Imagen| Rafael Guardiola, ¿La búsqueda de la verdad?
La Escolástica cristiana medieval, ese pensamiento filosófico y teológico altamente elaborado y de corte sólido y sistemático que se impuso en el siglo XIII por obra y gracia de pensadores tan robustos –en todos los sentidos- como Tomás de Aquino, al que sus contemporáneos llamaban “el buey mudo de Sicilia”, y que sintió en el siglo XIV la profundidad y el escozor de la afilada navaja de nominalistas como Duns Scoto o Guillermo de Ockham. No obstante, muchos intelectuales del siglo XVII trataron de restañar las viejas heridas del cuerpo desmembrado y erigir una nueva fortaleza sistemática en forma de saber definitivo, duradero e impenetrable, capaz de emular las proezas de su antecesor medieval, al margen de las consignas de la Iglesia oficial y del aristotelismo que se había apoderado de las universidades. En este contexto, el pensamiento de René Descartes (1596-1650) inaugura una nueva época de la filosofía occidental, caracterizada por proclamar la autonomía absoluta de la filosofía y de la Razón con respecto a cualquier autoridad, como principio y fundamento del saber, así como por su vinculación con la ciencia moderna. Con objeto de lograr la certeza, es decir, la eliminación de la duda, Descartes cree haber accedido, tras una serie de sueños repetidos al calor de una estufa en la ciudad alemana de Ulm, al secreto del método. Un proceder infalible para no confundir lo falso con lo verdadero y lograr el conocimiento de todas las cosas. Descartes pretende ofrecer una base adecuada para las ciencias de su época, con el fin de separar lo cierto de lo meramente probable, y lo probable de la superstición, así como descubrir nuevos conocimientos y resolver problemas concretos, tanto teóricos como prácticos. Ello es posible mediante la aplicación de un método filosófico, común a todas las ciencias particulares, dado que la ciencia, como la diosa Razón, es universal y única, y lo racional no es otra cosa que “orden y medida”. En este procedimiento fascinante y optimista, toda afirmación tiene una prueba, las pruebas mismas se fundamentan en suposiciones simples y seguras, y los argumentos filosóficos adquieren un valor axiomático. Como herencia de las propuestas de Bacon, Galileo y Descartes, entre otros, la nueva ciencia experimental enarbola un estandarte regio como investigación metódica. No es una mera indagación casual y errática, sino fruto de un plan preconcebido que pone el azar al servicio del orden, de tal modo que los investigadores parecen saber lo que buscan y cómo dar con ello. La clave está, en cualquier caso, en la aplicación inequívoca de un método, de un conjunto de reglas y prescripciones perfectibles y falibles para planear las observaciones y los experimentos, así como de un conjunto de técnicas subordinadas a las reglas generales (como por ejemplo, las que establecen cómo pesar objetos, mirar a través de un microscopio o analizar compuestos químicos).
El filósofo de la ciencia Hans Reichenbach introdujo en 1938 las expresiones “contexto de descubrimiento” y “contexto de justificación” con el firme propósito de distinguir, dentro del marco de la ciencia, entre la tarea propia de la psicología y de la historia, de un lado, y la reservada a la epistemología del otro. La distinción tuvo éxito y por ello, un filósofo de la ciencia tan reputado como Paul K. Feyerabend (1924-1994) se atrevió a decir en su famoso Tratado contra el método[1], que era una de las señas de identidad más características del empirismo contemporáneo, casi a la altura de la distinción entre “lo teórico y lo observacional” y el problema de “la inconmensurabilidad”. Para Reichenbach, la psicología pretende desentrañar cómo tienen lugar los procesos del pensar, mientras que la epistemología trata de construir los procesos del pensar del modo como deberían ocurrir si hubieran de ser dispuestos en un sistema consistente. La epistemología, en definitiva, acomete una reconstrucción racional que, aunque ligada al pensamiento efectivo, lo supera cualitativamente. Según los formalistas como Hans Reichenbach, al epistemológo sólo le interesa aquello que se plantea en el campo de la justificación o validación de las teorías científicas, algo que se produce exclusivamente por razones lógicas o empíricas. De nada sirve, para la reconstrucción racional del pensamiento, la apelación a farragosos o fantasmagóricos factores psicológicos, sociológicos o históricos presuntamente imbricados en el descubrimiento científico. Por este motivo, el también formalista Herbert Feigl nos recuerda que “una cosa es rastrear los orígenes históricos, la génesis y el desarrollo psicológico, las condiciones socio-políticas-económicas de la aceptación o rechazo de las teorías científicas y otra cosa muy diferente es proporcionar una reconstrucción lógica de la estructura conceptual y de la contrastación de teorías científicas”[2]. Por tanto, quienes emprenden la oscura investigación sobre la génesis y el desarrollo del conocimiento científico se ven condenados a seguir los dictados irracionales de la psicología y la historia. Por el contrario, los que se ciñen al examen de los criterios de aceptabilidad de las hipótesis y las teorías científicas se ocupan únicamente de los procedimientos de contrastación, es decir, sobre su estructura, su sentido o coherencia interna, y la relación entre la teoría y la realidad. Al no ser sistematizables, los problemas del contexto genético no son susceptibles de análisis lógico ni pueden ser integrados en una metateoría. Me imagino que muchos de ustedes estarán desolados con semejante perspectiva, como buenos y disciplinados neopositivistas.
La dicotomía de Reichenbach es inválida, a los ojos de muchos de los críticos de la llamada “Concepción Heredada” o Modelo Clásico de las teorías científicas[3] que dominó la metodología científica desde 1920 hasta 1950, como es el caso de T.S. Kuhn, N.R. Hanson, Paul K. Feyerabend o Karl Polanyi. Estos últimos señalan que las soluciones o respuestas dadas a cada uno de los problemas suscitados en uno de los contextos, condicionan el ámbito de soluciones admisibles en el otro marco, dado que hay una fuerte interacción entre contextos. “Un río puede estar subdividido por fronteras nacionales –escribe Feyerabend-, pero esto no lo convierte en una entidad discontinua”[4]. Y si son igualmente importantes para la ciencia, justo es concederles el mismo peso. Karl. R. Popper dividió el contexto de descubrimiento en una vertiente psicológica y otra lógica. Esta última, basada en la formulación de conjeturas y la presentación de refutaciones, se presenta una como lógica falibilista del descubrimiento y del progreso científico. N.R. Hanson, por su parte, defendía la posibilidad de una lógica del descubrimiento, puesto que los procesos de hallazgo de nuevas hipótesis se pueden sistematizar mediante patrones. T.S. Kuhn se mostró partidario de la existencia de una lógica del desarrollo de las teorías científicas. Aunque no cabe hablar sensu stricto de una lógica del descubrimiento, sí hay una “psicología del descubrimiento”, propia de la mentalidad de la comunidad científica.
¿Tiene alguna utilidad seguir manteniendo la distinción entre contextos? ¿Obedece únicamente a una preferencia pragmática, de estilo? ¿Es una cuestión tan estéril desde el punto de vista conceptual como las clasificaciones medievales de los ángeles? Y si es así, ¿a qué se debe la pasión humana por las investigaciones “arqueológicas”, como por ejemplo, la obsesión aristotélica por las causas o las cuitas freudianas en busca de las raíces infantiles y sexuales de los traumas? Curiosamente, uno de los pocos filósofos de la ciencia actuales que defienden con soltura el formalismo, Carlos Ulises Moulines, nos recomienda seguir el “Principio de la Relevancia de las Distinciones Graduales”, es decir, huir de las dicotomías absolutas y tajantes, del “extremismo filosófico” para el que las cosas son únicamente blancas o negras, dado que “son filosóficamente relevantes las distinciones conceptuales que atienden sólo a diferencias de grado y no a diferencias absolutas en el objeto o dominio de estudio”[5]. Y con ello me remonto casi freudianamente a los orígenes de mi vocación filosófica, a ese momento bochornoso en el que fui censurado, con razón, por mi profesor de Historia de la Ciencia, fiel seguidor de Zubiri, por hacer apología involuntaria del principio de demarcación de Popper. Me dijo que parecía estar dominado por el “complejo de Procusto”[6], sin saber que mi intervención no tenía otra motivación que la de intentar, a petición de algunos compañeros, que pasara el tiempo lo antes posible, tras un examen de dos horas. ¿Es grave, doctor?
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[1] Feyerabend, Paul K., Tratado contra el método, Madrid, Tecnos, 1981. Dice Feyerabend, “Porque, ¿no es posible que la ciencia, tal y como la conocemos hoy, o una “búsqueda de la verdad” al estilo de la filosofía tradicional, cree un monstruo? ¿No es posible que cause daño al hombre, que lo convierta en un mecanismo miserable, hostil, autojustificado, sin encanto y sin humor?” (p.161). Reflexiones como éstas me han animado a compartir aquí y en publicaciones futuras algunos momentos estelares de la Filosofía de la Ciencia contemporánea.
[2] “The Orthodox View of Theories”, Analyses of Theories and Methods of Science of Physics and Psychology, ed. Radner, and Winokar, Minneapolis, 1970, 4), citado en Feyerabend, Paul K., Tratado contra el método, Madrid, Tecnos, 1981, pp. 152-153.
[3]Expresión usada por vez primera en 1962 por H. Putnam en su artículo “What Theories Are Not”, en Nagel, Suppes y Tarski (eds.), Logic, Methodology, ad Philosophy of Science: Proceedings of the 1960 International Congress, Standford, Standford University Press, 1962, y que protagoniza el célebre libro compilado por Frederick Suppe, La estructura de las teorías científicas, Madrid, Editora Nacional, 1979.
[4] Feyerabend, P.K., (op.cit) p, 153.
[5] Moulines, Carlos Ulises, Exploraciones metacientíficas. Estructura, desarrollo y contenido de la ciencia, Madrid, Alianza Universidad Textos, 1982, p.32.
[6] Procusto o Damastes, según la mitología griega, era uno de los hijos del dios Poseidón. Trabajaba como posadero del Ática en lo alto de las colinas, ofreciendo alojamiento a los viajeros solitarios. Una vez traspasaban el umbral de su casa, eran invitados a tumbarse en una cama de hierro. Después de atarles y amordazarles, les cortaba las partes del cuerpo que sobresalían de la estructura o les descoyuntaba los huesos para que cubrieran la cama si eran de estatura pequeña. Mi profesor creyó ver en mí la sombra de la intolerancia más jacobina, aunque sólo de conceptos se trate, una propensión a que la realidad se ajuste a los postulados teóricos como sea, y no al revés, como recomienda el sano y moderado escepticismo que profeso. Lo peor de todo es que yo no sabía entonces, quien era Procusto, y me temía lo peor.