Imagen | Craneo Prisma, Cristina Juliana Abril
A mi compañera de piso le encanta la olla exprés.
A mi compañera de piso le encanta la olla exprés porque todo se cocina muy rápido. A mi me da miedo la olla exprés. Ella se ríe porque le resulta un miedo demasiado irracional y forzadamente ridículo, lo atribuye a mi desconocimiento e inexperiencia en la práctica. Quizás tenga razón. Casi nunca he usado una olla exprés. Las conozco, confieso haberlas visto en la teletienda (todos nos hemos tenido que enfrentar a esas noches frágiles) y sobre todo he leído noticias o quizás han sido historias que me han contado acerca de accidentes mortales provocados por este artefacto.
Hay muchas cosas que me preocupan de la olla exprés. Me preocupan y me asustan. Su otro nombre es olla a presión. Creo que mi miedo está más que justificado.
¡Y qué peligroso el miedo!
La olla exprés alcanza unos niveles de presión subversivos, dicen que supera la presión atmosférica, es decir que es capaz de desafiar las leyes de la naturaleza. Basta con que uno la cierre mal para que la cocina salte por los aires. Basta con que las cosas no se adhieran para que todo estalle, se quiebre el orden y con él, todas las fragilidades de una cocina. ¿Pero qué es el orden en una cocina? Una cocina sirve para crear, transformar e ingerir. ¿Cómo se determina el orden en el centro reformador de una casa? Si se quiere conocer bien a alguien, hay que fijarse en el orden del desorden de su cocina, eso lo define todo. Pero si estalla, ¿qué hacemos con los restos? ¿Qué se hace con ellos?
Otra cosa que me preocupa es el nivel de temperatura que puede alcanzar una olla exprés. Puede subir hasta los 100°C. Las quemaduras serían irreversibles y yo me pregunto con qué clase de tranquilidad cocina mi compañera de piso los frijoles bajo esos niveles de riesgo.
¡Y qué bonito el riesgo!
Con la palabra contra el fuego, las dos miramos fijamente la olla y hablamos de las cosas pequeñas de la vida. Ella habla pegada a la olla, y yo, temerosa, me sitúo en la otra punta de la cocina y desconfío de todo el proceso. Esta lejanía física me sosiega pero de lo que no me doy cuenta es que si todo revienta, sigo estando en la zona de peligro. Es más que probable que cuando todo reviente si es que todo revienta, el tarro de cristal que tengo al lado de la mesa, estalle en mil pedazos y alguno acabe clavado en mi ojo y tenga que ir con parche de pirata el resto de mi vida. En caso de desastre doméstico, las consecuencias pueden ser prácticamente las mismas para mí que para ella. Ya poco importan esos metros. Empiezo a asimilar que mi distanciamiento quizás no es objetivamente práctico, pero en todo caso me hace sentir prudente, y eso me gusta.
¡Qué aburrida puede llegar a ser la prudencia!
Lo más interesante de todo es que por más que hablemos de esas fascinantes pequeñeces de la vida, no quitamos la mirada de la olla. Ejerce su propia ley de gravedad sin que podamos desviar nuestra atención e imaginar qué es exactamente lo que ocurre en su interior.
El único indicio de que algo está sucediendo con los frijoles es el leve ruido que lanza la olla. Es un sonido que grita constancia, resistencia y ebullición. Mi compañera de piso me cuenta que dentro de la olla exprés el agua nunca llega a hervir, lo que acelera la cocción es el simple incremento de su temperatura. Nada es lo que parece. La presión levanta un tope permitiendo que, poco a poco, el vapor escape, manteniendo la presión constante durante el tiempo de cocción. Al escucharlo, entiendo que la olla cumple con su función. O más bien me obliga a suponer que algo avanza. Pero, ¿qué hacen los frijoles? ¿Cómo se relacionan entre ellos? ¿Qué aspecto tienen? Están sometidos a revolverse en masa bajo la oscuridad, condenados a una suerte incierta y cerrados herméticamente bajo el acero inoxidable. Desde la otra punta de la cocina, me veo obligada a interpretar el sonido para entender su estado. Me siento más tranquila en esa distancia prudencial aunque no olvido el potencial cristal disparado en mil pedazos, regalándome un desprendimiento de retina. Nuestras palabras van perdiendo fuerza y ya es la presión y ya es el fuego y ya es el proceso de cocción los que toman todo el protagonismo.
Aprendo que sería un error abrir la olla y echarle un chorro de agua fría. Un gran error. Podría provocar la condensación del vapor de agua, la consecuente ebullición y el escape del líquido.
¡Y qué tentador es el error!
Le pregunto a mi compañera de piso si ella sabe qué es lo que va a pasar a continuación. Se ríe y no entiendo por qué. Los frijoles andan sumidos en una suerte de tsunami y ella se ríe. Con mi voz más grave le pregunto si considera necesario que me cubra la cara.
Mi compañera de piso ya no se ríe. Decide contarme la historia de un amigo suyo. Un colombiano recién llegado a Francia. Su amigo, otro gran amante de la olla exprés, estaba cocinando frijoles cuando, en un acto de valentía, decidió salir a la calle a comprar algo que le faltaba.
¡Qué deformada es la valentía!
Al volver, se dio cuenta de que se había dejado las llaves dentro de casa. Los valientes también cometen errores, creo que eso es importante tenerlo en cuenta. Mientras la olla exprés avanzaba en su aterradora cocción, no había nadie que la supervisara. Qué descontrol, cuánto peligro. El chico colombiano recién llegado a Francia se desesperaba y ya vislumbraba los restos de apartamento repartidos por la escalera de la comunidad. Ya se imaginaba en el primer vuelo a Bogotá leyéndose en la sección de sucesos de Le Monde. Cuánta confusión.
¡Y qué estratégica es la confusión!
Su amigo preso del pánico, empezó a llamar a sus vecinos. A los primeros que le abrieron la puerta les gritó exasperado: “La olle atomique! La olle atomique!”
Es difícil aprender a controlar los tiempos de cocción pero cuando los tiempos ya están marcados, lo difícil es confiar en quien revisa el buen funcionamiento. No consigo entregarme a los encantos de la olla exprés. La situación me resulta tan dramática que ya no me apetecen los frijoles. Es más, ya no tengo hambre. Mi compañera de piso, con total estoicismo, sigue firme en sus diez centímetros de distancia con la olla. No le quitamos el ojo de encima. ¿Debería admirarla? ¿Su valentía inquebrantable es necesaria? Me acuerdo de Mujica cuando negaba ese arco de triunfo que nos espera, esa meta llena de aplausos. Entonces, si no hay podio para el vencedor, entiendo que no debo sentir vergüenza por mis seis metros de distancia con la olla. Es más, me cubro la cara como pidiendo que me protejan del cuerpo, del riesgo y del mundo. Siento que estoy empezando a teatralizar la situación, el extravagante sistema de cocción y la incertidumbre me han llevado inevitablemente a la caricatura. La olla exprés es grotesca en sí misma.
¡Y qué arraigado lo grotesco!
En toda esta dramatización, mi compañera de piso se vuelve a reír. No sé si es condescendencia, empatía o pena. En todo caso, las dos sabemos que en esa cocina se está produciendo algo que no podemos ver y apenas podemos oír. Mi compañera de piso me mira como advirtiéndome de algo, ya hace casi un minuto que el sonido ha aumentado. “Está pitando” me advierte. La olla exprés pita: sálvese quien pueda. ¿Está pitando? ¿Es una especie de alarma? ¿Hay que actuar? ¿Es ahora cuando todo estalla? Las dos, aún negándolo, esperamos la explosión definitiva. Tengo ganas de llorar. Ya no quiero frijoles, pero hay que actuar porque “está pitando”. La presión ha llegado al límite establecido y la válvula ya puede liberar el vapor.
¡Qué aleatorios son los límites!
Me preocupa porque yo no escucho esa alarma que marca el límite, es un intento de pitido diluido, expandido y no focalizado. No es el clásico pitido de la tetera (mucho más segura, por cierto).
Nos hemos perdido la danza de los frijoles y ahora un ruido impreciso indica que ya nos los podemos comer. Sinceramente, todo me parece absurdo.
Mi compañera de piso decide enseñarme el paso a seguir para cuando quiera usar la olla exprés de manera autónoma. Lo que ella aún no sabe es que no tengo ninguna intención de suicidarme cocinando y que soy absolutamente negada para las instrucciones de manual, y en general, para las cosas prácticas de la vida. Aún así, la escucho atentamente por pura curiosidad. Admiro su destreza.
Ansío ver el proceso de liberación de todos esos frijoles hasta ahora invisibles.
Con un palo, levanta la válvula que tiene la olla. Lo hace con un palo porque si lo hiciera directamente con las manos se podría quemar. Los intermediarios sirven para eso, para salvarse uno. Levanta la válvula y el vapor invade la cocina, un sonido mucho más contundente irrumpe en toda la casa. Es ese mismo eco que deja un motor tras haber sufrido un accidente, es el eco que advierte un falso final.
La cocina se llena de vaho, se me empañan las lentillas. Creo que suelto un grito, no estoy segura. Ya no me oculto la cara, es la neblina de alrededor la que nos oculta.
Huelo los frijoles. Sin tener ningún interés particular por la cocina, anhelo la cocción lenta, el proceso amable, el dejar en remojo, la comprobación y las palabras protagonistas de la espera.
Tengo ganas de llorar. Ya no quiero frijoles.
Creo que quiero una buena butifarra amb mongetes o tal vez, un buen cocido. Me asusto con estas arraigadas apetencias, con este provincianismo despreciable. Los ciudadanos del mundo comen frijoles. También me atemorizan estos términos, estos cínicos conflictos de identidad.
¡Qué negociable es la identidad!
Tengo más ganas de llorar y me alejo otro metro más entre el vapor de la cocina que todo lo desorienta. Ya casi no puedo ver a mi compañera de piso, he chocado contra la pared. Entre el límite y la neblina, pienso en la incomprensión.
Y mientras, más allá, otras cocinas se quiebran, tiemblan otros suelos, estallan otras presiones.
Leer más en Homonosapiens | Monográfico 1-O: enamorados de un relato
Mi vecino Mariano se dejó las llaves al salir, pero es que además no ha regresado aún.
No he encontrado la posibilidad de retirar del fuego la olla, enfriarla bajo el grifo y abrirla para volver a empezar el guiso.
Buen artículo y mejor simil.
Adoro la cocina de antes. Nada de olla exprés. Las cosas hechas con lentitud y paciencia, con antelación y previsión y sobre todo, con mucho amor.
Hoy en día, se cocina sin experiencia, sin formación, sólo con entusiasmo y éso no es suficiente para una buena receta que guste a todos.
Muchas gracias Esthel. La olla exprés puede ser peligrosa 🙂