Imagen| Marta Juliana
Es un lector inmensamente pobre, los zapatos se le abren por las costuras, vive realquilado en una habitación mugrienta, a veces se ve compelido a distraer un tomate en el supermercado. Pero ama la lectura. Desde el lejano continente de su infancia acomodada (que se aloja ahora, comprimida como un islote, en algún punto de su cerebro, muy cerca de Combray) vivió a través de la lectura; fuera de los libros no podía respirar, tan solo boqueaba y se retorcía por falta de comprensión. Su madre le miraba con lástima mientras la luz anaranjada de los domingos pasaba de puntillas a su lado sin que él pudiera advertirla, volcado como estaba sobre alguno de los volúmenes de la biblioteca familiar. Para la madre cada libro era como un pozo negro, y veía con dolor cómo su hijo se consumía dentro de esa oscuridad. El silencio de su marido, muerto en el prólogo mismo de su matrimonio y cuando todas las hojas estaban aún por abrir, se añadía como un sumando más a esa diaria aflicción.
Ahora es pobre y, como sigue amando la lectura por encima de cualquier otra cosa, frecuenta las bibliotecas. Es pobre, y él se sabe pobre, y sabe que su afán desmedido por la lectura (y no por los avatares de este mundo lleno de mugre y zapatos rotos) estuvo en el origen mismo de su pobreza, y por eso alardea en secreto de que es pobre, y estaría dispuesto a defender ante cualquiera que no siente apego alguno hacia ningún género de propiedad. Diría que ese sentimiento de posesión que se despierta, por ejemplo, ante el roce de los libros, él no lo conoce. Ni antes, cuando los tenía (y su madre veía pasar junto a él la luz de los domingos como un río melancólico), ni ahora, que ya no posee nada.
Diría de sí mismo que es como un nómada en el mundo de los libros. Igual que un beduino, surca las bibliotecas. Hoy toma este libro, mañana aquel otro, sabiendo que ninguno de ellos le pertenece, y que pasado mañana esas mismas páginas se adentrarán por otros ojos, por otras almas. Ningún hogar le da cobijo, ningún paisaje: todo gira a su alrededor como un revuelo de dunas cambiantes, ninguna de las cuales será capaz de perseverar en su forma más allá del amanecer. Los libros no le atan. Es libre. No posee nada y no se deja poseer. Es cierto que a veces no puede resistir la tentación de releer algún libro querido, pero lo hace como quien visita a un amigo de juventud –respetable y ya asentado– y descubre de pronto que su regreso no es oportuno, y que además ha llenado de barro la alfombra del recibidor. Le gusta el ambiente gélido de los espacios públicos, de las salas de espera de los hospitales y de los andenes de las estaciones de metro; también de las bibliotecas, allí donde nada pertenece a nadie y nadie finge, porque todos saben que las cosas son así.
Pero en realidad no es un nómada.
Nadie puede serlo, si en su infancia ha habido una biblioteca llena de libros, y un comedor espacioso, y un salón con amplios ventanales, y una madre que vigilaba la llegada de cada rayo de sol por si acaso ése era el rayo que al fin iba a despertar al hijo de su letargo. Este lector no es ningún nómada, y de un modo secreto (tanto que ni él mismo lo ha advertido) se ha labrado un hogar dentro de esta biblioteca pública que tanto frecuenta. Todos los libros por él leídos llevan su señal (un pequeño doblez en el ángulo inferior de la página 27), de modo que su itinerario podría ser rastreado con la misma facilidad con la que un beduino avezado encuentra el camino de otro por las huellas imperceptibles que este ha ido dejando. Es cierto que no posee ningún libro, pero ese sendero que ha abierto durante años a través de la biblioteca es su sendero.
No espera que nadie lo encuentre, pero lo está esperando.
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Maravilloso, José! Qué evocador! No he podido quitarme de la mente a la ladrona de libros…
Un lector que debe superar la ansiedad de no tener a su alcance lo que más ansía, es un héroe.