Gilipollas, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, esa benemérita institución que “fija, limpia y da esplendor·, es un adjetivo malsonante que se aplica a personas y significa necio o estúpido. A los diez años de edad, más o menos, fui consciente de que éste, el del gilipollas, era mi destino. Hacía poco que había pisado las aulas de mi nuevo colegio, un centro regentado por Agustinos recoletos y ubicado en una zona de Madrid con pretensiones de ser lugar de cobijo de gente bien, pero atestada de nuevos ricos, huérfanos de una historia rancia de valores eternos. Mis padres, músicos de profesión, no cumplían el perfil de la mayoría de los progenitores de mis compañeros, y se dejaban la piel para poder pagar todos los meses el recibo de enseñanza reglada, a cambio de que yo recibiera una esmerada educación, acorde con mis precoces inquietudes intelectuales. Y llegó el día de hacer un trabajo en grupo sobre el “Caso Watergate”, sobre la corrupción política del presidente Nixon y sus secuaces. Me gustó mucho la merienda que nos ofreció la madre de Carlos, pero no me gustó nada tener que rellenar yo sólo aquella cartulina de color azul celeste, mientras mis tres compañeros se consagraban a la vida muelle infantil, mojando fragmentos de patatas fritas de bolsa en coca-cola, antes de que se derramaran los vasos de papel sobre los sandwiches de paté. Me di cuenta de que yo era un gilipollas, de que había puesto en la cartulina el nombre de tres personas que no habían trabajado nada, en beneficio del grupo, de ese microcosmos social.
Tengo ahora, ante mí, una fotografía de formato cuadrado y colores brillantes en los que exhibo delgadez y palidez en las piernas semidesnudas y sostengo con dificultad una guitarra aún más pálida que yo. Con gesto serio y un flequillo que nada tendría que envidiar al de Adolf Hitler, constato la realidad del presente sin esconderme. En aquellos días tenía pelo y me gustaba ocultarme tras sus cortinas lisas cuando me mordía las uñas con fruición. A un lado, mi madre mira hacia el objetivo, mientras deposita sus manos con cariño y firmeza sobre el teclado del piano, con un peinado ligeramente elevado de principios de los setenta y el brillo en sus ojos. Al otro, mi padre, con sus brazos fundidos con la cálida anatomía de madera de un violín de principios del siglo XIX, convencido de que lo real tiene una naturaleza musical, como le dictaban sus propios sueños abstractos. Mi padre no decía palabrotas, ni siquiera cuando conducía, pero no dudó en sentenciar en un juicio sumarísimo mental al eximio economista y exministro socialista Miguel Boyer, cuando escuchó en un reportaje televisivo que a éste no le gustaba la música: era, sencillamente, un gilipollas. Aunque suscribo la opinión de Friedrich Nietzsche de que, sin música, la vida sería un error, yo había decidido no ser músico. Seguramente, porque había encontrado claramente mi destino, mi vocación: ser un gilipollas, un gilipollas integral. Como Nietzsche, y a pesar de mi corta vida, ya había podido constatar que los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos, y la curiosidad se había apoderado de mí hasta el punto de coquetear con algunos ácidos fragmentos de las digresiones filosóficas de Cervantes o Gracián que aparecían en las lecturas obligadas de clase.
Como el oficio del filósofo parecía uno de los más castigados por los necios, la figura del amante de la sabiduría se había convertido, por azares del destino o gloria de los últimos zarpazos de la Dictadura y sus tecnocráticos planes de desarrollo, en la mismísima encarnación del gilipollas moderno. Lo es el viejo Platón cuando se estruja las meninges en el libro primero de la República tratando de desentrañar el alfa y el omega de la justicia, ese monstruoso aborto conceptual responsable de tantas desdichas y cabezas cortadas. Con la misma urgencia con la que Platón se sacudía las ladillas que le llevaron a la muerte, según Diógenes Laercio (antiguo reportero de Tele 5 en el mundo griego), se debería informar a todo recién nacido sobre la cruda realidad del imperio de la injusticia en todas y cada una de las esferas de nuestra vida mortal. La vida es injusta y todos somos desiguales. Que me perdonen los mártires del movimiento obrero del siglo XIX, pero quien niegue esto es más gilipollas que yo, y ya es decir.
Con la madurez he llegado al convencimiento de que no es tan malo eso de ser o, mejor dicho, “hacerse”, el gilipollas. Mi profesor de Teoría del Conocimiento en la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, Julio Bayón, me hizo partícipe, hace ya demasiados años, de una de sus más queridas estrategias adaptativas, mientras rebañaba con el dedo meñique las briznas de tabaco que se habían depositado en su pipa. “Yo me hago el loco y así la gente no me toma en serio, y puedo decir todo lo que me apetece delante de ellos”. Es lo que hacían los bufones de las cortes europeas en la edad media y en los albores de la modernidad. ¡Qué sentimiento de libertad debían experimentar los bufones, los paladines de lo grotesco! La verdad por la que suspiramos los aprendices de filósofo puede hacerse manifiesta, desvelarse con pelos y señales, como la aletheia de los griegos, sin tener que temer por la propia vida. Me gusta la máscara de la verdad, la acidez inmaculada de los raptos de locura transitoria cuando me hago el gilipollas, cuando aparento comulgar con piedras de molino, cuando descubro la risa miserable del burlador, del listo de turno, de los profesionales de la envidia o de los pechos de silicona, porfiando por lo bajo sobre la ganancia que han obtenido en no se qué negocio mundano. Yo soy gilipollas porque se que, al vivir, ni gano ni pierdo, como declara Sancho Panza al despedirse del gobierno de la Ínsula Barataria.
“Requiescat in pacem”, el epitafio latino que se suele endosar a los difuntos, es mi máxima moral preferida. Me la aplico a mí, confirmando mi connatural gilipollez. Reconozco que soy muy raro, tan raro que unos vecinos decían de mí que escuchaba “música de muertos”, dada mi afición por la música clásica; tan raro que disfruto con el decor ordinis ciceroniano y lo que muchos ilustrados denominaban “buen gusto”. Quiero descansar en paz -preferiblemente, sin necesidad de estar muerto-, “cultivar mi jardín”, como Cándido, el personaje del conocido cuento de Voltaire, recoger los frutos de la vida sosegada de Fray Luis de León, aunque me llamen gilipollas. Y es que a los diez años decidí no ser músico, di mi primera clase de matemáticas para ayudar a mi amigo Alberto a cambio de nada, me acerqué más a Sancho Panza que al Caballero de la Triste Figura, y oteé el horizonte de la vida hasta donde me lo permitía mi corta edad, para concluir que, en muchas ocasiones, es preferible vivir en paz que embriagarse con los néctares sonoros de la diosa justicia. La vida es injusta y todos somos desiguales. Si no, que se lo pregunten a un niño que acaba de ser destronado por su hermano recién nacido y le han expropiado de golpe y porrazo la generosa estructura anatómica que le suministraba la leche materna. ¿Soy un gilipollas?
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