Monográfico Revolución y Utopía: ¿Un mundo mejor es posible?
Imagen |Rebeca Madrid
La pregunta por la posibilidad de un mundo mejor que el vigente es la pregunta utópica por excelencia. Pero también habremos de preguntar a la pregunta: si tiene sentido, si es una pregunta juiciosa, en qué condiciones lo sería. Su origen etimológico delata el doble rostro de este anhelo tan profundamente humano. En cuanto u-topos, anuncia su carácter alejado de la realidad, un no lugar, quizás también cualquier lugar. Ninguno en particular. Posiblemente, ninguno realizable. En cuanto eu-topos, atrae hacia el mejor lugar posible, concita las expectativas de un mundo nuevo y feliz, cuestionando todos los mundos existentes. O alguno en particular. Siempre mejorable. En la medida en que se encamine hacia un ideal nunca alcanzable del todo que, sin embargo, es capaz de servir de medida de la cercanía o la lejanía -respecto a ese ideal- de algún desarrollo cultural particular. De manera que la pregunta utópica es la más humana de las preguntas humanas. Ahí están resumidos los mejores deseos, las esperanzas más hondas y también el mayor reconocimiento de nuestros frecuentes obstáculos y sinsabores actuales.
No está vedado aceptar nuestro propio mundo como el mejor de los posibles. Así lo intuyó y argumentó Leibniz. Si este mundo existe tal cual es, es el mejor de los posibles, puesto que es. Constituiría la más perfecta combinación posible de elementos, el mundo más “composible”. A partir de ahí, sería lo sensato no hacerse más preguntas por el futuro o lo por venir. Simplemente, sería deducible de lo que es ahora. Y podríamos dedicarnos a escudriñar la maravillosa complejidad de este -por algo, alguna razón suficiente– mejor de los mundos posibles. Empero, no lo logra la parte utópica de nuestra naturaleza, siempre insatisfecha, siempre a la búsqueda, a la caza de lo que no tiene y desea tener. Porque en el fondo quiere ser y, sin saberlo, ser lo que ya es. Pero esta es la función que viene a desempeñar el movimiento utópico de la mente. Buscando lo mejor, desenvuelve lo mejor de sí misma. Deviene eu-tópica. Cuando no deviene u-tópica, lo que sucede en no pocas ocasiones. Infructuosa e ineficaz, por estar alejada de la realidad y de las circunstancias históricas. Y el peligro está acechando a la vuelta de la esquina: la utopía puede mutarse más tarde en dis-topía. Acabar en el extremo opuesto de lo que inicialmente se perseguía. Inesperadas consecuencias, catastróficas plasmaciones de un ideal corto de miras con la misma realidad, con los seres ya existentes. Una perfección idealizada, vuelta ya -cual Mr. Hyde– un monstruoso lastre contra el sí mismo de la humanidad. Un deseo tan fuerte, pero tan costoso, que termina estrangulando al propio sujeto del deseo.
De todas las grandes capacidades de la mente, una es la más provechosa y la más peligrosa: la capacidad deductiva. Dados unos determinados supuestos, necesariamente han de darse estos pasos y estos resultados. La ciencia y nuestra vida cotidiana están plagadas de este tipo de razonamientos. Una cosa nos llevará a otra y ésta a esta otra y así sucesivamente. Implacablemente. “Tiene que ser así”. “Elemental, mi querido Watson”. Necesitamos del cálculo para realizar obras de ingeniería física, social o económica. Y las cosas al final cuadran. Y funcionan y rinden y suceden como estaban previstas. Lo que se olvida a menudo es que el cálculo estaba fabricado de tal manera que cuadrase. De ahí su dependencia de los supuestos iniciales. Cambiemos de supuestos y cambiarán los resultados. Otro punto de partida es posible, otros supuestos también pueden ser compatibles con el mundo. Otros mundos son posibles dentro del mundo. Sin embargo, olvidado esto, no hay nada que nos impida seguir una lógica camicace, que nos llevaría a remolque desde el principio hasta el final. Miremos cualquier episodio conflictivo a lo largo de la historia. Miremos los conflictos sociales, políticos, más actuales. Posturas cerradas sobre sí mismas, siguiendo su propia lógica deductiva interna. “Ya no podemos parar, ya no podemos volvernos atrás”. Las presiones centrípetas desde dentro, que nos impelen a ser consecuentes con lo nuestro y con “los nuestros”; y las presiones centrífugas de afuera, que nos quieren expulsar de nosotros mismos hacia territorios en los que no nos reconocemos, prohibitivos, muy extraños a nosotros. Además, tratar de escapar a lo que “hemos de hacer” se tornaría una muestra inaceptable de debilidad; mejor la fuerza de la coherencia; antes ser coherentes que vivir, que convivir, desde otra lógica. Extranjera. Sin embargo, si lo miramos bien, todas son lógicas humanas. También la lógica del enemigo. ¿Realmente es mi enemigo? ¿Cómo es posible que quiera lo mismo que yo? ¿Qué significa este hecho? Y si no se encuentra a tiempo un significado profundo a este hecho, la utopía queda transmutada para siempre en distopía.
Vamos a pararnos un momento. Un momento de calma, de diálogo. Hasta el loco tiene una lógica… En su nivel, tan cuerda como la del más cuerdo. Su lógica. Tan sólo se requiere capacidad de escucha, de las necesidades y los propósitos de cada lógica, de cada sujeto, de cada vida. Los propios supuestos. Y dialogar sobre nuestras ideas y creencias, que los sustentan. Muchas de ellas nos estarán limitando para percibir lo que hay tal como lo hay, la emergencia de un mundo común, que relativice nuestras discrepancias. Esto no quiere decir que llevemos a cabo “lo tuyo”, pero tampoco “lo mío”. Pongámonos a trabajar juntos con vistas a lo que sea mejor desde aquí y ahora hasta el largo plazo, el más largo plazo de que seamos capaces; pensando todo lo posible en todos los seres, independientemente de su posición en el futuro, desconociendo si tú o yo nos beneficiaremos o nos perjudicaremos individualmente (John Rawls). Buscaremos, lo más que podamos, el bien común. ¿Y quiénes habrían de intervenir en este diálogo, lo más adecuado posible? Pues todos los afectados por las decisiones que vayan a tomarse, desde los miembros de una determinada comunidad -del tamaño que sea- hasta el conjunto de todos los seres. Directamente, o poniéndose los participantes presentes en el lugar de los participantes ausentes. Incluido las generaciones futuras. Hay un bien en la base de todos los bienes particulares. Un bien esencial que hace posible todos los demás bienes. Éste es el que buscamos. Y lo tratamos a la manera de una idea regulativa: la cual tomamos como meta ideal, a la que buscamos acercarnos lo más posible en cada ocasión, en cada situación. Hacemos todo lo que está en nuestra mano, honesta y sinceramente. Con todos los errores que hayamos de cometer para ir aprendiendo, ir rectificando, ir puliendo y matizando. “Yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima (de acción) deba convertirse en ley universal para todos” (Kant).
¿Y cómo habría de darse este diálogo adecuado? Para que sea válido: de acuerdo a unas reglas simples y básicas, pero universalizables. Los contenidos los aportarían siempre los propios participantes en cada momento real. Un procedimiento que fuera razonable, revisable y adaptable a las necesidades de cada situación problemática, sobre la que se haya que dirimir. Es lo que Jürgen Habermas ha llamado reglas para una “simetría completa en la discusión”, iguales posibilidades de intervenir, replicar y criticar cualquier otra intervención, así como también que sea una discusión libre de dominio, de unos sobre otros. Por su parte K.-O. Apel, ha hablado del necesario reconocimiento universal de todos los participantes como interlocutores válidos y de su corresponsabilidad en las acciones humanas efectuadas. De este modo, el cuidado de un procedimiento, aceptado como válido o legítimo por todos los implicados, garantizaría la satisfacción acerca de los resultados obtenidos. Al menos formalmente. Procedimentalmente. Poco a poco, habría que ir contrastando con la realidad su aplicación práctica, e ir limando los desajustes producidos, reformulando, siempre que hiciera falta, el procedimiento mismo. Diríamos, como un posible punto de partida: “Si, ante una determinada situación de decisión o de conflicto, participan todos los afectados y/o interesados y aceptan todos, sin coacción alguna, reconociéndose mutuamente como interlocutores válidos, las consecuencias y efectos secundarios que resulten del seguimiento universal de una determinada norma de acción, dicha norma será válida y será tomada como propia. Una discusión social, entonces, que sea simétrica y recíproca en sus deliberaciones y que tenga como horizonte la búsqueda de consenso”. ¿Es esto una utopía? Claro que sí, es una eu-topía, pero entendida como horizonte en el que mirarse y hacia el que trabajar juntos, de manera que no desemboque, lo menos posible, en una distopía.
Saber dialogar es la condición práctica necesaria para una utopía no distópica. Pero, ¿sabemos dialogar? Tal es el medio al que, en un momento u otro, habremos que recurrir. Y no sólo cuando haya conflictos o problemas enquistados, sino también en el momento de su diseño y posterior puesta en práctica de nuestro proyecto común. Nuestra utopía de un mundo mejor. Sobre todo, en esos momentos. Así que más nos vale estar bien preparados, bien educados. Pero dialogar no es ganar un diálogo, ningún debate, ni siquiera poner encima de la mesa los argumentos más contundentes, mejores que los tuyos, más fuertes, o que susciten más aplausos del público; dialogar no es pactar (“yo te doy, tú me das”), ni acordar, dejando de lado mis propias convicciones, cediendo, sacrificándome, renunciando a mí mismo, pues esto sería el germen de futuros desacuerdos; tampoco es llegar a un consenso completo, y aquí paz y después gloria, quédese usted ya satisfecho para los restos del tiempo. Dialogar es investigar juntos en un plano de igualdad, como se ha dicho, y colaborar para trazar unas metas comunes, así como los medios necesarios. Tan importantes son los fines como son los medios, ambos han de ser adecuados, y para eso, dialogar y dialogar. Colaborar y colaborar. Y entenderse y comprenderse. Mutuamente. Trabajando hacia lo mejor que seamos capaces aquí y ahora. Eso “mejor” no está ya dado, hemos de construirlo todos juntos. (Antes, se ha construido muchas veces de cualquier manera, como tantas veces la ciega historia ha deparado). Este “hacia lo mejor”, históricamente, es el gran ideal olvidado, cuando hablamos de paz social, política o cultural. Convivencia. Habitualmente, el diálogo es redirigido hacia mi propio bien, que he de conseguir que sea también tu bien -a la manera sofista-, o todo lo más, una coincidencia de intereses. El interés, ¡ese gran ídolo contemporáneo que sólo muestra una de sus caras de Jano! El lado egoísta, individualista, pragmático, estratégico, instrumental…, que oculta el lado altruista, desinteresado, comprensivo, empático, compasivo, de la humanidad. Es cierto que la acción la mueven los intereses, los motivos, y que no hay acción posible sin interés, sin una determinada voluntad animadora de la acción. Pero, entre los intereses humanos también se halla un interés desinteresado. De este tipo de acciones hay tantas grandes muestras sociales e históricas como de las otras, las acciones solamente interesadas, no aquellas que expresan un interés puro. Sin embargo, éste es el que necesitamos para convivir; en su seno caben todos los demás intereses, los tuyos y los míos. Es un interés fundamental, previo, fuente y origen de cualquier otro interés particular. Partidista.
¿Quién ha de gobernar y cómo, así pues? Con claridad, el sujeto político que lo efectúe por deber, no por placer o por interés propio. Esto venía a decir Platón en el diseño filosófico de su Politeia, un estado social justo, porque en su seno se instala la armonía, el equilibrio entre todas sus partes. Armonía en el interior de los individuos, integración de sus potencias corporales, mentales y espirituales. Y armonía entre las distintas partes de la sociedad, los grupos o sectores de intereses diversos. Cada cual ha de cumplir con su parte, la que se sienta más preparado, cada uno ha de saber qué debe hacer, cuál puede ser su contribución mejor a la comunidad. Y, con vistas a la consecución de estos fines, hacen falta leyes y educación. Las leyes, para forjar un marco normativo básico a través del cual se puedan expresar las decisiones individuales y grupales, sin un encorsetamiento ni un estragulamiento excesivo de la acción, leyes que no impidan la creatividad. Las leyes son necesarias para resolver los conflictos hasta el punto en que comiencen a generarlos, momento en que más nos valdría modificarlas, adaptarlas a las nuevas necesidades. Y la educación política es fundamental. Platón también lo sabía. Pero una educación política no separable de la ética. De hecho, la educación ética es la base de la política, de la educación para saber convivir democráticamente. La democracia no puede ser sólo un sistema político formal, en que se cumplen formalmente los preceptos y las obligaciones. Si se exige su cumplimiento en la forma, pueden no cumplirse en la práctica, en la vida práctica, éticamente, por convicción ciudadana. Si hace falta un policía o un juez detrás de cada ciudadano para que cumpla con su deber como ciudadano, y si es el caso que sabe que no lo van a pillar y se queda sin razones para cumplirlo, entonces la educación democrática ha fracasado. Y la vida política viene de cabeza. No se puede rellenar el hueco educativo con normas y sanciones. Sólo puedes expresar lo que has desarrollado en tu interior. Difícilmente, si no se ha interiorizado al otro dentro de uno mismo, como un igual a mí, un mismo género con sus diferencias específicas (Aristóteles); sin este trabajo de autoconocimiento, que puede practicarse adecuadamente desde la escuela, desde la familia, desde la práctica política, ciudadana, si los mismos educadores no han efectuado ya este trabajo consigo mismos, ninguna educación estará preparada para generar frutos valiosos. Por lo tanto, como es imprescindible la buena educación interior de los propios educadores, de aquellos que van a ejercer de modelo social para otros, sobre todo los más jóvenes, sólo podremos lograrlo progresivamente. Pero siendo muy conscientes de ello, del problema y del camino a seguir. ¿Es esto una utopía? Pues claro que sí. Una educación de la utopía. Cómo orientarnos y plasmar de nuestras vidas lo mejor, la verdad, el bien, el bien común, la belleza, la justicia… Pero la educación de la utopía no es una educación u-tópica. Es la auténtica revolución. “Todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo” (dicen que dijo León Tolstoi). Desde sus mismos inicios, o bien a la postre, he aquí el origen del fracaso de tantas revoluciones nuestras, vuestras o de ellos.
Este artículo forma parte del Monográfico sobre Revolución y Utopía que HomoNoSapiens organiza con motivo de la V Olimpiada filosófica de Andalucía, convocada por la Asociación Andaluza de Filosofía, y la V Olimpiada Filosófica de España
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Excelente conclusión en un texto cargado de significado. Junto con la conclusión, me me gustaría subrayar la frase «Dialogar es investigar juntos en un plano de igualdad». Para terminar, comparto una canción que mi cerebro distópico ha relacionado con el texto. Saludos,
https://www.youtube.com/watch?v=PTd8Niyq98I
Gracias. Dialogar es una actividad conjunta en que colaboramos hacia un mismo fin, que es el entendimiento. Lo que no significa pensar ni defender lo mismo. Pero sí significa olvidarse de uno mismo para poder escuchar a la otro.. Por eso no es tan habitual… y cada uno llama diálogo a lo que él mismo hace y acusa al otro de no hacer lo que él mismo hace y dice… No hay mucha costumbre de perseguir juntos la verdad o el bien. Y así nos va… estamos polarizados, dialogan individuos solitarios con sus propios monólogos… Y la culpa es del otro… como en la canción (nivel de desarrollo personal 2 de Kohlberg). Saludos.