Algunas frases memorables del cine

Algunas frases memorables del cine

 

La historia del cine está repleta de frases que se han hecho míticas; incluso de frases míticas que nunca existieron: el famoso «Play It Again, Sam» (Tócala otra vez, Sam) que Rick (Humphrey Bogart) le suelta a su fiel pianista en Casablanca, desesperado por haber vuelto a encontrar, prometida con otro hombre, a la mujer que lo abandonó y a la que no ha dejado de amar, nunca se pronuncia de esta forma, por mucho que la vox populi así lo haya difundido y que haya sido ratificado incluso en el imaginario culto, por ejemplo mediante esa obra teatral de Woody Allen que nosotros aquí conocimos bajo el insustancial rebautizo de Sueños de seductor, su versión cinematográfica. En cualquier caso, la sugestión que despierta una buena frase es uno de los más reconocibles atributos de muchas películas: saborear las palabras que la componen, apreciar el concepto que encierra, es otra forma de placer cinéfilo. Ahora bien, yo entiendo que la magia de una buena sentencia o de un diálogo memorable no ha de residir en el ingenio, ni siquiera en la belleza formal (no solo, al menos), sino en su fuerza dramática: la definición de un personaje o la ilustración de un concepto. Mediante la siguiente selección trataré de razonarlo.

Comienzo con una frase que me parece estupenda por su disparatada lucidez. Se encuentra en un pequeño clásico del cine musical de la Metro Goldwyn Mayer nunca estrenado en España pero emitido muchas veces en televisión bajo el título de Cita en San Luis (1944, Vincente Minnelli). La película es la crónica de un año en la vida de una familia de clase media acomodada en la época de la exposición que tuvo lugar en esa ciudad en el año 1904. Con ese pretexto, el film hace un homenaje a ese localismo tan típico de determinada mentalidad estadounidense —llámese en otro lugares provincianismo o nacionalismo— que, si en el film resulta entrañable, en la realidad puede provocar más de un escalofrío (nos lo recuerda continuamente el inefable Donald Trump). Pues bien, uniendo el humor inocente con la intención satírica (ya se sabe que la verdad solo la dicen los niños y los locos), la más pequeña de las hijas de la familia protagonista, encarnada por la estrella infantil Margaret O’Brien, exclama en un momento de desbordante alegría: «¡Qué suerte haber nacido en mi ciudad favorita!».

El western es un género pródigo en frases memorables. Un film que abunda en ellas es Johnny Guitar (1954, Nicholas Ray), pero no recordaré ahora el famoso cruce de diálogos entre sus dos protagonistas que comienza cuando ella le dice a él «Miénteme, dime que me quieres…», sino otro instante. Tiene lugar casi al final de la historia, y se trata de una réplica (una de mis formas preferidas para caracterizar a un personaje) que formula el protagonista al llegar al refugio del Bailarín, su rival por la mujer que ambos aman, Vienna (obsérvese que los apelativos de ambos antagonistas coinciden en la evocación musical), cuando este le ofrece su diestra a modo de saludo, que Johnny rechaza diciendo «Nunca le doy la mano a un pistolero zurdo». Con ello se remarcan, de modo genial, dos rasgos del personaje: su forma de dejar claro que no tiene la menor intención de hacerse amigo de ese hombre y su recelo instintivo de superviviente nato.

En otro western, esa obra maestra que es El hombre que mató a Liberty Valance (1962), de John Ford, se encuentra una frase que, curiosamente, está puesta en boca del pistolero del título (encarnación de la maldad en su estado más sádico), pues supone una reivindicación de la libertad absoluta que asociamos a los héroes del género. Cuando Valance acude a votar al pueblecito en que tiene lugar la acción, Shimbone (y a intentar amilanar a los lugareños con el fin de que le voten a él), el presidente de la mesa le indica que no tiene derecho a hacerlo, pues no vive allí. Valance, con insolente aplomo, replica: «Yo vivo allí donde cuelgo el sombrero». La película, recuérdese, contiene una envolvente reflexión, muy propia del autor, sobre el tránsito entre el mundo de los pioneros (que solo obedecen sus propias reglas) y la llegada de la civilización, con sus obligadas leyes y la consiguiente pérdida de ese edén de (salvaje) libertad mediante el cual los primeros ayudaron, irónicamente, a civilizar el Far West. Como es natural, Ford remarca que lo segundo es inevitable y necesario, pero se reserva su simpatía para los primeros, entre los cuales hay espacio tanto para los individuos nobles (el John Wayne de esta película) como para los brutales (Liberty Valance). En labios de Wayne, por tanto, la frase habría sido una orgullosa manifestación de gallarda independencia que inspiraría nuestra solidaridad incondicional; en los de Valance, no hay espacio para lo último, claro, pero en el momento en que la pronuncia, no podemos evitar una punzada de comprensión. He ahí la admirable ecuanimidad moral que Ford concedía a sus personajes.

«Según las estadísticas, lo que más abunda en el mundo son las mujeres, salvo los insectos», le suelta el joven Johnny Farrell (Glenn Ford) a su jefe y amigo Ballin Mundson como sardónica expresión de la misoginia que impregna al personaje… justo antes de que aquél vuelva de uno de sus viajes casado con la femme fatale que provocó ese resentimiento hacia las mujeres. Ella es Rita Hayworth, porque hablo, claro, de Gilda (1946), de Charles Vidor, un film del que se recuerda más la escena de la bofetada y la canción Put the Blame on Mame que el puñado de frases memorables que se cruzan los personajes. Mi diálogo favorito tiene lugar justo al principio de la película, después de que Mundson salve a Johnny de un buen apuro y este, aliviado, le pida un cigarrillo. «Algún día haré lo mismo por usted», dice entonces el hombre más joven. «¿El qué, salvarme la vida?», inquiere, divertido, el elegante y maduro Mundson. «No, darle un cigarrillo», y con esta frase ya no necesitamos saber más del personaje de Ford, un hombre con una coraza de cinismo frente al mundo pero que sabe también cómo dar las gracias sin sentirse servil.

Una de mis frases favoritas posee una autoría «compartida» entre la versión original y la española. Aunque su imagen visual más relevante sea la de las espectaculares partidas de billar que cruza su protagonista, el joven Relámpago Felson (Paul Newman), con el maduro y experimentado campeón conocido como el Gordo de Minnesota, El buscavidas (1961) contiene, ante todo, una de las historias de amor más desesperanzadas que ha recogido nunca el cine, entre dos personajes que vienen a unir sus maltrechos rumbos justo al final de un callejón sin salida, vital y existencial. Pues bien, el mejor diálogo de la película, el que expresa del modo más certero la asfixiante atmósfera emocional bajo la que viven sus dos protagonistas, es una aportación de un anónimo redactor de la Censura española. En determinado momento, la muchacha (una mujer culta que necesita las palabras para vivir, como ella misma dice), a la que Piper Laurie brinda una interpretación inmortal, escribe en su diario una frase que Eddie lee con gran disgusto: «Hemos firmado un contrato de depravación» (puesto que, le aclara, todo su horizonte se limita al alcohol y al sexo). Al censor debió parecerle demasiado fuerte el sustantivo y lo cambió por «Hemos firmado un contrato de mutua tristeza», componiendo así un adagio irónicamente más bello.

El aroma existencial impregna también un clásico del cine de aventuras, Beau Geste (1939), de William Wellman, la historia de tres hermanos que se enrolan en la Legión Extranjera (encarnación, desde su infancia, del romántico, incluso onírico, concepto que poseen de la guerra), donde su ingenuo idealismo acaba chocando con la realidad que encarna ese cuerpo militar cuyos miembros solían reclutarse entre la hez de la humanidad. Pues bien, insólitamente, el diálogo que mejor expresa el brusco choque entre los sueños y la realidad (tema central del film) está puesto en boca de un personaje casi episódico, el comandante del remoto destacamento en medio del desierto donde se desarrolla el núcleo de la acción. La pronuncia en medio de su agonía, víctima de la enfermedad, y su receptor no es ninguno de los nobles hermanos Geste, sino el personaje más brutal de toda la historia, el sargento Markof. Dice así: «Me muero, me moriré solo y me enterrarán en la arena. Cuando era pequeño, creía que todos los soldados morían en batalla. No sabía que había tantos soldados, tanta fiebre y tan pocas batallas». ¿Hay mejor forma de expresar el sinsentido de la institución militar, la desolación del hombre que —también él, que no es uno de los caballerescos Geste— ha asistido al desmoronamiento de sus sueños idealistas?

La belleza (suave, elíptica: lo verdaderamente bello siempre rehúye el énfasis) encuentra una de sus mejores manifestaciones en un film que ha ido adquiriendo la condición de película de culto con el tiempo, El fantasma y la señora Muir (1947), de Joseph L. Mankiewicz. Narra la relación que surge entre una viuda, Lucy Muir (Gene Tierney, inolvidable), y el fantasma del marino (Rex Harrison, maravilloso) que habita en la bonita casa junto a la costa en la que aquella, en plena juventud, se ha recluido con su hija. Entre esos dos seres, solitarios por distintas razones, indomables cada uno a su manera, que deben inicialmente convivir por obligación, no tarda en surgir una noble amistad, que enriquece tanto a uno como a otra y que, al final, como es lógico, desemboca en puro amor. Pues bien, uno de los momentos más evocadores de la película tiene lugar cuando el capitán, en una de las maravillosas charlas que tiene con la señora Muir, recuerda su infancia y a la tía solterona que lo crió, que sufrió sus continuas barrabasadas y que le regañaba una y otra vez por manchar sus alfombras de barro tras sus continuas correrías, hasta que a los 16 años abandonó para siempre su hogar. Tras oír esa historia, ella queda en silencio, con la mirada perdida. Él le pregunta en qué piensa, y Lucy, refiriéndose a la tía, le dice: «Pienso en lo sola que debió sentirse con las alfombras limpias». En la serena melancolía de esas palabras, en el modo en que su protagonista sabe comprender bien el triste sentimiento que produce la pérdida, se halla la clave de la bella emotividad que desprende esta película.

Los mejores diálogos de un film, por tanto, no sirven para remarcar lo que las imágenes ya nos han contado, sino para sugerir una idea, dibujar un carácter o dejar en el aire una impresión. No se me ocurre mejor ejemplo de cómo basta una frase para definir a un personaje, como la que extraigo de una de las primeras secuencias de Lawrence de Arabia (1962), y que sirve para señalar a la vez su firme voluntad, su narcisismo personal y su trasfondo masoquista y autodestructivo. Después de impresionar a sus compañeros por el procedimiento de apagar una cerilla con los dedos sin manifestar la menor reacción, uno de aquellos intenta hacer lo mismo y suelta un aullido tan pronto sus dedos sienten la llama. Al preguntarle a Lawrence cómo es posible que él no sienta dolor, este responde: «La clave está en que no te importe que te duela».

 

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José Miguel García de Fórmica-Corsi

Licenciado en Geografía e Historia (especialidad de Historia Medieval) por la Universidad de Málaga, trabaja como profesor en el IES Jacaranda de Churriana (Málaga). Es autor del blog La mano del extranjero, dedicado a la reflexión y difusión de la ficción en la literatura, el cine y el tebeo. En él, reivindica que las obras que nos hacen gozar pueden pertenecer a cualquier medio, género o autor sin necesidad de etiquetas, de Dostoyevski a Julio Verne, de la literatura existencialista al cómic de superhéroes, de los poemas artúricos al cine japonés. lamanodelextranjero.wordpress.com

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