A Joaquín y Edurne, a los que invité a leerlo y, como buenos alumnos, ya lo conocen mejor que yo.
Un 12 de julio de 1817, hace justamente dos siglos, nació en Concord, Massachussets, un individuo extraordinario, Henry David Thoreau (1817-1862). Como cualquiera de nosotros, fue un poliedro de numerosas caras: agrimensor, fabricante de lápices, poeta, escritor, filósofo, maestro de escuela, defensor de la libertad, naturalista, viajero, conferenciante… ¿Hay algún denominador común en todas estas y otras caras? La pasión y la integridad con la que se entrega y sirve a cada una de ellas. Pero quizá las dos razones principales por las que se le sigue recordando con respeto y admiración varios siglos después es porque se considera precursor de la desobediencia civil y de la ecología moderna.
Su obra más célebre, Walden o la vida en los bosques, describe con poesía y sabiduría sus vivencias entre el 4 de julio de 1845 y el 6 de septiembre de 1847, el tiempo que Thoreau pasó en una cabaña, construida por él mismo, a orillas del lago Walden. ¿Se puede ser filósofo sin el deseo de transformar la propia vida? Según Thoreau, ser filósofo significa “amar la sabiduría hasta el punto de vivir conforme a sus dictados una vida sencilla, independiente, magnánima y confiada. Estriba en resolver algunos de los problemas de la vida, no sólo desde el punto de vista teórico, sino también práctico”.
Lo que relata en esta obra imperecedera es fruto de una experiencia, una experiencia que nace, quizá de manera inconsciente, de la pregunta socrática: ¿Cómo debemos vivir? ¿Cuál es el estilo de vida más adecuado? “Fui a los bosques porque quería vivir con un propósito; para hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida, para ver si era capaz de aprender lo que aquélla tuviera por enseñar, y por no descubrir, cuando llegare mi hora, que no había siquiera vivido. No deseaba vivir lo que no es vida (…) Quería vivir profundamente y extraer de ello toda la médula; de modo tan duro y espartano que eliminara todo lo espurio, haciendo limpieza drástica de lo marginal y reduciendo la vida a su mínima expresión; y si ésta se revelare mezquina, obtener toda su genuina mezquindad y dársela a conocer al mundo; pero, si fuera sublime, conocerla por propia experiencia y ofrecer un verdadero recuento de ella”.
Ahora bien, su visión de la ecología es filosófica, pues sitúa la naturaleza en la raíz de la vida. Y además es filosófica en su visión integral: como si arrojara una piedra al agua y de ella surgieran círculos concéntricos en derredor, junto a su visión de la naturaleza late una teoría antropológica y ética que es al mismo tiempo económica y política. El amor por la naturaleza lo aprendió de Virgilio (70-19 a. C.), Goethe (1749-1832), Emerson (1803-1882), Darwin (1809-1882) y Alexander von Humboldt (1769-1859). Su mensaje está vinculado con el retorno a las leyes de la naturaleza. Es un mensaje de procedencia estoica, puesto que los cultivadores de esta escuela filosófica identifican la racionalidad con la naturaleza: actuar racionalmente es actuar de acuerdo con la naturaleza.
Cuestiona la denominada “civilización”, pero no porque Thoreau sea “anticivilizado”, como se le ha calificado de modo incorrecto, sino porque no deja de plantearse en qué consiste la civilización… una civilización, por cierto, que no imagina al margen de la naturaleza: “En el estado salvaje, cada familia posee una morada tan buena como la mejor, y suficiente para satisfacer sus necesidades más sencillas y perentorias; pero no creo que me extralimite al decir que, si las aves disponen de nidos, los zorros de madriguera y los salvajes de chozas, en la moderna sociedad civilizada no son más de la mitad de las familias que cuentan con albergue propio (…) Si se afirma que la civilización representa un adelanto real en la situación humana –y creo que, en efecto, lo es; aunque sólo el sabio sabe aprovecharse de ello–, debe demostrarse que ha producido mejores viviendas sin hacerlas más costosas; porque el costo de una casa es la cantidad de lo que llamaré vida que hay que dar a cambio, en seguida o a la larga”.
Por momentos parece que anticipa la crítica a los excesos de la razón instrumental: “¡Ay!, los hombres se han convertido en herramientas de sus herramientas”. Asimismo, con una saludable mirada escéptica cuestiona ese otro ideal ilustrado, “el progreso”: “hay mucho de ilusión y no siempre se trata de progreso auténtico (…) Nuestros inventos suelen ser juguetes bonitos que distraen nuestra atención de cosas más serias (…) Tenemos prisa en construir un telégrafo magnético entre Maine y Texas; pero puede que Maine y Texas no tengan nada importante que comunicarse”.
En otros pasajes parece anticipar la teoría del decrecimiento, pues el capitalismo nos ha acostumbrado a que las posesiones nos posean, paradójicamente, sin que tomemos conciencia de ello: “Eso de dedicar la mejor parte de la vida a ganar dinero con objeto de disfrutar de una libertad cuestionable durante la peor parte de aquélla me recuerda a aquel inglés que se fue a la India a hacer fortuna para luego poder regresar a Inglaterra y vivir una vida de poeta”.
Como cualquier filósofo de veras, nos incita a vivir mejor: “Influir en la calidad del día, ésa es la más elevada de las artes. Todo ser humano tiene la tarea de hacer su vida digna, hasta en sus detalles”. En un pasaje que me recuerda a “De la experiencia”, del sabio Montaigne (1533-1592), al que tal vez llegó por medio de Emerson, Thoreau es consciente de que los dones milagrosos de la naturaleza son comunes a todos los seres, independientemente de cuán diferentes seamos: “Amad vuestra vida, por pobre que sea. Es posible vivir unas horas amables, emocionantes y gloriosas hasta en un asilo. El sol que se pone se refleja con igual esplendor en las ventanas del hospicio que en las del rico, y la nieve se funde frente a ambas puertas, llegada la primavera. No veo por qué una mente serena no ha de poder hallar tanta satisfacción y gozar de pensamientos tan estimulantes allí como en un palacio (…) Si yo fuera confinado a un rincón de una buhardilla toda mi vida, como una araña, el mundo seguiría siendo igual de grande para mí en tanto que conservara mis pensamientos”.
En julio de 1846 Thoreau fue detenido y pasó una noche en la cárcel por negarse a pagar los impuestos. Cuentan que su vecino, maestro y amigo, el filósofo y escritor Emerson, fue a visitarlo y le preguntó qué hacía allí dentro. Thoreau le respondió con otra pregunta: “¿Qué hace usted ahí fuera?” Aludía a los hechos, que ningún ciudadano comprometido debía desconocer si era consecuente con sus elecciones políticas, de que el gobierno de Estados Unidos acababa de invadir Texas, seguía matando a “nativos”, consintiendo la esclavitud y negando derechos básicos a las mujeres. Como escribió en el ensayo Del deber de la desobediencia civil: “Bajo un gobierno que encarcela a cualquiera injustamente, el lugar apropiado para el justo es también la prisión”.
Con ello nos insta a desobedecer, pero no por cualquier antojo o capricho, sino porque tengamos razones para no actuar injustamente, para no ser cómplices del mal gobierno: “Si (el gobierno) es de naturaleza tal que requiere de vosotros como agentes de injusticia para otros, entonces os digo: romped la ley. Que vuestra vida sea una contrafricción que detenga la máquina. Lo que hay que hacer, en todo caso, es no prestarse a servir al mismo mal que se condena”. Sus ideas y su estilo de vida han inspirado a escritores de la talla de León Tolstói (1828-1910) y animales políticos como Gandhi (1869-1948) o Martin Luther King (1929-1968). Desde cada uno de sus ámbitos, arremetieron contra los límites del poder establecido, ampliando las libertades por las que somos como somos.
Un Estado Democrático de Derecho descansa sobre algunos pilares fundamentales: una ley igual para todos, pluralismo ideológico, de partidos y de medios, libertad de expresión, uso público de la razón, principio de falibilidad, es decir, estar abiertos a reconocer que se pueden mejorar las leyes, las instituciones, los procedimientos… En el fondo, la figura del desobediente civil tal como la cultivó y describió Thoreau está vinculada con el asentamiento y la consolidación de estos pilares, que no son nunca definitivos. Por eso la desobediencia civil, como señalara Jürgen Habermas (1929), es una piedra de toque del Estado Democrático de Derecho y, por lo tanto, no deben tomarse a la ligera las razones del buen desobediente si queremos mejorar las leyes por las que regimos la vida en común.
Hacia el final de Del deber de la desobediencia civil, se pregunta: “¿Es la democracia, tal como la conocemos, el último logro posible en materia de gobierno? ¿No es posible dar un paso más hacia el reconocimiento y la organización de los derechos del ser humano? Nunca podrá haber un estado realmente libre hasta que no reconozca al individuo como poder superior independiente del que deriva el que a él le cabe y su autoridad, y, en consecuencia, le dé el tratamiento correspondiente”. A lo que parece que está apelando aquí es a un concepto entonces en germen pero actualmente indispensable, la legitimidad.
Sabemos que la democracia legítima es un ideal, pero un ideal de justicia al que no podemos renunciar. Sabemos que muy difícilmente se alcanzará de manera plena “un estado realmente libre” tal como lo soñaba Thoreau, pues la naturaleza del poder, y quizá no solo político, tiende hacia el abuso, la degeneración y la corrupción. Tal vez por ello necesitemos siempre disidentes que se rebelen frente a la opresión y la tiranía y nos permitan comprender los abusos e injusticias que se cometen. No lo recuerdo ahora porque se cumplan dos siglos de su nacimiento; lo recuerdo ahora porque el planeta y las diversas formas de gobierno necesitan a seres con la sensibilidad poética y ecológica y el coraje cívico-político de Henry David Thoreau.
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