Y llegó la intérprete[1]. Escondida tras unas enormes gafas de concha, una triste, oronda y menguada figura se detuvo en el quicio de la puerta de la habitación 413 del Hospital Universitario, y su ronca voz traspasó, no sin dificultad, los labios pintados con un carmín desbordante de un intenso color rojo que formaba una especie de costra. “¿Hay algún extranjero aquí?», espetó a los presentes. Dentro de este extraño lugar, azotado por las huellas que la desidia deja en lo público, una ciudadana británica aficionada al turismo sanitario mostraba, tumbada en la cama, a la par, su pálida desnudez, sin ningún recato, bajo una ligera sábana, manteniendo las rodillas flexionadas y su puerta de jade expuesta a la vista de los ancianos que deambulaban por el pasillo, dado que el acceso a la habitación permanecía tan abierto como sus vergüenzas. Una visión paradisíaca que hacía las delicias de los amos del pasillo, quienes lo recorrían compulsivamente, a velocidad de crucero, arrastrando portasueros y andadores con repisa azul celeste, esperando algún tipo de recompensa para los sentidos con la que mitigar el miedo y el aburrimiento.
La sonrosada vulva de Hannah Green, coronada por una generosa mata rojiza de vello púbico se reflejó rotundamente, tan apetecible, en las pupilas dilatadas de D. Jacinto, un enjuto y disciplinado sexador de pollos que gozaba de las mieles de la jubilación desde hacía más de dos décadas. Como era de esperar, el pobre D. Jacinto había renunciado, hace muchos años y muy a su pesar, a los placeres de la carne, y tan beatífica experiencia visual estuvo a punto de provocarle una crisis cardíaca morrocotuda. Evidentemente, ninguna de las pacientes foráneas pudo responder, ni bien ni mal, a la aguda pregunta de la intérprete. Respondió por ellas el misterioso acompañante de Dña. Luz, un sufrido docente de mediana edad, barbado y tan calvo como una bombilla de las de antes, y un tanto redicho a los ojos de lo que Voltaire denominaba “la canalla”, que se refugiaba en la corrección de un puñado de exámenes de Inmanuel Kant, ese filósofo alemán bajito y cabezón, aficionado al abadejo del Báltico, los cielos estrellados y el poder inconmensurable de la ley moral. “Las personas que no entienden la hermosa lengua castellana –declaró la luz de Dña. Luz haciendo uso preciso de la ostensión- son esta octogenaria desdentada y despigmentada, Dña. Molly Penthouse, y aquella hermosa joven (a la que señaló tembloroso, mirando hacia otro lado, con falso pudor, debido a su secreto voyeurismo), que se hace llamar Hannah”. “Muchas gracias”, respondió la intérprete, con cierto desdén y la vitalidad propia de una coliflor, rascándose la asquerosa protuberancia velluda que presidía su barbilla, e iniciando una conversación de libro de texto con sus postradas víctimas.
Federico Lapo, que así se llamaba el hijo de Dña. Luz, contuvo el aliento al ver a D. Jacinto tambaleándose, sujetando a duras penas, con la mano derecha, una bolsa llena de orina sanguinolenta, al tiempo que clavaba sus ojos casi orientales en los sugerentes y procelosos pliegues de la anatomía de la Srta. Green. Afortunadamente, D. Jacinto pudo mantener el equilibrio, ahorrándose una nueva operación de cadera. “Menos mal”, pensó Federico, “es lo que me faltaba, por los clavos de Cristo. No sé si podré resistir tanto infortunio, ese cruel destino que salpicó sin piedad la existencia de Edipo, Job o Cándido. Para que luego diga Leibniz que estamos en el mejor de los mundos posibles, sin que se le mueva un solo rizo de la peluca”. Y es que horas atrás, el ilustre profesor Lapo había creído tocar las mismísimas llamas del infierno merced a una horrible visión. De la Unidad de Cuidados Intensivos había visto salir, como si se tratase de una peonza, una versión ibérica, bastante pálida y harto rolliza, del ama de llaves de “Lo que el viento se llevó”, tocada con un gorro quirúrgico verde y los brazos como auténticas chistorras. Temió seriamente por su vacía y metódica vida. “Si no salgo corriendo ahora mismo –pensó- me parece que voy a ser abducido por un grupo de alienígenas sodomitas o una procesión de albóndigas asesinas”.
Siento un intenso escozor en el pliegue del codo derecho, el penetrante olor del desinfectante y las palabras entrecortadas de un anguloso rostro masculino que se difumina ante mis párpados, poco a poco. Mis párpados se rinden, me pesan, se descuelgan a jirones de mi ser, con el mismo brío de una canción de Leonard Cohen y el salero de un Canto Gregoriano. Un sopor infinito se apodera de ese “yo trascendental” sobre el que escriben torpemente algunos de mis alumnos, con el verbo de un piel roja, e inicio un prodigioso periplo por los sucios intersticios de la inconsciencia, gracias al poder del anestésico, contemplando con los ojos cerrados el fascinante espectáculo de la vulva sonrosada de Hannah Green, mientras los cirujanos se afanan en extirparme una víscera sana. Con las prisas, se han debido pensar que soy Federico Lapo. Y llegó la intérprete.
Imagen| «El deseo», Rafael Guardiola Iranzo
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[1] Se reproduce aquí un relato breve publicado con el mismo título en el periódico digital “El Mirador de Churriana” (www.elmiradordechurriana.com) el 2 de febrero de 2015, con la autorización de su Director, D. Jesús Manuel Castillo. El autor piensa, parafraseando a Nietzsche, que la vida sin humor es un error.