Hay una canción de Alejandro Sanz, No es lo mismo, en la que se dice que «vivir es lo más peligroso que tiene la vida». Cada cual interpretará esta frase según sus propios patrones vitales, para mí es una forma poética de decir que no hace falta realizar deportes de riesgo, ni enfrascarse en la búsqueda de emociones cada vez más intensas, ni recurrir al alcohol o las drogas, etc. La vida saboreada instante a instante con la máxima conciencia y presencia puede ser tan intensa, tan increíble, tan misteriosa y tan sorpresiva que no necesita añadidos. Es peligrosa en el sentido de que nunca sabemos a ciencia cierta a dónde nos conducirán finalmente nuestros pasos. Por más vueltas que le demos a todo lo que hacemos, por más cuidadosos que seamos en nuestras decisiones, el resultado final de todo cuanto hacemos se nos escapa. No estoy diciendo con esto que haya que vivir sin brújula ni dirección, pero es bueno estar abierto a las sorpresas: para que no nos derrumben si resultan ser muy distintas a las que teníamos previstas, para disfrutarlas al máximo si se acercan a lo que queríamos, y para acogerlas con curiosidad y apertura cuando nos desconciertan.
Cuando uno se plantea seriamente esta idea de que tenemos escaso control sobre nuestras vidas, lo único que nos queda por hacer es dejar de tratar de «racionalizarla» constantemente y vivir la vida como absolutos protagonistas. Y solo podemos ser sus protagonistas si vivimos como queremos vivir. Parece algo obvio, sencillo, ¿verdad? Pero, ¿cuántas veces decimos que no cuando queremos decir que sí, decimos que sí cuando queremos decir que no, funcionamos con el «debo» y no con el «quiero«? Para muchas personas este juego se ha convertido en algo tan habitual que no saben responder a algo tan sencillo como ¿qué quieres?, ¿cómo quieres vivir? No saben lo que quieren, o sí lo saben, y se asustan; aparece una vocecita insidiosa que les dice «pero, ¿cómo vas a vivir de esa manera?».
Puede tratarse de la voz de la prudencia, pero cuidado, muy frecuentemente es la voz del miedo. Son muchas las voces que nos acompañan de la mañana a la noche, pero un filósofo busca la verdad y la verdad no se encuentra en ninguna de ellas, se encuentra más bien en ese impulso puro, directo, que surge de dentro hacia fuera, con el que me pongo en contacto cuando pongo luz y silencio en mi vida. Ese impulso no deformado por ninguna voz es justamente la voz a la que debemos escuchar, es lo que me permite vivir una vida auténtica, creativa y libre.
Sin esta voz, no tenemos un eje fijo donde acogernos cuando todo lo demás está en continuo movimiento, no se tiene un refugio íntimo donde descansar y donde alimentarse. De ahí tantas y tantas crisis personales, porque se termina perdiendo el sentido de lo que se hace, para qué se hace y por qué se hace. Un filósofo, un «amante de la verdad«, examina siempre sus motivaciones porque, si bien tenemos escaso control sobre el conjunto global de nuestras vidas, podemos tener el máximo control sobre cada minuto de nuestra existencia, sobre cada paso del camino, sobre cada acto realizado. Aunque nos equivoquemos, en el momento presente podemos tener control absoluto sobre nuestros actos y sobre cómo queremos vivir cada acontecimiento. Si alguien en algún momento puede tener alguna duda sobre su propio poder, esta idea, esta intuición, nos recuerda que, en realidad, nuestro poder es infinito.
Leer más en Homonosapiens| Ser Mirar, ver, aceptar La mirada filosófica