimos nuestro mundo. Nos legó el tema crucial de nuestro tiempo, un primer peldaño de acceso a la realidad: ¿Quién soy yo? Problema muy vívido, sobre todo cuando andamos perdidos en un mundo como el de hoy, en donde se ha vuelto tan complicado saber quién soy yo. Veamos si, al menos, podemos sentir quiénes somos. Algo, que oriente llevaba tratando de dilucidar, practicándolo, muchos siglos antes que nosotros, los europeos contemporáneos de la veintena de siglos d. de C.
La búsqueda de mi identidad real
El problema de la identidad personal, tal como lo descubrió Descartes, contiene una insuficiencia: la no integración de todo lo que somos. Ya le hemos sacado muchísimo partido a nuestro pensamiento, a nuestra mente; desde ella hemos construido grandes cosas, hemos transformado la faz de este planeta, pero, ¿todo lo que somos es reducible a nuestra mente? También hemos dado lugar con nuestras acciones a grandes desastres y a grandes peligros, de tal manera que constituye una necesidad imperiosa el desarrollo de un principio de responsabilidad, por las consecuencias de nuestras acciones tecnológicas (Hans Jonas), que nos han llevado a vivir en una sociedad del riesgo (Ulrich Beck). ¿Tendrá esto que ver con ese desarrollo fragmentario de nuestras capacidades? Ya los antiguos conocían la naturaleza tripartita de nuestro ser: somos cuerpo (soma), somos mente (psyché) y somos espíritu (nous). De modo que si esto fuera así, huelga decir lo que nos falta por desarrollar en mayor medida. No hace falta decir que estos tres constituyentes de nosotros mismos, también nos ofrecen tres posibilidades de conexión con la realidad. Estamos en la realidad y somos reales por nuestras capacidades físicas, nuestros sensores fisiológicos que nos conectan con el mundo en que vivimos. Una experiencia sensorial. Así mismo, nadie osaría cuestionar el poder de la mente, capaz de aprender del pasado y proyectar el futuro, de razonar, de hacernos conscientes, de manejar la realidad a través de signos mentales (las ideas de la realidad) y ponerla a su servicio; no seríamos quienes somos en nuestra época sin la mente, y todo lo que puede llegar a dar de sí esta capacidad, como hemos dicho. La aventura del pensamiento. Pero, si ahí nos quedamos, olvidaríamos todo un ramo floreciente de cualidades, que tienen que ver con el desarrollo de nuestra vida interior. No sólo son personas espirituales los místicos…, usted y yo también, cuando contemplamos la belleza, sentimos que algo no debe ser como es, cuando intuimos con claridad una verdad sin aún haberla comprobado, cuando inventamos o creamos nuevas realidades, cuando nos sentimos en unión de otros seres o con el mundo en su conjunto, cuando amamos, cuando somos capaces de adoptar una perspectiva más amplia, más universal y somos capaces de ponernos de acuerdo desinteresadamente, cuando logramos vivir de acuerdo a valores compartidos y los demás son para mí fines en sí mismos y no sólo medios… Así pues, la asignatura pendiente de nuestro tiempo es el desarrollo de nuestra espiritualidad, nuestra vida interior. La falta de desarrollo de esta potencia nuestra, profunda, nos invalida para estar en la realidad y acceder a niveles “superiores” de la misma, para vivir de acuerdo a ella y realizarnos. Grandes patologías nos acucian, por ello, y otras nos acechan a cada vuelta de la esquina de la historia humana por venir.
No es suficiente vivir, también viven la planta y el animal; nosotros buscamos realizarnos, autorrealizarnos. Aunque sea cierto que ellos, a su propio modo, también buscan realizarse, actualizar sus potencialidades, sus posibilidades, las suyas, como todo individuo (Aristóteles). ¿Y qué es lo que nosotros hemos de realizar? Nuestra identidad, quienes somos en el fondo de nosotros. La realidad se nos manifiesta ahora como realización, personal y humana. Sería la manera de encontrarnos, de no estar tan perdidos…, en un mundo como el de hoy, tan desbocado y complejo. Vivir la realidad como realización de uno mismo, constituye un paso importante para otorgar, en nuestro tiempo, un sentido nuevo e inspirador –de nuevos mundos– a la realidad.
Ya los sabios clásicos, de oriente y occidente, nos ofrecían unos criterios básicos para discernir lo real, lo más real. La realidad es aquello que no depende de otra cosa, que es en sí y por sí (independencia); además, la realidad es aquello que es idéntico a sí mismo, que subsiste a/bajo todos los cambios (identidad). Y podríamos añadir otro rasgo: la realidad es aquello que se predica de todo, que es común a/bajo todas las diferencias, las diferentes formas (unidad), una realidad que podemos compartir (com-unidad), por tanto, todos los seres humanos, y cuanto más compartido, más real, para nosotros. Pues bien, si observo mi mente y sus continuas fluctuaciones, todos sus contenidos, las ideas, las emociones, los deseos, los impulsos, las aversiones, distintos unos de otros, todos ellos van pasando, van cambiando, dependen de mis estados internos y de los influjos externos, inestables, frágiles…, pero, entonces, es posible que yo pueda apreciar si, además de eso, no hay algo que permanece, idéntico a sí mismo, aunque mi conciencia de ello varíe, algo más profundo bajo esa diversidad de formas mentales, algo que no se ve afectado por todo ese flujo mental. Y es posible: detrás de todo eso, previo a todo eso, pues gracias a ello puedo ver toda esa inestabilidad y fragilidad en la superficie. Como diría Antonio Blay (y todo el pensamiento oriental con él), de qué otro modo podría yo apreciar todo ese flujo de la mente, si algo en mí no estuviera en calma, si no fuera idéntico a sí mismo, en lo profundo de mí, en mi centro, desde “donde” puedo observar toda la periferia.
Entonces, para poder obtener una experiencia de lo real, lo más auténtica posible, he de conectar con esa profundidad mía de ser, que no se ve afectada por todo lo demás. Es más, en la medida en que no sea capaz de sentir esta realidad de mí mismo, lo que me rodea, dentro y fuera, carecerá de sentido, su significado será muy confuso y, fácilmente, caería yo presa del miedo. Finalmente, con el miedo vendrían todos mis males, mis apegos, así como mis huidas o refugios de esos mismos males. Se trata, pues, de realizarme, de vivir mi noción de realidad en mí mismo y no puesta en algo que no soy yo, profundamente yo. Para no ponerla en otra cosa…, que no soy yo, de esa periferia cambiante e inestable, mis estados o modos de ser. Una cosa es lo que yo soy, mi identidad profunda, y otra muy diferente, cómo soy, mis cualidades o características adquiridas, personal-mente, social-mente, cultural-mente, histórica-mente. En un segundo momento, pues, he de comprender que lo que no soy yo, se convierte en real para mí desde el momento en que yo le presto a la cosa algo de la realidad que hay en mí. La cosa existe porque yo pongo mi noción de realidad, tal como la siento –según el nivel de desarrollo de mi conciencia– en ella. Sin este gesto de mi mente profunda, la cosa no existiría. Así pues, vivir la realidad es posible, si la vivo desde la experiencia de mí mismo, si la observo desde la presencia constante de mí mismo. De lo contrario, todo carecerá de realidad y será meras apariencias, ilusiones, interior de la caverna, velo de maya, “matrix” o cualquier otra forma, real o imaginaria, de no-ser. Por lo tanto, insistimos, la realidad no se separa de mi propia noción vivida de la realidad. Sentida en mí mismo.
¿Hay una realidad en sí misma, aparte de mí? Es muy posible, pero mi modo de acceder a ella es siempre a través de mí como sujeto, como testigo, compartiendo con otros sujetos… Parece que toda realidad, como ya anunciaban los filósofos modernos con Descartes a la cabeza, se me da como objeto de conocimiento y no como realidad en sí y por sí. Ahora bien, quizás sea posible obtener, al menos, flashes auténticos de realidad a través de experiencias en las que no haya un sujeto ni un objeto, experiencias sin objeto ni sujeto. Serían aquellas experiencias en las que nuestra conciencia se hace más profunda, y trasciende su nivel de percepción (habitual) de la realidad. Otra realidad no acostumbrada, no sensorial, no construida, no condicionada…, es posible, si observas y vives desde tu propio centro de ser. Desde dicha neutralidad sin juicio es posible percibir una parte de una realidad más auténtica. A la vez que te captas a ti mismo, captas algo del mundo, porque ves mientras miras el mundo. No hay separación, no hay mente; por lo tanto, hay realidad en sí, o todo lo que nos sea dado conocer, sentir, vivir de la Realidad. ¿Es posible alcanzar dicho estado? A decir de los que han vivido a fondo la experiencia, se obtiene estando muy centrados en nuestro fondo de silencio, de no-forma; lo que quiere decir, a la vez, descentrados de tu ego y sus pre-ocupaciones, tu mente que piensa y quiere. En consecuencia, podemos estar más y mejor situados en la realidad, si nosotros somos más nosotros mismos. Cuando veo y siento más nítida mi noción de realidad, en la misma proporción, toda la realidad se me presenta más nítida, más viva y real, más verdadera.
Se dirá que este discurso presenta un problema –sin salida, una aporía–, que podemos denominar el bucle irreductible del yo: un sujeto que se observa a sí mismo es a la vez objeto de sí mismo y no podría escapar ad infinitum del círculo del conocimiento. Tendría que situarse fuera, pero, ¿hay “un fuera”? Si te sitúas fuera, quizás no haya nada. Sin embargo, de esto se trata precisamente: esa nada que sientes es algo, y es muy probable que, como efecto de ese estado, también te sientas de otro modo, más cierto y seguro, más habitado, más tú mismo, más lúcido, y con más lucidez percibido todo lo demás. No separado, integrado, en un tono vibrando más completo y pleno, omnímodo y dichoso. Más real, con más sentido. Es cierto que no te será fácil hablar de ello, desde ese nivel “puro”, pero sí que podrás crear algo a partir de ello, trazar puentes, hilar nuevos nudos, abrir brechas, evolucionar y contribuir a transformar el mundo compartido que te rodea. Por consiguiente, no es lo que miras lo real, sino que lo real cobra sentido desde donde miras. Según sea tu mirada. Cuanto más centrada (alejada de la mente y sus productos habituales), más notarás la fuerza de lo real en ti. A más realidad, más realización personal; cuanto más realización personal, más plenitud, más goce, más felicidad. Y esto puede practicarse.
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