Monográfico 20D: debate sobre el estado de la política
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Hace ya casi 12 meses Pablo Iglesias Turrión anunciaba con su ‘tic tac’ el supuesto fin del gobierno de Mariano Rajoy, casi como si se quisiera transformar en el cocodrilo de Peter Pan y, por extensión, al presidente en el malvado Capitán Garfio. Desde entonces Iglesias se ha instalado en la asunción de que España ha cambiado irremisiblemente y no es posible, por tanto, actuar políticamente tal y como se ha venido haciendo desde 1978 hasta ahora. Un innúmero sector de la población y la opinión pública española comparte el diagnóstico iglesiano, que trasciende el clásico distingo izquierda vs. derecha para erigirse en verdad absoluta o, lo que es lo mismo, sentido común.
No voy a discutir aquí hasta qué punto la materialización de esta nueva política es cierta o no. Por tanto, mi intención no es tanto realizar un análisis concreto de la situación de Ciudadanos/Rivera, Podemos/Iglesias, PSOE/Sánchez y PP/Rajoy, sino cartografiar una serie de dinámicas que suponen el marco de la vida política española, dinámicas que debemos tener en cuenta a la hora de modular las expectativas y prejuicios que tengamos tanto de los partidos tradicionales como de los movimientos emergentes.
La primera de ellas es la concepción teórica de los programas electorales, que en nuestro país suele ser legalista. Así, el programa electoral es entendido como un contrato con los ciudadanos, cuya traición en el más mínimo punto es imperdonable, como demuestran aquellos que, habiendo votado al PP en 2011, aseguran ahora que no lo harán por su renuncia a la reforma de la ley del aborto. La concepción del programa electoral como un contrato suele ir aparejada a la del voto como algo ‘prestado’, que los ciudadanos pueden reclamar en las próximas elecciones si las cláusulas de su presunto contrato han sido violadas. Esta es una postura maximalista e idealista que se estrella contra la realidad, a saber: los programas electorales son una forma de atraer votantes, lo que desemboca en la construcción de mamotretos de varios cientos de páginas en los que los partidos políticos se ven en la obligación de posicionarse ante todos y cada uno de los asuntos susceptibles de ser legislados, la mayor parte de las veces recurriendo a generalidades y buenismos perfectamente intercambiables (como la eternamente procrastinada reforma del Senado[1]). La posibilidad de que alguien esté de acuerdo con todas y cada una de las medidas que se desgranan a lo largo de varios cientos de páginas y, por tanto, esté en disposición de firmar con su voto ese ‘contrato’, es ínfima. Además, y por su misma naturaleza, un voto no se puede ‘devolver’, sino que es un acto caduco que reeditamos cada cuatro años, por lo que plantear el voto como algo que se presta y el programa electoral como un contrato vinculante no es sino una forma de crear frustración y desilusión cuando la política se demuestra incapaz de superar las trabas que le impone la realidad. Así, sería más oportuno plantear el voto no en términos de préstamo sino de prostitución. Inconscientemente mercadeamos con nuestro voto, ofreciéndoselo sin posibilidad de vuelta (casi como la virginidad) a aquel partido que ofrezca la mayor cantidad de medidas que nos beneficien. Nuestro único poder, la única forma que poseemos de forzar a los partidos a cumplir lo que nos han prometido es la débil amenaza con no volverlos a votar en las próximas elecciones. En este contexto la importancia de los programas electorales queda muy desdibujada, algo que poco a poco parece asumir tanto la ciudadanía como la clase política cuanto acepta hechos como la presentación del programa electoral de María Dolores Cospedal[2] el día previo a la jornada de reflexión, las únicas 10 propuestas generalistas del programa de Esperanza Aguirre para las elecciones locales, o la calificación de Carmena de su programa como ‘conjunto de sugerencias’.
Prueba de la relativa importancia de los programas electorales la tenemos en que la actual campaña está centrada en algo que ningún partido lleva en sus propuestas: su política de pactos. El partido en el gobierno quiere blindar la tradición según la cual el partido más votado a nivel nacional es el que debe gobernar, confundiendo así los mecanismos de una democracia presidencialista con los de una parlamentaria[3] y deslegitimando las ‘coaliciones de perdedores’, mientras que los emergentes juegan al maximalismo indicando que su intención es ser fuerza de gobierno, no mero apoyo de otros partidos. De ahí las ambiguas palabras de Rivera, que afirma que, de no ser el partido más votado, no obstaculizará la formación de gobierno por parte del que sí lo sea, pero se considerará legitimado para intentar formar gobierno en el caso de que la primera fuerza política del país fracase. La ambigüedad planea esta postura, dado que no está claro qué considera Rivera que es ‘no obstaculizar’: no dar su apoyo a la formación de un gobierno es obstaculizarlo, le guste al catalán o no. Tanto PSOE como Ciudadanos están en la necesidad de quedar en primera posición, puesto que para los primeros quedar en la tercera es perder su imagen de única alternativa real al PP, mientras que para los movimientos emergentes es la única forma de no quedar reducidos a muletas de las dos fuerzas políticas tradicionales. Para Rivera, sobre todo, quedar segundo significaría morir de éxito: obligado a posicionarse a favor o en contra del PP, con la sangría de votos que supondrá cualquier mínimo movimiento en alguna dirección y las acusaciones de traición y falsedad por no haber manifestado claramente sus intenciones en campaña electoral. La máxima ‘popular’ según la cual el partido más votado es el que debe gobernar se enfrenta a la casuística que nos proporciona la ley electoral española. Dada la configuración de la misma, es perfectamente posible que un partido con más votos saque menos escaños que otro [4], por lo que plantear las elecciones parlamentarias como una especie de presidenciales encubiertas nos podría situar ante un choque de legitimidades: ¿gobernaría el que tuviera más votos o el que tuviera más diputados? (esto me suena de algo…). Si no queremos que la elección del presidente del Gobierno se convierta en un elemento más de frustración, los electores tendremos que renunciar a nuestra pretensión de que le votamos directamente, para pasar a asumir la realidad: votamos a un partido para que este tenga la mayor fuerza parlamentaria posible, de modo que es perfectamente legítimo que, si no pueden imponer a su candidato, apoyen la investidura del otro. De nuevo, parece que la metáfora del voto como préstamo no es la más adecuada, puesto que ni siquiera podemos conocer las más básicas condiciones de este préstamo. Hemos de aceptar que votamos a oscuras.
Sistemáticamente he hecho un distingo entre ‘partidos’ tradicionales y ‘movimientos’ emergentes, producto de una bisoñez de estos últimos plasmada perfectamente en la definición que de Podemos hacía el alcalde de Cádiz: no un partido político, sino un estado de ánimo. Para la opinión pública y gran parte de sus votantes las formaciones de Rivera e Iglesias aún mantienen esa aura de pureza que les otorga la novedad. Desengañémonos: los partidos políticos son asociaciones profundamente disfuncionales, conformadas por personas que comparten (más o menos) una visión común, pero que suelen discrepar en algunos detalles que a la larga producen graves fricciones internas producto de la falta de tolerancia a la crítica interna. Así, las asociaciones que son las correas de transmisión entre los máximos representantes de la soberanía popular y la sociedad civil simultanean esta ocupación con la de trituradoras del talento de aquellos que las conforman. De nuevo es producto de la falta de tolerancia: al ser la militancia en un partido algo voluntario y altruista, estamos menos predispuestos a aceptar críticas a nuestro trabajo, lo que, si el criticado forma parte de la élite dirigente del partido, degenera en que las estructuras de poder se lancen a la persecución y castigo de los disidentes hasta que estos abandonan la propia organización, desmotivados. Aquellos que postulan que es necesario que los altos cargos de la administración del Estado tengan buenos sueldos lo hacen desde el convencimiento de que es la única forma de asegurar que gente con talento tenga las suficientes ganas de acceder al cargo como para aguantar durante años las miserias de la sumisión a un partido político.
Grosso modo, estas son las condiciones de posibilidad del hecho político en la España de 2015. En qué medida puedan ser compatibles con la esperanza e ilusión despertadas acerca de las elecciones del 20D es algo que cada lector deberá evaluar.
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[1] El Senado que nadie quiere
[2] Verdadero nombre de la secretaria general del PP. El ‘de’ que usualmente se coloca entre su nombre y apellidos lo introdujo espuriamente en determinado momento de su carrera política para aristocratizarse, abdicando posteriormente de la preposición con el propósito contrario.
[3] Los peligros de la separación de poderes
[4] Sistema electoral, Escaños, Circunscrición única