Imagen | Cráneo Prisma
Con enorme dulzura, como si su ser entero calzara zapatillas, el lector a domicilio se presenta con puntualidad allí donde es requerido. Ninguna señal delata su llegada: de pronto lo sentimos aquí, a este lado de la puerta –y sonríe (aunque no lo veamos, sabemos que nos está sonriendo). Su silencio es el vestíbulo por el que se desliza con pasos de fieltro, mientras coloca con soltura el paraguas en el paragüero (si llueve fuera) o se abanica cómicamente con la mano (si el calor aprieta). El lector avanza luego unos pasos por la salita, apacigua con una mirada los objetos que salen a recibirlo, dirige hacia nosotros su sonrisa (aunque no la veamos, la vemos) y ocupa por fin el lugar que durante horas le hemos reservado. El libro le aguarda allí, sobre el tapete, como un trozo de masa espera a la levadura.
Quienes le reciben son enfermos, casi todos sufrimos alguna dolencia ocular, pero todos –por alguna razón– necesitan leer, lo necesitamos. Aunque somos muchos y él solo uno, estoy seguro de que para él cada uno de nosotros es también solo uno, soy, somos. Su voz es capaz de conformarse a las particularidades de cada habitación a la que entra: a esta foto de Raquel (en la que, antes de dejarme solo, tejía el jersey que ahora llevo puesto), al vidrio de aquel frasco de pastillas o a la pequeña concavidad que al levantarse ha dejado el gato sobre el cojín. Mi voz se ajusta obediente al diapasón de su voz, hasta el punto de que a veces me figuro que soy yo quien lee y él quien escucha. Si el gato maúlla en la cocina, parece como si algún gato maullara en la página que el lector (o yo) está leyendo ahora mismo, o estamos.
El lector lee en voz alta, o somos nosotros quienes leemos a través de su voz, y de golpe todo un mundo se pone a brincar sobre esas páginas que la enfermedad nos impide ver (hace tiempo que solo distinguimos sombras claras contra un fondo de sombras más oscuras). Las palabras se alzan primero de puntillas sobre el texto ciego, aletean un momento en el interior de la frase, hinchen el párrafo en su jovial despegue y entonces nos arrebatan. Ahora somos nosotros quienes volamos allí, junto a la foto de Raquel que ya no vemos, cerca del frasco que solo tanteamos, frente al gato que regresa al cojín y cae bruscamente dormido. Pero el lector no se deja ver (suponiendo que pudiéramos verlo). Abre un mundo con su voz y se esconde. Ninguna respiración, ningún carraspeo, ninguna señal que delate que es él quien ha creado ese mundo, él quien lo mantiene vivo delante mismo de nuestros ojos muertos.
En verdad, es el encanto de este lector a domicilio el que arrebata a los enfermos, el que nos arrebata. Ese saber ocultarse para mejor mostrar lo único que importa. Nosotros –que tanto sabemos de apariciones y de ocultaciones (un hilo suelto del jersey me une a Raquel muerta)– no podemos distinguir ya, sin embargo, aquello que el lector lee del encanto mismo que el lector nos provoca. A veces no lee nada, y es como si lo hubiera leído todo.
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De enorme ternura. Hace ya tiempo que quiero ser lectora a domicilio y me gusta y se me da muy bien .
Pero no se como empezar?