Monográfico Revolución y Utopía: La Revolución Rusa vista por Hollywood

Monográfico Revolución y Utopía: La Revolución Rusa vista por Hollywood

Imagen | Fotograma de la película Nicolás y Alejandra (los Romanov, poco antes de ser fusilados

La asociación entre el cine y la Revolución Rusa nos trae a la memoria, en primer lugar, El acorazado Potemkin (1924) y Octubre (1928), los grandes títulos que el cineasta ruso Sergei M. Eisenstein concibió a su mayor gloria, así como otros no menos afortunados de Vsevolod Pudovkin, Dziga Vertov o Aleksandr Dovzhenko. Que constituyan eminentes muestras de cine puro no implica que puedan catalogarse como cine ecuánime. ¿Existe la ecuanimidad ideológica en el cine? En mi opinión, donde debe existir es dentro de la obra artística, en el dibujo de personajes e incidencias, en la coherencia interior de su dramaturgia: es decir, allí donde el artista debe tener en cuenta el respeto que debe a la inteligencia del espectador. Además, el hecho de que se trate de un acontecimiento tan fundamental del siglo XX (y tan fundamentalmente ideológico) impide que el mismo espectador asista a las ficciones que se sitúan ante él sin tomar partido. Por lo tanto, la validez artística de una obra con fuertes contenidos políticos debe partir de su autonomía dramática: la ideología no puede convertirse en su dueña absoluta, porque se corre el riesgo de convertirla en sermón o panfleto.

Si hago este breve proemio es para situarme antes de hablar de algunas de las obras más significativas que ha dado el cine del «gran enemigo de la revolución» (es decir, el capitalismo yanqui) sobre este hecho histórico, en especial si tenemos en cuenta que solo ahora, casi tres décadas desde la desintegración de la Unión Soviética, comienza a parecer posible efectuar una mirada sobre este acontecimiento que no reciba la inmediata acusación de ser pro o antirrevolucionaria.

Hollywood se fijó en la Revolución desde sus mismos albores. Según refiere Shlomo Sand en su espléndido libro El siglo XX en la pantalla, la primera obra (cortometraje, en este caso) que abordó la Revolución Rusa se remonta al mismo año 1917, y fue dirigida por Herbert Brenon con el título The Fall of the Romanoffs. De modo significativo, antes que sobre la intervención de los bolcheviques, giraba en torno al papel de famoso monje Rasputín en el hundimiento del zarismo, tema que daría pie en el futuro a muchos títulos. Desde entonces, diversas películas se harían eco del episodio revolucionario, pero no tanto para ambientar sus historias en la misma Rusia como para hablar de sus víctimas: los que tuvieron que escapar a occidente. Los exiliados rusos se convertirían en personajes de múltiples títulos, ya fuera para narrar (por lo común desde el prisma del melodrama), bien la degradación de unas vidas acostumbradas al lujo, bien los problemas psicológicos y de identidad provocados por la terrible conmoción que supuso el desmoronamiento de su mundo. Son películas, por lo tanto, que contienen un evidente mensaje ideológico de nostalgia por un mundo aristocrático profundamente idealizado, que fue destruido de un plumazo por unos revolucionarios que, además de tiranicidas, eran enemigos de la belleza y la sofisticación.

Voy a destacar brevemente un par de títulos que encajan en este enfoque. El primero es La última orden (1928, Josef von Sternberg), un film extraordinario que hace un memorable uso del cine dentro del cine (es decir, de la capacidad ilusionista del séptimo arte para recrear aquello que se ha perdido) a través de la original historia del revolucionario y el general zarista que, muchos años después del episodio que los enfrentó personalmente, se reencuentran en Hollywood trabajando en una película sobre los sucesos del año 1917 en Rusia, el primero como director de gran prestigio y el segundo como un extra degradado y enfermo. El segundo es Anastasia (1956, Anatole Litvak), acercamiento al famoso caso de impostura en torno a la hipotética supervivencia de la hija menor del último zar, que permite una bonita reflexión sobre la identidad o la reformulación personal.

Es durante la guerra fría (y en concreto, durante los años en que desaparece la amenaza inicial de enfrentamiento nuclear entre ambos bandos, siendo sustituida por un burocrático statu quo que pareció anquilosarse para toda la eternidad) cuando Hollywood, por fin, hace frente a recreaciones del estallido revolucionario en la misma Rusia, siempre impecablemente reconstruida en escenarios no soviéticos. El clásico indiscutible, hoy dueño del prestigio que merece, es Doctor Zhivago (1965), adaptación por parte del inglés David Lean de la maravillosa novela de Boris Pasternak. Por supuesto, en su momento ambas obras fueron acusadas de ser sendos panfletos antirrevolucionarios, burdos intentos del capitalismo por desprestigiar a la Unión Soviética. Sin embargo, en ambas brilla con luz propia el propósito que inspiró su escritura a Pasternak, y que va mucho más allá del rechazo a un modelo que, ante todo, persiguió la libertad de pensamiento (él fue una de sus víctimas). Es decir, la amarga constatación de que, en tiempos de caos social y político, la sensibilidad, la pureza de corazón y el espíritu insobornable están destinados a perecer frente a todo espejismo utópico que decida prescindir del humanismo.

Voy a detenerme un poco más en las otras dos películas que he seleccionado, por cuanto, aun rodadas con gran cantidad de medios, hoy día están olvidadas.

La primera es Nicolas y Alejandra (1971, Franklin Schaffner), un film que, antes que nada, pretendía aprovechar el éxito muy reciente de Doctor Zhivago, siendo recibido con indiferencia general por público y crítica. Y no es para menos, ya que tienen poco que ver: en sus imágenes no se encuentra ninguna historia de amor sublime ni aparecen personajes positivos que permitan la identificación del espectador y lo «guíen» por los caóticos avatares revolucionarios. La película aborda la Revolución (y los años previos que condujeron a ella, de tal modo que también hay cabida para el ensayo revolucionario de 1905) desde el punto de vista de los Romanov, pero no los muestra como tipos monstruosos o decadentes, sino como seres humanos, con sus pequeñas virtudes y sus grandes defectos: unos gobernantes que tuvieron en sus manos un poder casi absoluto para el que, claramente, no estaban preparados y que ni siquiera tuvieron la lucidez de saber eligir a las personas adecuadas para tratar de conducirse por los turbulentos tiempos que se vivían.

Nicolás y Alejandra es un magnífico ejemplo de esa ecuanimidad «interior» a la que me refería líneas atrás. De un modo que enseguida se demostró suicida de cara a las pretensiones comerciales del producto, el dibujo que efectúa de sus protagonistas carece de la menor edulcoración. Nicolás y Alejandra son dos seres mediocres, incluso francamente antipáticos (magnífica, a este respecto, la elección de dos actores nada estelares y de encomiable sobriedad, los olvidados Michael Jayston y Janet Suzman), pero intensamente humanos, atrapados por la desdicha de sus circunstancias familiares (la dolorosa enfermedad del heredero, la hemofilia, que los hizo caer bajo el influjo de Rasputín) y políticas (la descomposición del país acaba siendo un reflejo tanto de esa incapacidad de renovación de la dinastía —se sabe que el zarevitch difícilmente alcanzará la edad adulta— como de la mezquindad social de sus privilegiados, sobre los que aquí se vierte una mirada aceptablemente crítica). Por cierto, una de las ideas más interesantes de la película es la presentación de Lenin (presencia lógicamente menor, pero a la que se reservan un par de escenas que están entre lo mejor del film) como una contrafigura del zar, en cuanto que ambos están convencidos de haber nacido (de haber sido elegidos por el destino, aunque Nicolás a esto último le dé el nombre de «Dios») para guiar a los hombres, quiéranlo estos o no.

Otra sorpresa de la película es su condición de superproducción íntima: no solamente compagina muy bien la esfera privada, familiar, con la pública, sino que es la primera la que recibe la mayor atención. Con inteligencia, las revoluciones de febrero y octubre se narran de modo elíptico, pues los protagonistas no las vivieron en primera persona: como casi todo, lo hicieron a una impotente distancia. La atmósfera de insondable tristeza que posee la película es el gran hallazgo sobre el que se apoya la narración de la historia, que resulta ya incontenible en toda su parte final, y en la que, por supuesto, es fundamental el conocimiento que poseen todos los espectadores sobre el triste destino que les estaba reservado a esos seres que, ya desposeídos del poder, se aferraron a lo único que les quedaba: el cariño mutuo.

La segunda película, Rojos (1981), sí tuvo una apreciable repercusión en su día, refrendada por algunos Oscars. Si hoy está olvidada, sin duda tiene mucho que ver con el hecho de tratarse de un proyecto muy personal (como productor, director, actor y coguionista) de un hombre hoy sin prestigio en cualquiera de esos campos, Warren Beatty. Y sin embargo, de entrada merece un respeto, como en su día debió de despertar asombro, el mérito de ser la primera gran producción de Hollywood que contemplaba con simpatía el hecho revolucionario, reivindicando el idealismo de quienes lo apoyaron y sintieron próxima la redención de la opresión del hombre por el hombre. Y todo ello en el momento en que Estados Unidos estaba a punto de caer en días de furibundo nacionalismo ultraderechista bajo la égida de Ronald Reagan, aupado a la Casa Blanca en ese mismo año, lo que enseguida provocó el recrudecimiento de la guerra fría en el cine (Chuck Norris, Stallone y su emblemático Rambo, etcétera).

La película se presenta como un retrato de John Reed, el periodista estadounidense que vivió en primera persona la Revolución de Octubre y que la contó con minucioso detalle en su celebrado libro-reportaje Diez días que estremecieron al mundo (1919), que en su momento incluso fue utilizado como libro de texto en las escuelas soviéticas y que mereció al autor el honor de ser enterrado en el Kremlin (la película señala que es el único estadounidense en descansar allí, pero hay otros dos: el político Charles Ruttenberg y el sindicalista Bill Haywood).

Pues bien, el primer elemento relevante de Rojos es que, contra lo que pudiera esperarse de una estrella con la reputación narcisista de Beatty, la historia en absoluto está concebida para que el actor se luzca por medio de un planteamiento concebido a mayor gloria de su personaje. Bien al contrario, y al menos durante dos tercios de su película, la mirada que se ofrece de Reed está tamizada bajo la perspectiva del personaje femenino, que es quien realmente diríase la protagonista de la película: Louise Bryant, el gran amor de Reed, una joven de origen humilde pero grandes inquietudes intelectuales que asimismo se convirtió en celebrada escritora. Eso sí, también debe señalarse que a esta subordinación dramática contribuye en gran medida la completa nulidad interpretativa del protagonista, dominado siempre por su perpetua expresión de perplejidad. A su lado, una actriz tan discreta como Diane Keaton parece Katharine Hepburn.

El planteamiento de Rojos combina dos planos: el particular de sus dos personajes protagonistas (el film cuenta una historia de amor bajo las pautas del clásico «más grande que la vida») con el dibujo general del escenario socio-histórico que condiciona su relación, tanto en esos Estados Unidos que reciben con gran recelo las noticias revolucionarias como, lógicamente, en la Rusia surgida de Octubre. Desde luego, brilla más en este segundo plano por el apasionante interés del contexto retratado, tanto a un lado del Atlántico (la construcción de los partidos políticos de izquierdas, caracterizada por la propia división de sus integrantes: Reed luchó por que el régimen bolchevique reconociera como único partido comunista de los Estados Unidos a su propia facción) como en Rusia. En este sentido, su propósito documental es evidente, y aparece incluso mediatizado mediante la continua inclusión de personas «reales» a modo de testigos que puntean las andanzas de Reed y sus amigos.

Rojos, sin duda, es una película con muchas limitaciones: el exceso de metraje, lo cargante del tercio inicial que describe las vidas de la fauna de Greenwich Village (la Nueva York bohemia y radical de la época, que modeló al mismo Reed) o la falta de verdadera fuerza en su realización. Pero también admira su genuina sinceridad, e incluso el propósito crítico con que Beatty afronta su propio personaje, al que no libra de la crítica por su propia obcecación idealista. Por todo ello, Rojos supone una muy digna aproximación del enemigo a la Revolución y a la complejidad del fenómeno revolucionario que no merece el olvido en que ha caído.


Este artículo forma parte del Monográfico sobre Revolución y Utopía que HomoNoSapiens organiza con motivo de la V Olimpiada filosófica de Andalucía, convocada por la Asociación Andaluza de Filosofía, y la V Olimpiada Filosófica de España

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José Miguel García de Fórmica-Corsi

Licenciado en Geografía e Historia (especialidad de Historia Medieval) por la Universidad de Málaga, trabaja como profesor en el IES Jacaranda de Churriana (Málaga). Es autor del blog La mano del extranjero, dedicado a la reflexión y difusión de la ficción en la literatura, el cine y el tebeo. En él, reivindica que las obras que nos hacen gozar pueden pertenecer a cualquier medio, género o autor sin necesidad de etiquetas, de Dostoyevski a Julio Verne, de la literatura existencialista al cómic de superhéroes, de los poemas artúricos al cine japonés. lamanodelextranjero.wordpress.com

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