El trato al diferente ha ido variando a lo largo de la historia a medida que lo hacía la sociedad. Ya sea por enfermedades o por formas de ser y actuar que eran consideradas como tales, aquellas personas que no eran como el resto han sido objeto de crítica y rechazo en función de la visión del mundo de cada época.
Durante la premodernidad, por ejemplo, el ser humano era considerado un elemento más de la naturaleza cuya conducta estaba en manos de la voluntad de los dioses, el destino o la gracia. Es decir, que se actuaba en base a una orientación irracionalista.
Más adelante, las civilizaciones que habían desarrollado la escritura como fueron la romana, la griega o la persa, consiguieron despegarse un tanto de esta tradición para establecer formas de intervención psicoterapéutica y sociocultural basadas en criterios únicamente racionales.
Este hecho suponía un gran cambio en la consideración que se tenía de la población general, pero especialmente de aquellos con características diferenciadoras de la mayoría, como podía ser una enfermedad física o mental, ya que la tendencia predecesora era a considerar a estos individuos como embrujados, poseídos por el diablo y en definitiva, como marginados sociales.
A este reconocimiento contribuyó la definición de ciudadano o persona legal que propuso el Derecho Romano, que creó un marco para la elaboración de los conceptos morales propuestos por la filosofía estoica y el cristianismo, y supuso un giro hacia el individualismo. Por otro lado, dio puerta a la valoración de los actos en base a criterios morales y a veces subjetivos. Imperaba entonces una orientación ética.
Tras la caída del Imperio Romano las condiciones de vida se endurecieron, las continuas guerras propiciaron la inseguridad y la Iglesia tomó el control de la situación. Hecho que marcó una potente involución cultural.
Con la toma de poder de la religión cristiana y de sus valores – fe, obediencia, caridad, resignación y pobreza- se desarrolló un pensamiento totalmente contrario al conocimiento empírico. Esto supuso una escala de valores de nuevo regida por misticismos y la concepción mágica del mundo.
La hostilidad eclesiástica hacia todo aquel conocimiento que no procediera de la revelación tuvo un fuerte impacto sobre las prácticas médicas del momento. Se antepuso la fe a cualquier remedio curativo.
A lo largo de la Edad Media, la situación de pobreza, enfermedad e inseguridad, dio lugar a la formación de grupos de marginados sociales en torno a los burgos. Se vivía un casi continuo conflicto social que trataba de combatir las restricciones que los más poderosos pretendían imponer al resto de la población.
Fue en este contexto en el que la Iglesia quiso reestablecer el orden social con una fuerte orientación represora a cargo de la Inquisición. Se retomó la consideración de los enfermos mentales, y de todo aquel que de alguna manera alimentara ideas subversivas contra el estado o los valores morales consagrados como verdades inamovibles, como poseídos por el diablo y propagadores de todos sus males.
Es decir, que primero fueron perseguidos y después considerados enfermos todos aquellos cuyas conductas salían fuera de las normas que seguía la mayor parte de su comunidad.
Pareciera esta una historia muy lejana, pero aunque haya quedado atrás la institución de la Inquisición, seguimos siendo una sociedad que se asusta de lo diferente y lo condena de múltiples formas. En gran parte del mundo ya no quemamos en la hoguera, aunque sí apedreamos en otras. La Iglesia ya no tiene en nuestro país un ejército que persigue hasta la muerte a todo aquel que no comulgue con sus ideas, pero sí sigue condenando desde sus púlpitos lo que consideran «contra natura», mientras en otros países se continúa matando por esos motivos.
Resulta entonces que nos creemos muy distantes de la Edad Media y su perspectiva mágica a la hora de valorar ciertas causas, pero sentamos cátedra al denominar algunas prácticas como anormales o impropias de nuestra condición humana.
Todavía hoy muchos sectores sufren el estigma social que la incomprensión humana trae consigo. Nos sigue atemorizando lo diferente, a algunos porque les suena a pecado, a otros porque les parece raro, y a otros porque les recuerda que se han traicionado a sí mismos. Sea cual sea el motivo, el temor a salir de la norma nos coacciona y es causante en muchos casos de persecuciones y tormento de aquellos que sí lo han hecho.
La diferencia nos ha hecho avanzar a lo largo de la historia, por aporte de otras perspectivas, por refrescante, por nutritiva y por generadora de empatía en ciertos casos y de rabia en otros al ver lo injusto de una sociedad que arrincona a los valientes que nacieron o eligieron estar fuera de la norma. Sea como fuere, es reflejo de progreso abrir la mente y aprender nuevos modos de hacer, de vivir y de apreciar.
Valorar y respetar, a pesar de no entender.
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