Aquel mes de agosto te quemaste la nariz, me acuerdo bien porque brillaba, parecía una fiera en llamas que quería salir corriendo de tu cara para vengarse del sol.
También recuerdo que no fue un buen verano para los tomates, la cosecha se echó a perder y tu abuelo sintió tanta pena al verlos marchitar que jamás volvió a fumar en pipa. Yo quería ser tu abuelo, me asombraban su constancia y la forma en que se sentaba en la mecedora mientras observaba el lago en el que murió su hermano el verano del 76.
Siempre pensé que aquella historia tenía más de poesía que de tragedia, un lago como ese no era capaz de matar a despecho.
De todos modos, yo hoy quiero acordarme de tu nariz. Porque es allí donde mis ojos se posaron la primera vez que nos vimos, una pieza pequeña pero poderosa que sobresalía sin estridencias, de forma audaz y segura.
A mí me encantaba tu nariz, más que tus ojos o tus dientes separados, a mí me gustaba tu nariz. Creo que me recordaba a los viajes en tren por la toscana, no me preguntes por qué, yo sólo sé que en tu tabique aparecían los campos de violetas y los mercados de sus pueblos. Quizás fuera porque sabía que ella había respirado más que nadie ese aire de primera hora de la mañana en el jardín de la casa roja, que había apreciado aquel aroma del queso con trufa que escogimos entre tantos otros, y se había manchado con todos los helados que nos propusimos degustar.
Aquel viaje me cambió la vida, me hizo sentir tan en paz que el miedo recorre aún mi espalda si lo escribo. Yo sólo quería levantarme cada mañana de mi vida en aquella cama anciana y extraña que tanto amor me daba, recorrer tu cara con mis ojos mientras tomabas el café y decidíamos qué nueva esquina descubrir sin importarnos lo más mínimo la conexión a internet.
Lo echo tanto de menos.
Pero aquel agosto tu nariz se fundió, se deshizo de calor y diluyó mis ilusiones en tu camisa de flores rojas.
Y no, no he perdonado al sol. No podré nunca escribir palabras de consuelo que liberen a mi alma de la pena que me inunda cuando pienso que no volveré a verla.
Y sé que no lo entiendes, porque a ti no te gustaba, detestabas su tabique y despreciaste sus esfuerzos por encajar en tu cara.
Pero yo amaba tu nariz, adoraba todo lo que representaba y admiraba su elegancia.
Recuerdo el día que me enamoré, estábamos en el cine y su perfil destacaba tanto que me resultó imposible atender a la película. Me pareció tan gloriosa que derramé lágrimas que atribuiste al argumento.
¿Y ahora?
Ahora es agosto otra vez, y yo sólo quiero besar tu nariz y que olvidemos de nuevo la conexión a internet.