El mayor temor que alberga el ser humano siempre es el de la pérdida. Se puede perder cualquier cosa (se puede perder incluso algo que nunca se ha tenido: estéticamente, es la pérdida peor), pero para el hombre que lee este artículo, cualquier artículo, en la tranquilidad de una casa confortable, rodeado de posesiones como el aparato tecnológico que permite esta lectura y seguro de eso que todavía se llama una «posición» (y que suele incluir un trabajo aceptable, una familia, una reputación), la pérdida inimaginable consistiría en levantarse un día y descubrir que nada queda de ello. Y a poco que se piense, causaría pavor advertir que los peldaños entre la posición y la condición de paria no están tan distantes: no es necesario ni siquiera dar un tropezón, sino perder la sincronía que todos tenemos en el mundo con respecto a todos los que nos rodean; que estos, aunque puedan vernos, no detengan su mirada en nosotros. Un escritor estadounidense lo expresó de modo inigualable: «En medio de la aparente confusión de nuestro mundo misterioso, los individuos se hallan tan exactamente ajustados al sistema, y los sistemas tan ajustados entre sí y en relación al conjunto, que con sólo apartarse un instante el hombre se expone al terrible riesgo de perder su lugar para siempre».
Precisamente la literatura norteamericana de la primera mitad del siglo XIX (todavía balbuciente y en construcción) registra varios relatos considerablemente fascinantes que exponen esta idea de un modo que hoy, más que nunca, generan sugestión. Todos ellos tratan sobre individuos que, por alguna razón, experimentan esa pérdida de sincronía con respecto a su entorno: en unos casos, de modo involuntario; en otros, por un misterioso capricho de su voluntad; en el resto, nunca se nos dará siquiera una explicación.
El primero de todos ellos es el protagonista de uno de los cuentos más populares de su país: Rip van Winkle (1819), obra de uno de sus primeros escritores nacionales, Washington Irving. La historia, bien conocida, versa sobre un holgazán sano y feliz que un buen día, en mitad de las montañas de su comarca, tiene un extraño encuentro con una especie de duendecillos que le aceptan en su banquete y le dan a probar su vino encantado. Rip cae dormido, y cuando despierta, es un hombre mayor y decrépito: han pasado muchos años. No se crea, sin embargo, que este inexplicable suceso provoca en él ningún trastorno terrible. Rip regresa a su pueblo, para descubrir que su mayor preocupación en este mundo, su dominante esposa, hace mucho que murió, aun cuando todavía existen sus descendientes. Y Rip, ahora con la aureola del hombre que ha vivido en primera persona un suceso maravilloso, vuelve a su vida de siempre, es decir, a la holgazanería más sana y feliz.
Este cuento nada inquieta porque su autor no tiene otra intención que dar vida a un relato de aroma pintoresco, entre la fábula socarrona y el cuento de hadas: el incidente misterioso que podía haber trastocado la vida del protagonista, en realidad, no cambia su vida, puesto que vuelve a sus viejos hábitos y con el consuelo de no tener sobre él la amenaza represora de su esposa. Rip van Winkle, por ello, aunque inicia la genealogía de nuestros parias, lo es solo a modo de precursor.
Nathaniel Hawthorne sin duda leyó el relato de Washington Irving: yo me lo imagino irritándose del enorme desaprovechamiento de la historia. En su propio cuento Wakefield (1835), señala que la historia que va a narrar le fue inspirada por una curiosa noticia de prensa: un buen día, un hombre corriente se fue de su casa, dejando allí a su esposa, para alojarse a pocas calles de distancia de la suya, y así transcurrieron veinte años hasta que otro buen día regresó a su hogar y allí pasó ya el resto de su vida en compañía de su mujer, sin dar más alimento a la murmuración.
Los detalles verdaderos del caso supongo que importaron poco al escritor pero alimentaron su imaginación, ya de por sí tendente a lo extraño, a lo enigmático, y tal vez pensó en aprovechar, él sí, la ocasión que dejó pasar Irving. En su cuento, hace que el proyecto de marcharse de su casa sea consecuencia de la tendencia de ese individuo, en el fondo gris y muy burgués, a los pequeños misterios como una forma de dominación sobre su esposa: y aunque no ha decidido el plazo de la ausencia, no ha proyectado más de unos días, como una especie de juego caprichoso.
Hawthorne, uno de los primeros escritores que intuyeron la pavorosa y ancestral soledad que anida en el corazón del hombre (Borges lo consideró uno de los precursores de Kafka), hace que la desincronización de Wakefield con respecto a su realidad sea un hecho trivial: ese mismo día, mientras pasea por las calles cercanas a su hogar, gozando mentalmente de la jugada a que ha sometido a su esposa, descubre que la costumbre ha hecho que se dirija directamente a su puerta. El terror entonces lo atrapa y sale huyendo, para no ser sorprendido. Wakefield no lo sabe aún (nos dice el escritor), pero ese miedo inexplicable, esa quebradiza huida, ha cambiado totalmente su mundo. Vuelve a su alojamiento, y allí pasa esos veinte años, envejeciendo él como envejece su esposa, con la que alguna vez se cruza en la calle. Y si absurdo es el hecho que provoca su conversión en el Paria del Universo —así lo califica Hawthorne en la última línea del cuento—, otro suceso igual lo devuelve a su realidad: una tarde en que pasea distraído por su calle y le sorprenden el viento y la lluvia, al levantar la vista y ver el confortable fuego que se intuye por la ventana, se indigna de su estupidez de estar a la intemperie teniendo al lado su refugio. Y abre la puerta con la misma llave con que la cerrara veinte años atrás, y vuelve a su vida normal.
La trama de este relato es posible que despierte la incredulidad en quien no lo haya leído: porque el error está en interpretarlo desde una perspectiva de realismo cotidiano que a Hawthorne no le importó nunca salvo como elemento situacional de sus historias de atmósfera fantástica. Quizá la clave de su comprensión la aportó, muchos años después, al otro lado del océano, el irlandés James Joyce. Borges, y no es nada casual que lo mencione de nuevo en este pequeño artículo, incluyó en su famosa Antología de la literatura fantástica (compilada junto a Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo) un fragmento, entresacado de Ulises, que dice: «¿Qué es un fantasma? Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres» (el subrayado es mío).
A casi cien años de distancia, y por medio de ese sintagma («cambio de costumbres») en apariencia tan trivial como los gestos que desencadenan primero la perdición y luego la liberación de Wakefield, Joyce acierta con la definición de ese abismo al borde del cual, sin advertirlo, está el hombre. Es hora ya de señalar, por si no lo han reconocido, que la cita del primer párrafo, por supuesto, es de este mismo relato.
Hawthorne, siendo fiel a la realidad (si su alegación sobre la veracidad del caso es real), permite la salvación del infeliz protagonista, entre otras razones porque, aunque él ya no lo diga, después de esos veinte años fantasmales por cambio de costumbres, es difícil que Wakefield pueda aspirar a otra cosa que no sea una leve tangibilidad. Otros dos autores, en sendos cuentos sobre los que se necesitaría más espacio para hablar, terminaron de arrojar al abismo a sus protagonistas. En El hombre de la multitud (1840), Edgar Allan Poe hace que su Paria del Universo sea un individuo sin nombre ni identidad que vaga y vaga y vaga por un Londres infernalmente cotidiano sin que el hombre que lo sigue, curioso primero y alarmado después, llegue a descubrir si tiene un lugar a donde ir. Finalmente, quien llegó más lejos fue Herman Melville con su Bartleby el escribiente (1853). Su protagonista, símbolo inmortal de la desdicha del no ser nadie, tiene un nombre pero eso no le otorga mayor identidad que la (muy borrosa) que el cronista del relato descubre al final: que fue un empleado sin importancia de la Oficina de Cartas no Reclamadas, nuevo símbolo de la pérdida que asocia a estos cuatro personajes. Rip van Winkle no, pero Wakefield y el hombre de la multitud comparten con Bartleby la misma condición que tanto teme el ser humano de todas las épocas: la conversión en un fantasma que se puede tocar pero que nadie ve.
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José Miguel García de Fórmica-Corsi
Licenciado en Geografía e Historia (especialidad de Historia Medieval) por la Universidad de Málaga, trabaja como profesor en el IES Jacaranda de Churriana (Málaga). Es autor del blog La mano del extranjero, dedicado a la reflexión y difusión de la ficción en la literatura, el cine y el tebeo. En él, reivindica que las obras que nos hacen gozar pueden pertenecer a cualquier medio, género o autor sin necesidad de etiquetas, de Dostoyevski a Julio Verne, de la literatura existencialista al cómic de superhéroes, de los poemas artúricos al cine japonés. lamanodelextranjero.wordpress.com
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