Desastres naturales y depuración de responsabilidades

Desastres naturales y depuración de responsabilidades

 

Hemos sido demasiado liberales en el tema de la fe 

J. Rodríguez Calderón (“el Bronco”),

Gobernador del Estado de Nuevo León (México)

 

 

«Todo esto ocurrió aquel fatídico 1 de noviembre de 1755. La calamidad allí sufrida es una de las pocas a las que hoy la humanidad se enfrentaría con la misma impotencia que hace 170 años. Pero también para esto encontrará la técnica algún medio, aunque solo sea el indirecto de la predicción». Estas palabras fueron redactadas por Walter Benjamin como colofón a su programa de radio, “El terremoto de Lisboa”, a principios de los años treinta del siglo pasado.

Aunque remota y no precisamente ubicable entre el resto de efemérides, es importante notar que la referencia al 1 de noviembre de 1755, por poco o nada que al común le pueda evocar, no funcionaba como un pretexto ornamental en el caso de Benjamin. Aquel día y ese año, entre las 9:30 y las 9:40 h de la mañana, un sismo –seguido de un maremoto– arreciaba contra la ciudad de Lisboa dejando tras de sí miles de muertos (de los 275.000 habitantes, se calcula que fallecieron 30.000) e ingentes daños materiales (aproximadamente el 85% de sus edificios fueron destruidos).

No solo. Como consecuencia de lo sucedido ese fatídico día, las plumas más destacadas de Europa (Voltaire, Rousseau o Kant) se sumaron, en los meses siguientes, a un acalorado debate que tenía por objeto dictaminar, habida cuenta de la destrucción y el sufrimiento alcanzados, el papel (o no) de Dios en este fenómeno natural. Al margen de si hubo un claro vencedor en esta contienda, lo importante a retener para la presente es la enseñanza que nos legó, así como el punto de inflexión que supuso. Como resultado, tras el sismo de Lisboa se evidenció la imposibilidad de acudir a Dios para explicar el mal en el mundo. La filosofía a partir de entonces, por decirlo pedantemente, declinaba la ayuda de cualquier teodicea.

Hasta aquí la historia. Sobra decir que, además de la discusión metafísica de los ilustrados, esta impulsó una renovada, por moderna, investigación científica de los sismos, así como el consiguiente abandono de la coartada, inescrutable por otro lado, de la providencia divina. Y es justo por este motivo que puede ser traída a colación la cita de Benjamin. Tras los recientes sismos en México (el del 7, 19 y 23 de septiembre, con sus centenares réplicas), la declaración de Benjamin se antoja de rabiosa actualidad: frente a un sismo, todavía hoy, pese a los avances de la ciencia, nos seguimos topando con la misma sensación de impotencia.

La mañana del sábado 23 (a las 7:52 h), tras bajar las escaleras de cuatro en cuatro alentado por la alarma sísmica, me asediaron en la calle, no sin cierto enojo, las siguientes preguntas: “¿Acaso la ciencia, los sismólogos, no pueden hacer nada?” Y por si esto no fuera suficiente, apremiado por el desconcierto de la escena y las prédicas del utopismo tecnológico: “¿No lo pueden controlar, predecir? ¿Inventar una máquina? ¿Desarrollar un alquitrán especial? ¿Sitiar la ciudad con un muro protector?” Solo me hubiera faltado finiquitar el delirante monólogo interior con un: “¡maldita ciencia!”

Horas más tarde, recobrada la calma, no opuse resistencia a la tentación, tal vez truculenta, de curiosear en la red otros sismos antológicos: el de Chile (1960), el de Japón (2011), etc. Y, en esas, me vino a las mientes no solo el legendario sismo de Lisboa, sino la fina y brillante interpretación política que Judith Shklar, la primera mujer en acceder al departamento de Ciencia Política de Harvard, hizo del mismo en su clásico Los rostros de la injusticia.

Shklar, con su sagacidad acostumbrada, ponía en este texto de relieve varios puntos importantes que quizá pudieran resultarnos de interés ahora. En primer lugar, y tras haber exculpado a Dios de los imputables, previó la necesidad humana, demasiado humana de buscar frente a todo acto –fuera este producto de la desventura, de la injusticia, o de una mezcla de ambas– un responsable o culpable con el que poder sustentar la creencia en un mundo racional y, con la misma, ahuyentar el horror vacui de un mundo gobernado por el azar y la mala suerte. En segundo lugar, y en parte como corolario a lo anterior, advirtió el nacimiento de una nueva fe depositada en la tecnología: «Necesitamos saber también que realmente existen desventuras y que debemos resignarnos, a menos que queramos sucumbir a fantasías de omnipotencia y total seguridad. La noción de desventura fortuita se refiere al hecho de que hay límites para lo que podemos hacer, especialmente mediante medios tecnológicos», para añadir poco después: «sospechamos indiferencia o injusticia cuando nadie nos protege contras las fuerzas indomeñables de la naturaleza». Shklar ponía, como ejemplos típicos de estos chivos expiatorios, a científicos y funcionarios públicos.

De todo lo anterior me gustaría sacar algunas conclusiones. En estas circunstancias, deberíamos –yo, el primero– ser capaces de exhibir una mayor cautela a la hora de buscar responsables, pues podría suceder que en el intento de buscar justicia estuviéramos incurriendo en una injusticia mayor. A veces, aunque nos cueste aceptarlo, es menester asumir que no hay actores ni culpables. Ahora bien, lo anterior en modo alguno implica, como la propia Shklar señalaba, que ante una catástrofe natural como la vivida no nos veamos cívicamente obligados a reparar los daños y a prevenir, en la medida de lo posible, que estos puedan volver a suceder.

Teniendo presente todo ello, las negligencias –de haberlas– tendrían que ser escrupulosamente atendidas, aunque muy probablemente sería aconsejable dejar pasar lo peor de la tormenta, y buscar contextos más sosegados. La urgencia, sobra decirlo, apremia en otro sentido. Ahora bien, lo anterior no obsta para que, en algunos casos, como le recriminara Rousseau a Voltaire: «la mayor parte de nuestros males físicos son obra nuestra. Sin abandonar vuestro tema de Lisboa, convendréis, por ejemplo, en que la naturaleza no había agrupado allí veinte mil casas de seis a siete pisos, así como que, si los habitantes de esta gran ciudad hubiesen estado más dispersos y alojados de otro modo, el estrago podría haber sido menor». No es mi deseo entrar en sempiternos debates acerca de si la ciudad debería crecer en altura o extensión, o si la densidad es la que debiera ser, etc. Que los que saben y pueden, arquitectos, urbanistas y políticos, ahí se las arreglen. En todo caso, que nos informen y que podamos decidir entre todos el modelo de ciudad que deseamos habitar, con sus riesgos incluidos.

Hay, así pues, muchos rostros de la injusticia. Algunos, sutiles como la “injusticia pasiva”, es decir, aquella que se comete por omisión, indiferencia y egoísmo –y esta, repito, puede darse ex ante y ex post, en la prevención y en la reparación. Solo espero que los políticos mexicanos estén a la altura, y no se amparen en la desgracia para relajar sus funciones y deberes. De momento todo parece indicar que la sociedad civil, y su más que manifiesta e insólita solidaridad, podrían hacer frente a presumibles absoluciones e indulgencias. Me temo que esto no será suficiente ni sostenible en el tiempo. La santidad tiene sus límites, y la ciudadanía también.

Tal vez espero demasiado, y a la postre me sienta defraudado. Precedentes, efectivamente, haylos, y no son excepciones (en este país y en otros). A este respecto, no hay que olvidar tampoco que tanto la esperanza, como la desesperanza, dividieron a los sabios del Siglo de las Luces en la escaramuza que tuvo por protagonista al sismo de Lisboa. Para estos bretes tanto da; optimismo y pesimismo no dejan de ser meras predisposiciones del espíritu si no es que lisa y llana ideología. Los hechos decidirán. Las elecciones no andan lejos, y los políticos son expertos en hacer de la necesidad virtud.

 

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About Author

Fabio Vélez

Es licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la misma universidad y la Università di Urbino. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores Mexicano (nivel 1). Actualmente, es profesor de Estética en la Facultad de Arquitectura de la UNAM. Entre sus publicaciones destacan La palabra y la espada. A vueltas con Hobbes, Antes de Babel. Una historia retórica del traducción, Desfiguraciones. Ensayos sobre Paul de Man.

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