Monográfico Frankenstein: Los espeluznantes experimentos de Luigi Galvani
Imagen | Iñaki Bellver
Debería ser espantoso; pues supremamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador del mundo
Mery Shelley
Doscientos años después de su publicación, la historia de Frankenstein sigue despertando entre el público una gran fascinación que -a mi modo de ver- es en gran medida deudora del impacto y el hechizo que ejerce sobre nosotros el mito de Prometeo, del que la obra de Mary Shelley se presentó como una acertadísima versión moderna. Como otros mitos griegos, el de Prometeo tiene el poder de inducir un sentimiento atávico – parece que muy arraigado en nuestro inconsciente- en el que se confunden la ambición por arrebatar a los dioses su poder con el terror por las insospechadas consecuencias que podría acarrear un conocimiento descontrolado. Aunque presente desde tiempos inmemoriales, este ambivalente sentimiento prometeico cobra una especial vigencia con el desarrollo de la moderna ciencia. Baste para pensar en ello el nombre dado al elemento número 61 de la tabla periódica -el prometio- voz inspirada en la idea de haber aislado este elemento artificial entre los productos de fisión del uranio como si, por así decirlo, le hubiese sido robado a los dioses el fuego creador de la materia. Si bien, en los tiempos que corren, existe un apasionado debate sobre las implicaciones éticas del desarrollo científico y tecnológico, centrado en los monstruos que pudieran salir de esa caja de Pandora abierta por los avances en la energía atómica o la manipulación genética, el debate no tenía menos fuerza a principios del siglo XIX -el llamado siglo de la ciencia- en relación a experimentos como los del galvanismo que fantaseaban con la posibilidad de descubrir el principio vital y transferirlo a la materia inerte. Este tipo de experimentos inspiraron a Mary Shelley su célebre novela.
El galvanismo se define como la propiedad de excitar, por medio de corrientes eléctricas, los movimientos en los nervios y músculos de animales vivos o muertos. El origen de este tipo de experimentos se remonta a un inesperado descubrimiento del médico y físico italiano, profesor de la Universidad de Bolonia, Luigi Galvani (1737-1798) que causó el estupor de toda la comunidad científica de su época. En un informe de 1871, Galvani relata como casualmente había observado unas contracciones en los músculos de una rana mientras practicaba la disección de la misma, sobre una mesa en la que había también un aparato eléctrico. Galvani demostró que las contracciones se podían inducir conectando los músculos de la rana muerta directamente al aparato. Asimismo, también observó el fenómeno de la contracción en ancas de rana que estaban colgadas para secarse en un gancho de latón sobre un vallado metálico en un día de tormenta, lo que le hizo atribuir el efecto, en un principio, a la electricidad atmosférica. Posteriormente, viendo que el fenómeno se repetía en días claros, Galvani interpretó que la electricidad era debida a un efluvio que salía de las ancas: parecía que se estaba cerca de descubrir el principio vital, a sólo un paso de robar a los dioses el fuego creador de la mismísima vida.
Los experimentos de Luigi Galvani tuvieron una amplia resonancia y pronto empezaron a popularizarse los ensayos con descargas eléctricas en animales y el uso de la electricidad como terapia para curar ciertas dolencias. Es más, llegó a especularse con la posibilidad de reanimar cadáveres mediante la práctica del galvanismo, como en el experimento público llevado a cabo por un médico de Glasgow con el cuerpo de un asesino que acababa de ser ahorcado. En el prólogo a la edición de Frankenstein de 1831, Mary Shelley escribió: “quizá podía reanimarse un cadáver; el galvanismo había dado prueba de tales cosas; quizá podían fabricarse las partes componentes de una criatura, ensamblarlas y dotarlas de calor vital”.
En un texto publicado en la revista de la Royal Society of Medicine, Christopher Goulding afirma que la autora de Frankenstein tomó como modelo para su obra al médico escocés James Lind, quien realizaba pruebas con descargas eléctricas en animales e incluso, en 1792, llevó a cabo un experimento para el rey Jorge III y su familia haciendo saltar ranas muertas. Según Goulding, Shelley no conoció personalmente al doctor James, recibiendo su influencia a través de su esposo el poeta Percy Shelley quien había sido alumno de Lind en materias científicas cuando estudiaba en Eton. Los debates en torno al galvanismo, con el referente de la figura de James Lind, deberían bullir en la mente de una jovencísima Mary Shelley en aquella noche tormentosa de verano de 1816 en la que fraguó, en una reunión de amigos, la apuesta para escribir la historia más espantosa que pudiera imaginarse.
La novela de Frankenstein es un clásico y, como tal, tiene muchas caras, muchas interpretaciones y lecturas posibles (tantas, en principio, como potenciales lectores) y, entre ellas, posiblemente la más tópica sea la que nos hace pensar -bajo la sombra del mito de Prometeo- acerca de los riesgos de saber demasiado. Pero en una época en la que nos ha tocado ser testigos del cambio climático por efecto invernadero, las dramáticas consecuencias del accidente de Chernóbil o la creación de organismos clónicos, no está de más aprovechar la efemérides para agitar las conciencias en torno las monstruosas consecuencias de un desarrollo tecnológico irresponsable.
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