Monográfico Frankenstein: ¿Hubo compasión alguna vez?

Monográfico Frankenstein: ¿Hubo compasión alguna vez?

Imagen | Iñaki Bellver

Desde su mismo título la novela de Mary Shelley presenta una dicotomía sobre la identidad de su protagonista, en la forma de esa disyuntiva paratáctica: Frankenstein o El moderno Prometeo. Cierto es que Shelley solo estaba siguiendo una convención literaria, pero no por ello es menos sugerente esta ambigüedad que la recepción popular de la novela no ha hecho sino acrecentar e, incluso, invertir. Para cualquiera que solo haya sido expuesto al mito creado por Mary Shelley a través de recreaciones de este, sobre todo películas, no hay duda posible: Frankenstein es el monstruo, no su creador, cuyo nombre parlante en su cruel ironía, Víctor, ha sido olvidado. Si lo creado ha acabado sustituyendo al creador en tanto se ha apropiado de su nombre, ¿podemos detectar esta misma apropiación en tanto que «moderno Prometeo»? Para responder a esta pregunta debemos acudir al mito originario, ya citado en otras de las entregas de este monográfico. Las múltiples fuentes de la historia (desde Hesíodo a Ovidio, pasando por Platón) nos fuerzan a elegir uno solo de los jalones en los que se articuló para hacer nuestra comparativa con la novela de Shelley, y es justo elegir la obra literaria de la Antigüedad grecolatina que más desarrolló la figura de Prometeo, el Prometeo encadenado de Esquilo, supuestamente la primera de una trilogía de obras que debían versar sobre el rebelde titán.

Al comienzo de la tragedia esquileana observamos a Hefesto, acompañado de Fuerza y Violencia, mientras cumple el mandato de Zeus de encadenar al titán a una montaña en Escitia en castigo por haber dado a los mortales el fuego y todas las artes. Hefesto, sin embargo, se muestra refractario a cumplir con su cometido, a pesar de reconocer la culpa de Prometeo, quien, según la acusación y sentencia que le dirige el dios herrero, «sin encogerte ante la cólera de los demás dioses, has dado a los seres humanos honores, traspasando los límites de la justicia». Pero el castigo es difícil de ejecutar para el dios olímpico porque «tiene mucha fuerza el parentesco al que une el trato amistoso». No obstante, ante el temor a la cólera de Zeus, cede y ata al titán a la montaña. Prometeo comienza entonces su lamento, que atrae a un coro de Oceánides ante las que expone lo injusto de su castigo. Y es que, cuando comenzó la rebelión contra Crono, Prometeo intentó liderar a los titanes, pero, ante la negativa de estos a aceptar la estrategia propuesta por Prometeo, decidió apoyar la causa de Zeus y los olímpicos. Dejemos que sea el propio Prometeo el que cuente lo que sucedió a continuación:

Tan pronto como él [Zeus] se sentó en el trono que fue de su padre, inmediatamente distribuyó entre las distintas deidades diferentes fueros, y así organizó su imperio en categorías, pero no tuvo para nada en cuenta a los infelices mortales; antes, al contrario, quería aniquilar por completo a esa raza y crear otra nueva. Nadie se opuso a ese designio, excepto yo. Yo fui el atrevido que libré a los mortales de ser aniquilados y bajar al Hades. Por ello, estoy sometido a estos sufrimientos, dolorosos de padecer, compasibles cuando se ven. Yo, que tuve compasión de hombres, no fui hallado digno de alcanzarla yo mismo, sino que sin piedad de este modo soy corregido, un espectáculo que para Zeus es infamante.

Poco después de pronunciarse estas palabras acude el titán Océano, tío de Prometeo, con la intención de mediar entre el rey de los dioses y su sobrino para conseguir la liberación de este. Sin embargo, el encadenado, que recuerda la compasión que siente por los desgraciados destinos de Atlas y Tifón, convence a Océano de que desista de su idea, puesto que no quiere verle en una tesitura similar. Abandona Océano la escena y Prometeo pasa a describir ante las Oceánides los dones que dio a los hombres, a los que afirma no poder hacer reproche alguno. Entre otros regalos, los que aquí nos interesan por nuestra comparativa con Frankenstein son, además del poder del fuego, los siguientes: el de distinguir aquello que perciben con sus sentidos, así como las distintas estaciones, el de construir casas y moradas para no habitar en la tierra y en grutas, y el del arte de la escritura y la lectura. Poco después aparece en escena Io, mortal que sufre el castigo de haber sido transformada en ternera y estar constantemente picada por un tábano debido al deseo de Zeus y a los celos de Hera, causas para ella en gran medida desconocidas hasta que la visión profética de Prometeo se las descubra, junto con el arduo destino que le espera por delante hasta su descanso en Egipto y la fundación de la línea real de Argos, de la que nacerá Hércules, liberador de Prometeo. A lo largo de esta conversación entre Prometo, Io y el corifeo del coro de las Oceánides el primero dirá en múltiples ocasiones que conoce un secreto que podrá salvar el trono de Zeus y evitar que nazca aquel que atesore un poder tal que pueda derrocar al rey del Olimpo, pero que debe desvelárselo cuando la ira no invada su corazón y así acceda a liberarle de su castigo. Sin embargo, Zeus manda a Hermes en ese preciso momento para ordenar que el Titán hable. Cuando se niega, Hermes anuncia las nuevas penas que debe sufrir en castigo: la montaña caerá sobre él, atrapándole, y cuando vuelva a ver la luz un águila acudirá todos los días a comer su hígado, que se regenerará por las noches. La obra termina justo cuando las Oceánides se niegan a abandonar el lugar, por compasión hacia Prometeo, de modo que son enterradas con él cuando se derrumba la montaña.

Esta larga revisión de la obra esquileana era necesaria para aclarar un punto: lo que caracteriza a su Prometeo no es el poder de crear algo nuevo en contra de los arbitrios de los dioses, sino el sufrimiento ocasionado por la privación de la compasión a la que tenía derecho por las más elementales normas de la convivencia, algo que aproxima mucho más la figura prometeica a la de la criatura creada por Frankenstein que a Víctor Frankenstein. Cierto es que los motivos por los que la compasión era obligada en cada caso difieren, que el paralelismo entre Prometeo y la criatura de Frankenstein no es exacto, pero tampoco lo es el del titán y el científico ginebrino. Al fin y al cabo, los motivos por los que Víctor Frankenstein crea a su criatura y los que animan a Prometeo a ayudar a los hombres (o directamente a crearlos, en otras variantes del mito) son diametralmente opuestos: la soberbia del primero, frente a la compasión del segundo. Difieren, además, en un aspecto fundamental: el castigo que Prometeo sufre es fruto de la imposición de una autoridad externa y superior a él, Zeus, que es capaz de aumentar la pena (como ocurre en la obra de Esquilo) o de acabar con ella; el de Víctor Frankenstein, producto de su propio error, y todo aquello que aumenta su castigo es producto de sus propias decisiones. De hecho, puestos a elegir un personaje griego con el que comparar a Víctor Frankenstein, este sería el de Edipo. Ambos comparten los fundamentos de una buena tragedia según el famoso análisis de Aristóteles: una similar soberbia y desmesura (hibris) en su propósito, que les conduce a la desgracia y la desesperación (peripecia) cuando reconocen (anagnórisis) que han violado las reglas de los dioses. Frankenstein se enfrentará en al menos tres ocasiones a este momento de peripecia-anagnórisis: cuando rechaza a su criatura debido a su fealdad; cuando se da cuenta de que sus seres queridos están muriendo por culpa de su rechazo a la criatura y a sus demandas; y cuando muera su esposa producto de su malinterpretación de la profecía «Estaré contigo en tu noche de bodas»; Edipo solo tendrá una peripecia-anagnórisis, pero en ella no solo reconoce que ha violado las leyes humanas y divinas, sino que ha causado la muerte de los ciudadanos de Tebas e interpretado incorrectamente todas las profecías de los oráculos y las advertencias de Tiresias.

Pero al margen de los desajustes entre Prometeo y Víctor Frankenstein, hay una línea paralela entre Prometeo y la criatura de Frankenstein mucho más inspiradora. Antes indiqué que la primera de las anagnórisis de Víctor Frankenstein se produce cuando reconoce la fealdad de esta, aunque fealdad no es el término adecuado. Víctor Frankenstein ha configurado a su criatura atendiendo a la proporción entre las partes y a la belleza del conjunto, pero en cuanto esta abre los ojos huye despavorido, incapaz de apreciar belleza alguna. De hecho, toda la potencia del cuerpo de su creación es incluso más horrible por el contraste con sus ojos, y en algún momento dudará de que incluso ojos puedan ser llamados. Lo que Víctor Frankenstein camufla tras la falta de belleza, aquello que siente que falta pero que no expresa, es la falta de conciencia. Ha dado a luz a una criatura con las más altas expectativas sobre la condición humana, y estas, en un personaje que debemos situar a caballo entre la Ilustración y el Romanticismo, eran francamente elevadas, personificadas en el Buen Salvaje. La criatura que tiene ante sí, sin embargo, pertenece a un estado prehumano, más o menos como las que debió contemplar Prometeo. Pero al horror y la cobardía del personaje de Shelley debemos contrastar la piedad y valentía del protagonista del mito. Es aquí donde la criatura toma el lugar de su creador como moderno Prometeo. Porque es ella la que se da a sí misma la capacidad para procesar la información que le proporcionan sus sentidos, el discernimiento de las estaciones, la mejora de los lugares donde resguardarse de las inclemencias del tiempo, el uso del fuego y el aprendizaje de las letras y los idiomas, según cuenta a su creador en una cabaña en los valles suizos. Y, además, se verá sometida a la inclemencia de la falta de la compasión debida en tanto que ser vivo y dotado de razón; compasión negada en virtud de una falta de reconocimiento entre los que son intrínsecamente iguales debido a una diferencia extrínseca. En esencia, la condena de Prometo y del monstruo de Frankenstein proceden del mismo origen: desafían la concepción del mundo y del poder de la sociedad en la que se integran.

La criatura de Frankenstein y Prometeo se diferencian, no obstante, en la forma de afrontar la falta de compasión. No es para menos, dado que este es un titán que reconoce como justos los motivos de su actuación (aunque la condena sea injusta) y sabe que su castigo tendrá un fin; mientras que aquella afronta una condena injusta por motivos totalmente ajenos a su voluntad, y la única salida a su eterno desprecio por parte de la raza humana es destruida por su creador, que se niega a completar para él una compañera vital. Prometeo tenía, pues, suficiente fuerza moral para no renunciar a su dignidad ante Zeus; mientras que ninguna podía albergar el alma de la criatura de Frankenstein para no caer en la venganza y el asesinato. Y aún así no deja de apiadarse de su creador (y de todas las víctimas) cuando, ya muerto, vele su cadáver en el camarote de Walton antes de partir con el cuerpo de Víctor hacia lo profundo del hielo para allí arder y morir, consumándose así la última ironía de la novela: la de que los dos personajes que con más ansia habían buscado a un amigo, un compañero, con el que compartir sus vidas y proyectos, Walton y la criatura de Frankenstein, se separan, cuando juntas hubieran podido salir del ostracismo vital que ambos abominan.

Así pues, el título de la novela presenta hoy a nuestros ojos una inevitable anfibología, porque hay en los dos personajes centrales de la obra de Shelley rasgos que les dan igual legitimidad para reclamar el título de moderno Prometeo. Aquella interpretación que se basa en la identificación entre Víctor Frankenstein y Prometeo es la que utiliza esta metáfora para hablar de la responsabilidad de la ampliación de lo posible cuando no se pueden esbozar todas las consecuencias de estas nuevas realidades. Relacionar a Prometeo con la criatura de Frankenstein nos lleva a reflexionar sobre la forma en que debemos tratar a nuestros iguales cuando el contexto de comunicación es distinto al habitual, cuando nos vemos desafiados en nuestras convicciones, visión del mundo o poder sobre el mismo. Es por ello por lo que creo que, si Mary Shelley hubiera escrito su novela hoy, el apellido de su personaje (proyectado sobre su creación) no hubiera sido Frankenstein, sino Zuckerberg,  un postmoderno Prometeo. Como Frankenstein, y como antes Prometeo, Zuckerberg fue incapaz de prever las consecuencias de su creación. Como Frankenstein, construyó algo con retales de seres humanos pero que no reconocemos enteramente como tal, y que ha acabado por horrorizar a su mismo creador por las posibilidades imprevistas. Y aunque nuestra relación no es con la criatura de Zuckerberg, sino a través de ella (la red social primigenia, de las que todas las demás son hijas), se detecta la misma falta de compasión, de empatía, que es el tema fundamental de la obra de Shelley. En las redes sociales todos somos Frankenstein y su criatura, en ellas elegimos qué partes de nuestra condición de humanos nos van a configurar y representar, además de cómo nos relacionamos con los demás. Cualquiera que haya transitado por ellas ha observado que la compasión y la empatía, la lección prometeica de la criatura de Frankenstein, faltan en una cantidad alarmante de interacciones. No parece pues, posible, conjurar al Buen Salvaje ni creando toda una raza ex ovo en un laboratorio ficticio dieciochesco ni ingresando en esa supuesta reserva natural de perfección y modales con los que se idearon las redes sociales. Solo cabe, pues, la vía individual, confiando en que en nuestro peregrinar encontremos a alguien que nos sonría con compasión y nos acompañe sin juzgar.

 

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José Corrales Díaz-Pavón

José Corrales Díaz-Pavón es coordinador editorial de HomoNoSapiens. Filólogo Hispánico, cree, con Eco, que la lectura es una inmortalidad hacia atrás, y ,con Kafka, que un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.

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