Imagen | Julia Martínez Cano
Porque no hemos dejado de ser esos prisioneros de la caverna que confunden la realidad con sombras proyectadas sobre las paredes, y es probable que nunca lo dejemos, pues acaso la condición humana se encuentre íntimamente vinculada con la condición de eternos prisioneros de la ignorancia o, mejor, de aquellos que saben que no saben lo suficiente para responder y/o actuar tal como es debido, y precisamente porque sabemos que no sabemos, no cesamos de emprender la búsqueda del saber que, como toda verdadera búsqueda, es una búsqueda de sí a la vez que una búsqueda sin término.
Porque el que afirma “sólo sé que no sé nada”, aun desde la ironía, puede volver a empezar, cosa que no siempre sucede con aquellos que se atrincheran en posiciones dogmáticas. Porque el llamado paso del mito al logos, es decir, el paso de la narración mitológica-religiosa a la descripción filosófico-científica, no fue definitivo ni es irreversible, de modo que todavía debemos seguir distinguiendo entre lo uno y lo otro para saber elegir. Porque a lo largo de la historia las ciencias han surgido y se han desarrollado gracias a balbuceos filosóficos.
Porque reconoce que somos un diálogo, y que sólo en diálogo podemos avanzar. Porque una vida sin examen o, lo que es lo mismo, sin crítica, no merece ser vivida. Porque reconoce que es preferible ser acusado de culpable, incluso cuando no se es responsable de ello, que cometer una injusticia. Porque reconoce, asimismo, que no basta con saber qué es el bien para actuar de acuerdo con él, sino que además es necesario practicarlo, transformarlo en un saludable hábito que oriente nuestra vida hacia la felicidad, un solo nombre para tantos y tan diversos proyectos de vida. Pero no cualquier felicidad, pues aquí también preferimos ser “Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho”.
Porque el ser humano sólo puede adquirir la humanidad viviendo y conviviendo entre los otros, sus semejantes, de tal manera que es entre ellos como aprendemos a ser nosotros, como adquirimos nuestra humanidad. Porque nos insta a que vivamos cada día como si fuera el último, con el fin de que hagamos el más prudente y provechoso empleo del tiempo, que es la extraña y paradójica materia de la que nos constituimos.
Para que abramos los ojos más allá de nuestras estrechas fronteras (locales y nacionales), y nos mantengamos despiertos, y reconozcamos qué es lo excelente, proceda de donde proceda. Para que cuando nos enseñen, nos enseñen también a dudar, ya que la duda, al igual que la pregunta, es la chispa que incesantemente enciende la antorcha del conocimiento.
Porque somos naturaleza, pero no solo nos preguntamos por lo que es, como tampoco nos conformamos con lo que sucede, sino que además nos preguntamos y aspiramos a lo que debe ser. Y gracias a ese interminable tránsito entre lo que es y lo que debe ser se abre un espacio de libertad para crear y habitar mundos que no son de este mundo, pero que acabamos reconociendo como si fueran de nuestro mundo.
Porque hemos aceptado que el ser humano debe ser tratado como un fin en sí mismo, y nunca meramente como un medio, a riesgo de deshumanizarlos y, por el principio de reciprocidad, deshumanizarnos. Porque esta distinción no está en la naturaleza ni hay ninguna otra especie que la haya incorporado, pero nosotros, insisto, la hemos aceptado como el fundamento de los Derechos Humanos. Porque, ciertamente, habrá objetos que tendrán precio, pero el ser humano es dignidad, en tanto sujeto dotado de libertad, razón y autoconciencia. Porque sólo desde ciertos márgenes de libertad y a través del uso público de la razón podemos continuar buscando y hallando fórmulas para progresar juntos.
Porque, en tanto que seres sociales, a pesar de que a menudo lo ignoremos, somos al mismo tiempo creadores y víctimas de sistemas que nos instrumentalizan y nos cosifican, y es necesario conocer cómo se tejen y destejen esas redes para poder liberarnos de ellas, siquiera parcialmente. Para que no descuidemos que sin igualdad no hay justicia, como sin justicia tampoco hay igualdad. Porque, aun siendo tan irrenunciable como indispensable, tenemos que vigilar a la razón continuamente, a fin de no caer sometidos por ella.
Porque en nombre de la filosofía hay quienes se han atrevido a luchar contra la razón, pero desde la razón, para ir más allá de la razón, esto es, para ir más allá de la racionalidad establecida durante una época, ampliando de este modo el mundo de la vida, que no solo se compone de lógica, razón y argumentos, sino también de emociones, afectos y sentimientos. Para que no olvidemos que lo racional no es lo mismo que lo razonable, y que necesitamos tanto lo uno como lo otro: sentimientos razonables como argumentos racionales.
Para no caer en “la barbarie del especialismo”, ese penúltimo reduccionismo del saber, ya que el verdadero saber es radical, en el sentido de que va a las raíces de las cuestiones, integral e interdisciplinar. Porque, al igual que ocurre en el amor, todas estas razones tampoco bastan. Porque la razón no se tiene ni se posee, sino que se conquista a través del libre ejercicio de la palabra y de la crítica. Porque no podemos dejar de preguntar y preguntarnos. ¿Para qué entonces la filosofía? Para qué no más bien la filosofía.
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